viernes, 25 de septiembre de 2009

Intelectuales / Comerciales


Hace apenas media hora que he terminado el segundo volumen de Millenium. ¡Pobre Stieg Larsson! -es lo que se me ha venido a los labios nada más cerrar el libro-, no llegaste a ver cuántos miles de lectores se han enganchado con tu historia de Lisbeth Salander.

Utilizo aquí el enganche, no en su sentido adictivo, sino por la capacidad del novelista en conseguir que los lectores no pierdan de vista el libro hasta no llegar a la última página. Supongo que mi lectura ha sido como la de muchos: a todas horas y en todas las habitaciones de la casa: por las mañanas, antes de levantarme, o por las noches y la madrugada, antes de soñar con los angelitos, después de comer o mientras llegaba la hora de la cena, apurando páginas con fruición en el sofá, en la cama, en el sillón, en el cuarto de baño, o sentado a la arábiga en la alfombra del salón.

La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina ha supuesto un respiro complaciente y gozoso en las lecturas que tenía entre manos estos primeros días del otoño: nada menos que Ulises y El despertar de Finnegan, si droga dura la primera, “imposible novela [...] por su indescifrable hermetismo, la obra más oscura y difícil de la literatura inglesa de todos los tiempos”, la segunda, según se lee en la contraportada.

Yo no sé si el novelista sueco había leído al novelista irlandés; si lo hizo, lo olvidó enseguida: la complejidad de la trama sueca nada tiene que ver con la complejidad irlandesa, que exige un lector, sin exagerar mucho, catedrático al menos, más que pertrechado de amplia erudición y de referencias culturales de todo tipo. La literatura tiene estas cosas, estos extremismos, esta coexistencia de los llamados escritores de culto, minoritarios, con los llamados escritores de superventas mundiales.

Esta coincidencia de unos y otros, de minoridad y mayoridad, de autores de reducido círculo y de autores de amplio espectro, se ha dado siempre en literatura, y en el arte en general. Pensemos, por ejemplo, en el cine de Bergman (sueco, por cierto) y en el de Spielberg. Lo curioso de esta dicotomía, desde el punto de vista del prestigio, es que ganan los primeros, a los que se les concede un aura de intelectualidad de la que no gozan los segundos, tildados, con acento despectivo, de comerciales.

La conceptualidad de los unos, significa, por lo general, desconexión con el gran público, con el lector común y corriente, pues la densidad de símbolos y conceptos, o un lenguaje hermético, o una estructura narrativa que no hay por donde pillarla, impiden que el lector goce, disfrute, se solace y divierta con la lectura, cosa que no ocurre con la novela de Larsson.

Voy a seguir con Ulises y con Finnegans Wake, desde luego, aunque no voy a dedicarle toda mi vida, como dijo una vez el propio Joyce del lector que exigen estas obras; pero también le hincaré al diente a las otras dos novelas de Larsson, no todo van a ser intrincadas hermenéuticas, arquitecturas del sema, superposiciones de componentes formales y reintegraciones del discurso expresivo, ni estructuras polimorfas, ni verbocentrismo, ni esquemas homéricos, ni codificaciones culturales, ni abstrusos pasajes sin sentido.

De todo ha de haber en la viña del lector.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

I hope that i don't fall in love with you


Por los altavoces se desgrana melodiosa y desgarrada la voz de Tom Waits. El sol de otoño derrama sus últimos esplendores sobre el pueblo. Va haciendo fresco. En la habitación en penumbra el perro dormita a tus pies...

Reconócelo, la luz del momento, la calle solitaria, el leve temblor en la glicinia y las antenas, la música, la misteriosa voz que sientes en tu pecho, te han puesto un poco filósofo, un poco triste, un poco poeta...

Pero de pronto miras por la ventana y descubres una estrella más allá de los tejados y del horizonte, sola, brillante en el inmenso azul cada vez más oscuro. Y te quedas un rato mirándola, divagando en tus cosas, a solas con tu soledad... hasta que caes en la cuenta: quedan veinte minutos para que se enciendan las luces de la casa... para que ella venga.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Primeros testimonios del humo


Para los europeos, la presentación en sociedad del tabaco tiene lugar en la Historia general y natural de las Indias, islas y tierra-firme del mar océano, publicada en 1535 por el capitán Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, primer cronista del Nuevo Mundo.

En el capítulo "De los tabacos ó ahumadas que los indios acostumbran en esta Isla Española é la manera de las camas en que duermen" (Tomo I, Libro V, cap. II, págs. 130-131), el aventurero asturiano, además de lanzar el primer anatema antitabaquista, hace una breve descripción de la planta y de los inhaladores de humos, así como de los tremendos colocones indígenas que comportaba este sagrado ritual, precedido con frecuencia de la ingesta de un brebaje tan emborrachante que a algunos no les daba tiempo a echarse en las hamacas y quedaban sin sentidos en el suelo. El asturiano también da fe de los primeros españoles adictos a la nicotiana con la excusa de que les aliviaba en su mal de búas.

La cita es larga, pero merece la pena:

"Usaban los indios desta isla entre otros sus viçios uno muy malo, que es tomar unas ahumadas, que ellos llaman tabaco, para salir de sentido. Y esto haçian con el humo de çierta hierva que, á lo que yo he podido entender, es de calidad del beleño; pero no de aquella hechura ó forma, segund su vista, porque esta hierva es un tallo ó pimpollo como quatro ó çinco palmos ó menos de alto y con unas hojas anchas é gruesas, é blandas é vellosas, y el verdor tira algo á la color de las hojas de la lengua de buey ó buglosa (que llaman los hervolarios é médicos). Esta hierva que digo, en alguna manera ó género es semejante al beleño, la qual toman de aquesta manera: los caçiques é hombres prinçipales tenían unos palillos huecos del tamaño de un xeme ó menos de la groseza del dedo menor de la mano, y estos cañutos tenian dos cañones respondientes á uno, como aqui está pintado (Lámina 1, fig. 7), é todo en una pieza.
Y los dos ponian en las ventanas de las nariçes é el otro en el humo é hierva que estaba ardiendo ó quemándose; y estaban muy lisos é bien labrados, y quemaban las hojas de aquella hierva arrebujadas ó envueltas de la manera que los pajes cortesanos suelen echar sus ahumadas: é tomaban el aliento é humo para sí una é dos é tres é mas veçes, quanto lo podían porfiar, hasta que quedaban sin sentido grande espacio, tendidos en tierra, beodos ó adormidos de un grave é muy pessado sueño. Los indios que no alcanzaban aquellos palillos, tomaban aquel humo con unos cálamos ó cañuelas de carrizos, é á aquel tal instrumento con que toman el humo, ó á las cañuelas que es dicho llaman los indios tabaco, é no á la hierva ó sueño que les toma (como pensaban algunos). Esta hierva tenian los indios por cosa muy presçiada, y la criaban en sus huertos é labranzas para el efeto que es dicho; dándose á entender que este tomar de aquella hierva é zahumerio no tan solamente les era cosa sana, pero muy sancta cosa. Y assi cómo cae el caçique ó principal en tierra, tomanle sus mugeres (que son muchas) y echanle en su cama ó hamaca, si él se lo mandó antes que cayesse; pero si no lo dixo é proveyó primero, no quiere sino que lo dexen estar assi en el suelo hasta que se le passe aquella embriaguez ó adormecimiento. Yo no puedo penssar qué plaçer se saca de tal acto, si no es la gula del beber que primero haçen que tomen el humo ó tabaco, y algunos beben tanto de çierto vino que ellos haçen, que antes que se zahumen caen borrachos; pero quando se sienten cargados é hartos, acuden á tal perfume. E muchos también, sin que beban demassiado, toman el tabaco, é haçen lo que es dicho hasta dar de espaldas ó de costado en tierra, pero sin vascas, sino como hombre dormido. Sé que algunos chripstianos ya lo usan, en espeçial algunos que están tocados del mal de las búas, porque diçen los tales que en aquel tiempo que están assi transportados no sienten los dolores de su enfermedad, y no me paresçe que es esto otra cosa sino estar muerto en vida el que tal haçe: lo qual tengo por peor que el dolor de que se excusan, pues no sanan por eso.
Al presente muchos negros de los que están en esta cibdad y en la isla toda, han tomado la misma costumbre, é crian en las haçiendas y heredamientos de sus amos esta hierva para lo que es dicho, y toman las mismas ahumadas ó tabacos; porque diçen que, quando dexande trabajar é toman el tabaco, se les quita el cansançio."

Sin duda, el primer testimonio escrito de fumetas indígenas debió escribirlo en su diario el mismísimo Cristóbal Colón, con toda probabilidad entre las anotaciones correspondientes al martes 6 de noviembre de 1492, cuando dos de los hombres que envió tierra adentro para que remontaran el curso del río Mares le vinieron con el cuento de que habían visto a mucha gente, “mugeres y hombres, con un tizón en la mano, yervas para tomar sus sahumerios que acostumbravan.”

Como se sabe, los diarios de Colón acabaron perdiéndose, y sólo tenemos constancia de ellos por el padre Las Casas, que supo trasladarlos y extractarlos con fidelidad, al decir de los expertos. Ignoramos, pues, “todo” lo que el almirante anotó sobre estos tizones encendidos, aunque podemos hacernos una idea si acudimos a la Historia de las Indias, del mismo Bartolomé de Las Casas, donde encontramos más por extenso lo visto por los dos hombres colombinos. En el Libro Primero, capítulo XLVI, el polémico obispo de Chiapas describe un cigarro y una calada, y advierte también sobre el poderosísimo poder adictivo de nuestra dama en cuestión (la cursiva es mía) : "Hallaron estos dos cristianos por el camino mucha gente que atravesaban á sus pueblos, mujeres y hombres, siempre los hombres con un tizón en las manos, y ciertas hierbas para tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas metidas en una cierta oja, seca también, á manera de mosquete hecho de papel, de los que hacen los muchachos la pascua del Espíritu Santo, y encendido por la una parte dél por la otra chupan, ó sorben, ó reciben con el resuello para adentro aquel humo, con el cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha, y así, diz que, no sienten el cansancio. Estos mosquetes, ó como los llamaremos, llaman ellos tabacos. Españoles cognoscí yo en esta isla Española, que los acostumbraron á tomar, que, siendo reprendidos por ello, diciéndoles que aquello era vicio, respondían que no era en su mano dejarlos de tomar; no se qué sabor ó provecho hallaban en ellos" (págs. 332-333).








sábado, 12 de septiembre de 2009

Mohínos


No se preocupen quienes nacieron o viven en Alcaracejos, que no trataré en esta entrada de gentilicios populares; tampoco de ese vistoso pájaro de larga cola celeste que suele volar apandillado, ni siquiera del mulo de negro hocico. Por motivos que más adelante se verán, me interesa ahora la mohinez en cuanto afecto o estado anímico y en tanto manifestación del destino, que en ambos ámbitos se sumerge esta palabra que le tomamos a los árabes hispanos, quienes transformaron el clásico mahīn (vilipendiado, ofendido) en el muhín padre de nuestro mohíno.
Para quienes gusten de las precisiones temporales y espaciales, mi interés por esta palabra sobrevino hace unas horas, poco después de las seis de esta tarde, a la puerta del hotel Las Gaviotas, en Benalmádena. Después de comprobar en varias recepciones que o no disponían de habitación o el precio sobrepasaba nuestro presupuesto seguimos con el coche por la antigua carretera de la costa y maldito el momento en que vi el reclamo de Las Gaviotas, cuya entrada desde la carretera, un desnivel de cuatro metros en apenas cinco de distancia, imponía pavor, pues con el vehículo inclinado más cerca de la vertical que de la horizontal, parecía que iba a ingresar uno en el mundo avernal, y bien podía sustituirse el nombre del hotel por las famosas palabras que Dante vio inscritas a la entrada del infierno: Perded toda esperanza al traspasarme.
Ella me preguntó cómo iba a salir de allí y le dije que no se preocupara. El recepcionista nos dio nones, me puse de nuevo al volante, avancé unos metros y detuve el coche antes de hacer la maniobra: primero debía girar en ángulo recto hacia la izquierda, con cuidado de no rozar los vehículos aparcados enfrente y a la derecha, ni el murete que quedaba a mi mano izquierda; luego, con el coche hacia arriba en un ángulo de 50 º tenía que ascender una infame rampa –trampa- de cinco metros, con precaución de no invadir la inmediata carretera, no nos llevara por delante otro vehículo. Sentí el aviso en el estómago: No lo saco de aquí, le dije a ella. Vamos, me contestó, sabes lo que tienes que hacer.
Primera, soltar embrague, acelerar y frenar justo en la línea, pero nanay: el motor zumbaba acelerado, el coche cayó un tramo hacia abajo y se caló. En el estómago me saltaban ya cien canguros y el corazón latía en ametralladora.
Al segundo intento el desastre dio la cara, el coche volvió a rodar hacia abajo, se oyeron roces de chapa y crujidos y la rueda delantera quedó atrapada con el murete de mi izquierda. Saltaron las alarmas y los aspavientos de ella, que salió del coche, miró los daños y se llevó las manos a la cabeza. Para ese momento, los inútiles acelerones habían llamado la atención de un grupo a nuestras espaldas, que sin duda empezó a cruzar apuestas. Una mujer que pasaba nos dijo que el otro día le ocurrió lo mismo; otro señor, que había esperado atentamente a que yo acabara la maniobra, siguió su camino, no sin antes mover la cabeza de un lado a otro dando a entender el carroceril destrozo. Sin darle más vueltas, bajé del coche, le dije a ella que lo sacara y subí hasta la carretera para avisarle cuándo.
Con pericia, sin dudar, sin que el coche reculara un centímetro, con un acelerón controlado y sostenido, lo sacó del atolladero y lo dejó con suavidad arriba del todo, listo para seguir la marcha. En ese momento, del grupo que tomaba cervezas al lado y contemplaba el incidente salieron unos aplausos fuertes y sinceros y una voz que gritó divertida, quizá porque ganó la apuesta: ¡Ella! ¡Ha tenido que ser ella! ¡Bravo! ¡Bravo!
Cuando cogimos de nuevo la carretera, todavía sonaban los aplausos y los comentarios elogiosos. Yo ya estaba empapado en sudor, me temblaban las manos, no podía articular palabra, sentía mil alacranes en las sienes y los canguros se habían transformado ahora en tropel de elefantes que subían desde el estómago hacia la boca. Un ligero mareo hizo amago, pero encendí un cigarrillo y me sobrepuse.
Al mareo, pero no a la mohinez, que ya se me vino dentro en todo su ser. No sentía humillación por haber sido ella la que resolviera la situación, ni porque hubiera habido espectadores, sino profunda decepción por mi impericia al volante, y preocupación por el daño en el coche.
Un par de kilómetros más adelante, ya conducía ella, nos detuvimos en un último intento de encontrar habitación. El coche apenas tenía nada, un rozón en la aleta delantera y en el tapacubos de la rueda izquierda, una pieza de plástico a la que se le había salido una pestaña, que volví a su sitio sin dificultad, y un pequeño fruncido en la chapa del guardabarros. Casi nada, después del sofocón. Decidimos volver al pueblo.
Hicimos el viaje de vuelta en silencio, desilusionada ella por no haber encontrado habitación, disgustado yo por lo del coche, y triste por la desilusión de ella, rumiando el fracaso de la tarde, viva imagen del volver con el rabo entre las piernas, considerando lo injusto del destino, que, como en el juego de cartas, nos había tomado por mohínos jugando todos los elementos en nuestra contra, cosa que ya debimos de advertir cuando a la salida del barrio donde vive nuestro hijo nos equivocamos dos veces de carretera –no había ninguna señal visible que indicara nuestra dirección- y hubimos de retroceder sobre nuestros pasos cuando no tirar por la trocha antes de aparecer en la famosa Costa del Sol malagueña.

lunes, 7 de septiembre de 2009

4 de septiembre de 2009


Mi hermana B. ha vuelto a llamarme. Lo hizo ya el día 1 para preguntarme sobre unas pastillas para dejarlo. El humo, claro. Unas pastillas que cuestan casi 90 euros y que yo tomé en una de mis desintoxicaciones, pero que hube de dejar a las cinco semanas porque me iban llevandito a una depresión en toda regla: la tristeza de corazón, el desánimo ante el mínimo quehacer y un fatalismo existencial me habían anidado y comenzaban a dar tan peligrosas volantadas que me asusté y terminé arrojando a la basura aquellas jodidas pastillas.
Más o menos, esto le dije, rematando con que me hacían sentir y pensar como yo no era, quizá porque las dichas pastillas eran un poderoso antipresivo y yo no estaba deprimido, sino solo en un empeño por dejar la nicotina.
Pero en esto de las panaceas y triacas, amén de los principios activos de las sustancias, manda la naturaleza de cada cual, así como las circunstancias y necesidades del momento, y la que no le va bien a uno, al vecino le cae como a las hojuelas la miel, y pues ya las había comprado y manifestaba su deseo de probar con ellas, le dije que adelante, pero que se observara y al menor síntoma extraño corriera al contenedor, sabedor como Sancho, de que nadie escarmienta por cabeza ajena, y también de que tripas llevan pies, que no pies tripas, quiero decir esperanzado en que con su buena voluntad y mejor intención lograría su propósito.
B. llamaba esta tarde para decirme que llevaba tres días, que el primero le quiso doler la cabeza, que más que animada y espitosa se encontraba como triste, que una amiga suya también había empezado… Consciente de mi papel terapeuta la dejé explayarse en pormenores: viene bien hablar y declarar cuantas más veces mejor la idiotez de ser un empedernido del humo y la determinación de abandonarlo.
Antes de despedirnos y después de animarla a que siguiera en su empeño con un par, le dije que desde ese momento la había convertido en mi corresponsal en Córdoba para los adictos a la nicotina y que iría dando aquí noticias de su rehabilitación.
Luego de colgar me preparé un cubalibre y he aplastado hasta cuatro colillas en el cenicero mientras redactaba esta nota. Ahora saldré a pasear con mi perra la noche de luna llena.