jueves, 30 de julio de 2009

El lector anónimo

En el hilo de aquella primera vez se ensarta otra imagen. La ha traído esta mañana un texto del escritor estadounidense Raymond Carver en el que recuerda aquel día de su adolescencia, allá por 1956, cuando era el chico de los recados en una farmacia de Yakima y el hombre de la casa en que había hecho una entrega le regaló un ejemplar de la revista Poetry. Mientras leía el relato de Carver, mi memoria iba recomponiendo la escena y los personajes de otra experiencia relacionada con la lectura.

Andaba uno entonces en esa crucial edad de los once años, apavado, confuso con la mutación hormonal, sin saber qué hacer con su cuerpo ni con su tiempo, que se le pasaba la mayor parte en cazar moscas y otros aburrimientos propios de la edad. Vivíamos esa temporada en Córdoba, en la calle Altillo, al otro lado del río, y mi padre, que se había aficionado a cazar pajaritos, me dijo que lo acompañara a ver a un hombre experto en el arte del silvestrismo que le había recomendado un primo suyo.

En pleno bochorno de agosto, cinco de la tarde, salimos de casa hacia la parada de la Bajada del Puente, donde cogimos el Pío, el autobús que iba, pasando por Las Tendillas, hasta la barriada de Cañero, parecida en todo a la nuestra del Campo de la Verdad: en sus calles rectilíneas, en sus fachadas blancas y en sus zócalos amarillos, en su iglesia, su cine y su colegio, en sus mismas gentes humildes. En la parte izquierda del barrio según se entraba desde la carretera de Madrid, en una de las calles paralelas que daban a los descampados de Las Quemadas, en la acera en sombra -¿eran naranjos, moreras, acacias?- llegamos al número que buscábamos.

La puerta no estaba cerrada del todo, un canto rodado en el suelo defendía un resquicio por el que entraba al comedor un poco de luz y una ligera correntía de aire caliente. Sin levantarse del sillón, un joven –calculo ahora que de poco más de veinte años- preguntó qué queríamos, dio un aviso discreto al interior y nos invitó a pasar a la penumbra silenciosa de la casa. Yo me quedé en la calle, observando por la hendidura al hombre, que había vuelto a lo suyo, cómodo en un sillón, las piernas cruzadas y en las manos un enorme tocho –calculo ahora que de no menos de seiscientas páginas-, que llevaba casi mediado y del que no levantó la vista cuando al poco rato salió mi padre y le dijimos adiós.

Me impresionó primero el grosor del libro, como nunca lo había visto en manos de nadie. Y me intrigó luego el asunto, qué historia puede embeber tanto. Ya de regreso andando –cementerio de San Rafael, Lonja y cuartel de la policía armada, paseo de La Ribera, puente romano-, iba dándole vueltas al magín, admirando la valentía de aquel desconocido, cavilando sobre el misterioso poder de la lectura y decidido en adelante a pasar aquellas sofocantes siestas en el piso de la calle Altillo enfrascado en mis lecturas.

Todavía -han pasado ya más de cuarenta años-, cuando en el calor de la siesta echo mano de algún libro, se me viene la imagen de aquel desconocido de la barriada de Cañero que sin mediar palabra entre nosotros supo hacer de un púber atediado un lector, y un hombre, agradecido.


martes, 28 de julio de 2009

La primera vez

Según la definición de leer que da el diccionario que manejo para esta sección –otro día hablaré de él-, “pasar la vista por lo escrito o impreso, haciéndose cargo del valor y significación de los caracteres empleados”, mi primera vez ocurrió una mañana de primavera –las ventanas estaban abiertas y por ellas se colaba la algarabía de los pájaros- en el aula de un colegio de Gibraleón al que asistí un par de semanas antes de las pruebas de ingreso en el bachillerato, después de haber pasado varios meses en una academia donde la ortografía -cómo olvidarlo, primera clase de los lunes por la mañana- se aprendía con los palmetazos , o por el miedo a ellos, de un maestro cuyo nombre y figura olvidé tan pronto como las absurdas reglas que debíamos memorizar. No sé cómo ni por qué, dos o tres semanas antes del examen mi padre averiguó que asistiera a un colegio cercano con un grupo de escolares que se preparaba para la misma prueba.


Una de aquellas pocas mañanas durante las que fui alumno oficial de un colegio público, el maestro nos dejó solos después de recomendarnos que aprovecháramos la hora para la lectura de un texto cualquiera del libro. Yo elegí al azar una lectura en que se daba cuenta de los viajes de Magallanes y de Juan Sebastián Elcano alrededor del mundo, y mientras iba leyendo las peripecias de los navegantes me daba cuenta, no ya de que sabía leer y comprendía todas las palabras y todas la frases, sino de que iba haciendo mías aquellas aventuras, representándomelas y viviéndolas como si yo fuese el protagonista, haciéndome cargo y comprendiendo a la perfección los caracteres empleados. Aquella mañana fui consciente de ser lector, y me alegré del maravilloso trance que acababa de experimentar por primera vez, lo cual no impidió que en junio suspendiera el examen de ingreso. Pero esa es historia para otro lugar.

jueves, 23 de julio de 2009

Sin nombre, sin rostro



No sé si es uno, o unos pocos, o el mismo disfrazado de varios. Es el caso que de vez en cuando le llegan a uno anónimos que aprovechan que el Pisuerga pasa por Valladolid –por ejemplo, asistir como público a la entrega de un premio- para vituperarlo por fumarse un cigarrillo en un espacio al aire libre –no había ninguna indicación prohibitoria; tuve cuidado de no tirar la colilla al empedrado del histórico recinto; había, al menos, otro fumador, una mujer-, o por llevar en la solapa una insignia republicana. Sí, señor, o señora, sin nombre y sin rostro: soy fumador y republicano. ¿Molesta? Pues a joderse tocan. La Constitución ampara mis derechos a fumar en sitios permitidos y a creer en lo que me dé la gana. ¿Algún problema?

Como decía, no sé si es el mismo siempre, o alguno de sus heterónimos, este lenguaraz anónimo que acudió otra vez a Valladolid y a su Pisuerga para enredar mi nombre en una ristra de comentarios sobre la última publicación de otro autor de la comarca, y con maleva intención y manifiesta maledicencia sacó mis apellidos a la pública plaza para dejar unas cuantas lindezas sobre mi persona –un colega me las mostró hace unos días en la pantalla de su ordenador-, que no repetiré aquí por lo peregrinas e infundadas, amén de calumniosas y con el marchamo de mala uva.

Los anónimos tuvieron su momento y su papel, su sentido, en aquellos tiempos medievales en que el escritor se veía a sí mismo como un simple portavoz de los maestros, otro eslabón más en la cadena de transmisión, de tradición, de los conocimientos, doctrinas y sensibilidades de los clásicos, a los que reconocía como auctoritas (de donde procede nuestro vocablo autor). Con frecuencia, este escritor-eslabón, necesario, pero no digno de figurar con su nombre en los anales, asumía su anonimato con un valor religioso añadido: lo importante no era el individuo, sino la obra creada, hija de su ingenio y de su estudio, sí, y de la inspiración divina en primera y última instancia, que consagraba y entregaba sin firma al Creador, como prueba de su quehacer y existencia. El anonimato no era signo de cobardía, sino de humildad y de rechazo ético de las vanidades de este mundo. Chapeau¡ por aquellos pacientes copistas, traductores, comentaristas y exégetas que desde el discreto rincón de sus escritorios fueron lo bastante inteligentes y sensibles para evitar que se perdiera nuestra cultura madre.

Y Chapeau¡ también por todos aquellos sabios anónimos que creían en el valor de lo colectivo, de lo público, y colaboraron en la creación, consolidación y desarrollo de ese bellísimo acervo de la lírica y el folclore popular. Gracias a estos artistas sensibles y generosos hoy podemos disfrutar con las jarchas y las cantigas, con los romances, las coplas castellanas o los cantes flamencos.

Y por tercera vez me descubro y alzo mi sombrero a la gloria de anónimos como el autor del Lazarillo, que recurrió al silencio de su nombre -un signo de inteligencia, y al ensayo de Cipolla me remito-, para salvar el pellejo de manos del fundamentalismo cruel de la Inquisición; o del autor de La Celestina, que supo jugar al escondite para evitar el trance de la mazmorra o de la incineración in vita.

Y vuelva el sombrero a su lugar, a la cabeza, porque fuera de estos individuos desconocidos, tan fundamentales en la cultura y en la historia literaria, no le interesan esos tales que se esconden en el anonimato para enredar, lanzar injurias, infundios y ofensas, levantar calumnias, o incluso hacer chantajes o amenazar con esto y con lo otro. Vade retro, ruin anónimo.

La conclusión de estos párrafos bien se habrá visto venir: en adelante no aparecerán en este blog comentarios anónimos, pues ya se encargará el administrador de pasarlos sin contemplaciones por la guillotina del silencio.

jueves, 9 de julio de 2009

Macroeconomía y estupidez


La semana pasada, junto a dos o tres novelas policíacas prescindibles en mis estantes, hice donación a la biblioteca pública de un ensayo, también prescindible, de André Glucksmann sobre la estupidez. Al día siguiente, entre risas, acertados comentarios y unas cervezas de por medio, unos amigos elogiaron (y me prestaron) otro ensayo sobre la estupidez, que leí esa misma noche y que procuraré añadir a mis estantes -no es que la estupidez esté de moda: estúpidos los ha habido, los hay y los habrá siempre-, para hojearlo de vez en cuando y pasar un buen rato el poco tiempo que se tarda en leerlo, pues el libro no llega a las 90 páginas. Me refiero a Allegro ma non troppo, del economista –y humorista- italiano Carlo Maria Cipolla. Componen el breve volumen dos ensayos, un apéndice de gráficas y un prólogo donde el autor, sólo para empezar, deja claros sus conceptos sobre la tragedia y la comedia del vivir, el humorismo, la ironía y el chiste fácil.
Escribo esta entrada en la terraza en sombra del restaurante La Cañada, junto a la carretera de mi pueblo hacia las tierras manchegas. Son las diez y media de la mañana, corre una brisa fresca y las golondrinas revolotean por todos lados, rozando casi la grava de la explanada del aparcamiento; de vez en cuando cruza un gorrión como con prisa, como si a última hora hubiera olvidado un recado al que acude con presura. A mis espaldas, en su jaula blanca, parlotea una cacatúa. Limitado por la Sierra del Mochuelo, que se alarga azulona desde las riberas del San Juan hasta Santa Eufemia, domina el amarillo, el dorado de los rastrojos con los lingotes diseminados de las pacas de mies, salpicado aquí y allá con las manchas verdes de los olivos y de los frutales de las huertas. En esta hora fresca y pajarera de la mañana de julio, pienso en la pimienta y en la estupidez.
El primer ensayo de Cipolla, dedicado al papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad Media, sorprende ya desde sus primeras páginas, donde nos explica con el desparpajo y la sencillez del experto historiador economista que la caída del Imperio Romano se debió, como también sostiene un sociólogo estadounidense, no a la intervención de la providencia divina para contrarrestar el paganismo y fomentar la doctrina cristiana, ni para librar a Europa del pago de impuestos, ni por el nacimiento del Estado burocrático-asistencial, ni por la decadencia de la agricultura y el desarrollo del latifundismo, ni por la expansión del campesinado, sino por una cuestión sanitaria que repercutió negativamente en las tasas de morbidez y de natalidad: la masiva –excesiva - ingesta de plomo por parte de la aristocracia romana. Con las tuberías de plomo para la conducción del agua, con el uso de jarras y ollas de plomo para sus comidas y bebidas, con el añadido de plomo a los cosméticos, a las medicinas y a otros productos de uso cotidiano, los romanos acabaron víctimas del saturnismo, emplomados, envenenados y estériles.
Por otro lado, del poder de la pimienta en la historia del mundo tampoco somos conscientes hasta que no leemos cómo en los oscuros años de la alta Edad Media un personaje conocido como Pedro el Ermitaño, que tenía debilidad por las comidas picantes, fue capaz de poner en marcha las Cruzadas con el fin de que el decaído y enfermizo Occidente restableciera de nuevo el comercio de especias con Oriente, en particular el de la pimienta, afrodisíaco donde los haya, como todo el mundo sabe. Un proceso éste, las Cruzadas en busca de la pimienta, que no sólo consiguió aumentar las tasas de natalidad, sino que contribuyó a la expansión de la herrería y la metalurgia en la Europa occidental gracias a la obsesión por la castidad, y por los cinturones para ella, de los esforzados caballeros cruzados. Sorprendente, ¿verdad?
En el ensayo sobre la estupidez, a la vez que una taxonomía del género humano en cuatro grandes tipos -Incautos (sus acciones les perjudican a ellos pero benefician a otros), Inteligentes (su acción es benéfica para ellos y para los otros), Malvados (sus acciones los benefician y perjudican a otros) y Estúpidos, cuyas acciones resultan perjudiciales para ellos y para los demás-, encontramos también la enunciación de las cinco leyes fundamentales sobre la estupidez, con el añadido de casos paradigmáticos, para que al lector no le queden dudas, no ya de que en cualquier campo de la actividad humana existe un número ε de estúpidos (si tomamos una facultad universitaria, ese número ε de estúpidos aparece tanto entre los bedeles y estudiantes como entre el personal administrativo y los catedráticos), sino que la estupidez viene de nascencia o que el estúpido es el individuo más peligroso que existe. Con la ayuda, además, de las gráficas que el autor añade en el apéndice para que el lector juegue con las variantes y ponga nombres a los incautos, inteligentes, malvados y estúpidos que su experiencia le ha dado a conocer, termina este singular opúsculo cuya lectura recomiendo.
Antes de que la mañana comience a calentarse, vuelvo a casa buscando las aceras en sombra, relamiéndome de gusto por el tomate -recién cogido de mi huerta- que me voy a aderezar con sal y pimienta, y considerando que en este noble quehacer de la hortelanía tampoco ha de faltar la correspondiente cuota ε, aunque de momento no me haya encontrado con ninguno... Bueno, pensándolo bien, aquel tipo que una vez empezó a ...

martes, 7 de julio de 2009

A la mano cerrada llaman puño (Homenaje a Pedrogrullo)

Quien escribe persigue un estilo, una manera. La novedad, la originalidad, es una exigencia del contar, no del cuento, de la historia en sí. Lo importante del ser humano ya ha sido tratado de antiguo: cambia lo circunstancial –el ambiente, el lenguaje contemporáneo del escritor-, pero no el alma, la esencia de lo que cuenta.
De la miseria y de la grandeza del ser humano está escrito todo (en los clásicos, en los modernos y en los contemporáneos). El meollo, la almendrilla de la literatura es, paradoja, lo externo, lo cambiante, la superficie, las palabras: un escritor no es los temas que trata, sino cómo los escribe.
Con los maestros se aprende a explorar otra manera de decir lo que ellos han escrito, y por mucho que a un escritor le guste otro, no puede, no debe, imitarle la manera: escribir es buscar.

jueves, 2 de julio de 2009

Comentario a un comentario


Páginas atrás, un anónimo dejó un comentario en el que me aconsejaba que dejara de escribir y me pusiera a trabajar en un banco.
Debe de tratarse, me dije en primera instancia, de un pope de la literatura, de alguien acostumbrado a que su palabra vaya a misa y siente cátedra y condicione y oriente y decida el quehacer de los escritores de este país; un sumo sacerdote de la crítica, un infalible papa cuyo juicio y sentencia dictamina quién vale y quién no en esto de la escritura. Pero no creo –deduje- que la cosa vaya por ahí: qué hace una vaca sagrada del negocio editorial, un áulico consejero, un ojeador de primera división, visitando –me pregunté- estas páginas de un escritor rural, que sólo es conocido en su casa y por unos cuantos amigos. No puede ser, concluí.
Se tratará entonces, divagué, de un lector empedernido y sensible, de un enamorado de la literatura, que no ha encontrado en mis escritos la grandeza de Cervantes, de Tolstoi o de Baudelaire. Y qué esperaba.
Podía haber seguido especulando, incluso haberle respondido de inmediato con el fin de sacarle o sonsacarle quién era y por qué me aconsejaba ingresar en el gremio de los bancarios, pero decidí no darle más vueltas al comentario: el mundo de la literatura no es distinto al de la música, la pintura o la albañilería: gustos, para todo. Y para todos. Así que no haré ni una cosa ni la otra: seguiré escribiendo y dando clases, como vengo haciendo desde hace más de veinticinco años.
Y valgan de coda –que no de coña- estos versos de Eugenio de Andrade, que tengo presentes en mi vida desde la primera vez que los leí:

NA ESTRADA DE SAN LORENZO DEL ESCORIAL

Pela estrada de S. Lourenço,
a caminho de Madrid,
a tua boca tão perto da minha
que podía seguir
o minucioso trabalho do crepúsculo,
eu falava-te das pequenas praças de Lagos,
dos muros brancos de Cacela,
porque sou um homem que não abdica da luz,
que não abdica, que não
abdica.