sábado, 19 de febrero de 2011

Primeros retratos

Juan Ramón Jiménez, moguereño universal, no aparecía —ni Antonio Machado, pero sí Manuel—, en la enciclopedia de tercer grado, ilustrada por el autor, don Antonio Álvarez Pérez, maestro de la Escuela Graduada «Miguel de Cervantes» de Valladolid. Junto al retrato de cada escritor, una sucinta biografía y un texto, a veces en letra gótica, para copiado y caligrafía.

Al niño de entonces se le grabaron algunos retratos: el del escritor ecuatoriano Luis Cordero, con unas guías de los bigotes que le caían hacia el pecho; de Wenceslao Fernández Flórez, que le recordaba a Franco; de Quevedo con sus quevedos y su barba de chivo; de unos juveniles Joaquín y Serafín Álvarez Quintero: idéntico el perfil de moneda, idéntica la raya del pelo, idénticas las pajaritas al cuello; de Petrarca coronado, de don Íñigo López de Mendoza, que más parecía mujer que esforzado varón; de Cecilia Böhl de Faber y de Amado Nervo, Unamuno, fray Luis de Granada y, por supuesto, del glorificador, José María Pemán, autor del famoso Poema del ángel y la bestia. No faltaban Rubén Darío, Miguel de Cervantes, Lope ni Calderón. Tampoco la peluca empolvada de don Tomás de Iriarte. Pero sí el 27 al completo.

De que ya le interesaban a aquel niño las biografías de los escritores, son testimonio las cuentas echadas en los blancos de la página para saber cuántos años había vivido cada uno o qué edad tendría en 1.965.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Aforismos del mester

Que un poeta muera ignorado por sus contemporáneos, es lo más triste que se despacha en literatura.
¿Qué poeta no ha soñado alguna vez morir joven e incomprendido, y que al cabo de los años alguien recupera sus versos, los estudia, los valora y los da a leer de nuevo, y es entonces cuando se lo reconoce y ubica en su justo lugar del parnaso? Descubrimiento tardío se llama. Y haberlos, haylos.
Esta vida póstuma tiene su romanticismo, su magia, y su misterio: recuperar la voz, el don más preciado del poeta, en un tiempo que ya no es el suyo, florecer —esa es la magia— en el espíritu de un lector del futuro. Por ahí viene el misterio: quién, cómo será, en qué tierra, en qué días vivirá.
Por ese clavo de la posteridad, se quema cualquier poeta del montón de centenares que somos.
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