martes, 6 de diciembre de 2016

A la caza


La tarde está desapacible, pero salgo a pasear por las afueras. Tras la calígine plomiza apenas se distingue el perfil de la Sierra del Mochuelo. El aire frío zumba en las orejas y las deja entumecidas. De vez en cuando, a ráfagas, unos débiles balidos, unos ladridos. En los cables del tendido eléctrico posan unas cuantas docenas de tordos, ensimismados, acurrucados uno junto a otro como para resguardarse del frío, tan quietos que parecen pintados.

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Sobre el cauce del arroyo aparecen y desaparecen raudas las sombras de unas golondrinas en silencioso vuelo. Bajo la iniesta se afana un herrerillo. Parece seguro detrás de su antifaz negro. Luego se adentra en una encina. Al instante, me ofrece su pecho amarillento y su canto.
Me he acordado de aquellos bucaritos de barro a los que se les echaba agua y soplábamos por el pitorro para que saliera el gorjeo. Y me he considerado un hombre privilegiado, único oyente de la humilde sonata que el herrerillo interpretó durante unos minutos.
He vuelto a casa reconfortado, con el zurrón del alma henchido.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Shakespeare en las nubes


Unos pesados nubarrones se han detenido sobre el pueblo a primera hora de la tarde. Son grises y densos como el humo de las candelas al prenderse con leña húmeda. Han derramado su carga de grisura sobre las calles y todo se ve a través de un velo de ceniza que amortigua incluso el ruido de los coches. Al rato, un sol débil ha ido abriéndose paso y arrojando destellos desde poniente mientras las golondrinas y los vencejos trazan sus garabatos.
—En tus libros hay muchos atardeceres. ¿Es que tú nunca ves amanecer? —me pregunta con seriedad un colega escritor mientras tomamos café.
—No, veo muy pocos.
Los atardeceres del otoño y de la primavera son bellísimos espectáculos fugaces e irrepetibles, siempre distintos en su mismidad. La belleza de los atardeceres es como la de la música, cuyo goce desaparece cuando vuelve el silencio y lo más que nos queda es el recuerdo deshilachado de unas emociones. El atardecer es música de la Naturaleza, una sinfonía solemne, profunda y conmovedora, un juego barroco de armoniosos arpegios y violentos contrapuntos que llevan dentro la luz y la sombra, el día y la noche, la rutilante realidad de la mañana junto a las sombras insomnes de la diosa nictálope, como diría un buen modernista. Esta parrafada, claro está, me la callé por no resultar cargante.

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Portada del First Folio, 1623. Retrato de Shakespeare por Martin Droeshout.


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Tamborilea con fuerza la lluvia mientras leo unos sonetos de Shakespeare. Cuando cenábamos oí en las noticias de televisión que “el más grande escritor de todos los tiempos” —lo presentaron así, como si hablaran de un saltador de pértiga o de un as del balompié— era un politoxicómano que se ponía hasta las cejas de marihuana y otras sustancias alucinógenas. Las brillantes descripciones y las acertadas metáforas de sus libros eran el resultado de los subidones que le proporcionaban las drogas. La causa de su abundante producción literaria era bien fácil de explicar: el consumo continuado de cannabis. O sea, que Shakespeare era un fumeta de tomo y lomo.
La locutora explicó que todo esto lo habían descubierto dos científicos después de analizar unas supuestas pipas shakespearianas mediante un sofisticado método de detección de sustancias prohibidas. Estos mismos científicos aseguran que el soneto 76 es la prueba indiscutible de que Shakespeare le daba al canuto cantidad y de que conocía con creces las alucinaciones de los paraísos artificiales.
A la vista de tal descubrimiento, Thomas De Quincey, Baudelaire y la santa compaña parnasiana, simbolista y maldita, no eran más que unos aprendices. Adelantado a todos ellos, decadentistas trasnochados, ahí está el drogota de Stratford-upon-Avon. En fin, tal como presentaron la noticia, bastó que Shakespeare se metiera en su cuerpo gentil unas pipas de hachís para que agarrara la pluma y le endilgara a la posteridad El rey Lear.
No está mal el asunto —se dirán los viciosos de turno. Voy a meterme un poco de farlopa a ver si en un par de ratos dejo listo un novelón sobre la Guerra del Golfo que va a dejar a Tolstoi a la altura de un principiante.

martes, 29 de noviembre de 2016

Escribir. Leer


Uno escribe con la esperanza de ser leído. Como el náufrago. Nunca he creído en los escritores onanistas. Es como si un carpintero se afanara en atiborrar su taller de muebles que no quiere que nadie utilice jamás. Diríamos que está loco. Pasado el arrebato de la búsqueda y encuentro de las palabras —que eso es la creación—, el escritor tiene ante sí algo que también pertenece a los demás y por eso desea ofrecérselo y que de alguna manera lo hagan suyo.

¿Y qué nos hace ser lectores? Nos acercamos a un libro con la íntima convicción de que tras su lectura seremos algo mejores: más sabios, menos ciegos, menos sordos. Más sensibles. Más nosotros. Más los otros.

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Variación sobre el amanecer. La flor de la noche ha cerrado sus pétalos y en las copas de los árboles va madurando el alba al paso de los madrugadores, que caminan ensimismados, con el último aleteo de los sueños entre los párpados.

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A Córdoba en el autobús de línea. Durante la madrugada se ha dejado caer la niebla y ahora solo se distingue lo más cercano: el verde de los sembrados, los bultos de las encinas, luces blancas y anaranjadas de enramadas y naves industriales junto a la carretera. Antes de llegar a Alcaracejos me sorprende la estampa de unos álamos que se recortan aislados y precisos entre la bruma: tienen la belleza de un haiku. Siento íntima, entrañada esta imagen: solo unas cuantas cosas, causas —mi familia, los amigos, la escritura—, a las que aferrarme; lo demás anda tras los límites imprecisos de ese finis terrae que se extiende más allá de la niebla.

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viernes, 25 de noviembre de 2016

viernes, 11 de noviembre de 2016

Diamonds in the mine


La tarde va cayendo majestuosa. Como en un rito sagrado. Desde la ventana veo pasar a la gente bien abrigada. Los pájaros ya se han recogido. Debe hacer frío ahí fuera. Unas nubecillas anaranjadas que avanzaban con parsimonia hacia el sur han quedado lívidas en unos minutos. La noche va abriéndose sobre las copas de los árboles mientras Leonard Cohen insiste en que ya no hay diamantes en la mina.
            Songs of Love and Hate. Canciones de amor y odio. Horas y horas escuchándolas. Dejándome envolver por aquella avalancha de voz grave y salmódica, que insistía en que algunos nunca alcanzarían la luna, o que dedicaba un hermoso poema a la pasión y al fuego que consumió a Juana de Arco. El comandante Cohen cantaba al amor y a los partisanos. O se reía de lo idiotas que podían llegar a ser los hombres poderosos, aquellos que encerraron a un hombre que quería gobernar el mundo, pero que se equivocaron y encerraron al que no era.
            Pero todo se acaba, chicos. No hurguéis más en el fondo del bote. Y, por favor, no seáis idiotas. Ya no hay diamantes en la mina. El sueño se acabó. Olvidad el cordero sagrado, el arca de Noé y el arca de la Alianza. La vida —mi vida— es más dura que todo eso. Olvidad la historia que nos quieren vender, porque ya no hay diamantes en la mina. Sólo busco una habitación donde hablar y hacer el amor. Solo busco una isla. Y morir a tu lado acunado por las olas. Eso es todo lo que quiero: tus ojos, tu boca, tu cuerpo. Y todas esas historias que me tienes prometido contarme en una isla del Mediterráneo.
            Igual que los libros y las fotografías, las canciones guardan muchas más historias de las que se cantan en ellas. Hay canciones que se abren de par en par en cada verso y nos dejan ante una paisaje de nuestro pasado. Hay matices de una voz, notas de un instrumento, vuelos de una melodía, que van directamente al corazón de la memoria. Y como si de una película se tratase, en la pantalla comienza el desfile de todo lo que nos fue amasando años atrás.

            Nuestra memoria también son canciones.

jueves, 27 de octubre de 2016

Robin Hood


Aconsejo leer este libro en la calma de una tarde lluviosa, cómodamente sentados en un sillón, sin prisa por acabarlo, aunque sepamos que lo haremos —apenas 100 páginas—, asomándonos alguna que otra vez a la ventana para contemplar el celaje gris mientras musitamos una frase recién leída —“Una ciudad geométrica, lineal, hace gente geométrica, lineal; una ciudad inspirada en un bosque hace seres humanos”—, y recordamos un paseo por el encinar entre la niebla; o la mañana de verano en que, disimulados entre la maleza de la ribera del Guadalmez, escuchamos el canto de la oropéndola; o el color y la textura del musgo sobre las piedras de granito en lo más hondo de una umbría; rememorando, en fin, reviviendo, uno de esos momentos gozosos, iluminadores, inefables, en que nos hemos sentido pura vida, puro existir, en medio de la naturaleza.
A partir de recuerdos de infancia, de la peculiar relación con su padre, fruticultor casero que ama y mima los árboles en cuanto productores de fruta, de su temprano interés por la historia natural, acompañamos en cuatro paseos a John Fowles, autor de conocidas novelas como El coleccionista y La mujer del teniente francés, mientras nos habla de sus bosques preferidos, de cómo la economía, la cultura popular, la pintura y la literatura han interpretado la naturaleza a lo largo de la historia, y de la íntima relación entre los árboles y su propia creación literaria.
Más que un ensayo ecologista, que lo es, pues de nuestra relación con la naturaleza trata, El árbol es un libro de ética. Y de estética. Lo ético le viene por la defensa de ese “hombre verde” que nunca hemos dejado de ser a pesar del cientifismo que dirige nuestras conductas, por la invitación a adentrarnos en el bosque, en ese espacio físico que simboliza el desorden, lo prohibido, lo irracional.
Frente a la naturaleza domesticada y parcelada, ajardinada, racional, frente a lo científicamente clasificado, explotado y cuantificado, el bosque, lo salvaje, la pura y libre vida en expansión.
Frente al control racional, el caos natural. Frente a las taxonomías, la libertad. Esa es la estética.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Siempre quise ser poeta

A Esther Cortés Bueno

Por el gusto de nombrar las cosas,
las nubes que pasan
y nos dejan atrás,
una rosa, su perfección,
su caducidad,
la danza del viento azul de junio
en las copas de los álamos,
el río que busca la mar,
las alas,
los vuelos de los pájaros,
sus nidos,
su libertad.

Ah ... el oro
del atardecer,
la brisa en los olivos,
al viento
la romántica melena
de los sauces,
y el cielo de agosto,
obstinado en ser el mar.


martes, 18 de octubre de 2016

A la una de la madrugada


¡Por fin solo! Sólo se oye el rodar de algunos fiacres rezagados y derrengados. Durante unas horas seré dueño del silencio, si no del reposo. ¡Por fin! La tiranía de rostro humano ha desaparecido y solamente sufriré por mí mismo.
         ¡Por fin me está permitido reposar en un baño de tinieblas! Primero, doble vuelta a la cerradura. Creo que este golpe de llave aumentará mi soledad y fortificará las barricadas que ahora me separan del mundo.
         ¡Horrible vida! ¡Horrible ciudad! Recapitulemos la jornada: haber visto a varios hombres de letras, uno de los cuales me ha preguntado si se podía ir a Rusia por vía terrestre (sin duda pensaba que Rusia era una isla); haber discutido generosamente con el director de una revista, que a cada objeción respondía: «Este es el partido de las gentes honestas», lo que implica que las demás publicaciones están redactadas por granujas; haber saludado a una veintena de personas, quince de las cuales me eran desconocidas; haber repartido apretones de mano en la misma proporción, y eso sin la precaución de haberme comprado unos guantes; haber subido, por matar el tiempo durante un chaparrón, a casa de una acróbata que me ha pedido que le diseñe un traje de Venustre; haberle hecho la corte a un director de teatro, que me ha dicho al despedirse: «—Haría usted bien en dirigirse a Z…; es el más pesado, el más tonto y el más célebre de mis autores, con el que quizá podría llegar a un acuerdo. Vaya a verlo y luego ya veremos»; haberme vanagloriado (¿por qué?) de varias acciones ruines que nunca he cometido, y haber negado cobardemente villanías que he perpetrado con alegría, pura fanfarronada, faltas de respeto humano; haberle negado un favor fácil a un amigo y haber recomendado por escrito a un perfecto granuja; uf, ¿he acabado ya?

         Descontento de todos y descontento de mí, quisiera redimirme y enorgullecerme un poco en el silencio y la soledad de la noche. ¡Almas de aquellos a los que he amado, almas de aquellos a los que he cantado, fortalecedme, ayudadme, alejad de mí la mentira y los vahos corruptores del mundo, y tú, Señor Dios mío, concédeme la gracia de crear algunos hermosos versos que me prueben a mí mismo que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a aquellos a los que desprecio!

Retrato de Baudelaire por Gustave Courbet

viernes, 14 de octubre de 2016

Jazmín


Coger furtivo en la noche
una flor.
Aspirar profundo
el blancor del verano,
la luz perfumada
de una estrella.

martes, 11 de octubre de 2016

Gajes -goces- del oficio


A veces se atranca un capítulo, un párrafo, una sola frase, y por vueltas y vueltas que se le den, no satisface lo escrito, porque no es lo que se busca, porque le falla el ritmo, porque le sobra verosimilitud, porque esto o por lo otro, y pasan horas, o días, cuando no semanas, hasta que llega el mágico instante, se hace la luz, y por la página brincan alegres las palabras.

viernes, 7 de octubre de 2016

Recanati, agosto de 1829



Sobre el hondo silencio de los campos
tiembla la luz de las constelaciones.
A mi memoria acuden las imágenes
del ayer. El recuerdo me depara
la extraña flor de la melancolía.
(Eloy Sánchez Rosillo, La vida)

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Nombrar. Alumbrar. He ahí la tarea del poeta.


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martes, 4 de octubre de 2016

Aforismos del mester (2)


La época le apoca.

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El arte de hacer imposible lo posible. Así conciben la política los malos gobernantes.

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Las idiosincrasias son necesarias. En lo individual y en lo colectivo. La diferencia, la diversidad, la variedad de vidas, la riqueza humana, eso es positivo, constructivo. Somos seres gregarios, políticos, pero con instinto de individualidad.

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Que no te pierdan los adjetivos, Flavio, pero que tampoco se pierdan en tus escritos, que sepan esperar su momento. 

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jueves, 29 de septiembre de 2016

El barrio de Tremé


La música es su forma de vida y en ella se entierra a los muertos con un baile. Los desfiles, los bares y los clubs de jazz, los restaurantes franceses, la bohemia. En la sala o en el patio trasero de casa, en un cruce de calles, en el banco de un parque, a la entrada de un garito. Las voces, la percusión, los metales. El ritmo. El humo de los cigarrillos, las cervezas y los tragos de whisky, una buena banda y tu chica al lado, o tu chico. Los orígenes. Los ritos mágicos, el martes de carnaval, San José. Los sones negros, criollos, clásicos, folk. La tradición y la vanguardia. En esta ciudad habita uno de los espíritus de la música. Qué es Nueva Orleans sin la música. Qué es la música sin Nueva Orleans.
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Shame, shame, shame

sábado, 7 de mayo de 2016

jueves, 28 de abril de 2016

El mal cristalero

         Hay naturalezas puramente contemplativas y por completo negadas para la acción que, sin embargo, por un impulso misterioso y desconocido actúan a veces con una rapidez de la que ellos mismos se hubieran creído incapaces.
         El que, temiendo encontrarse en la portería una noticia desagradable, ronda cobardemente ante la puerta durante una hora sin atreverse a entrar; el que guarda quince días una carta sin abrir, o el que al cabo de seis meses se decide a hacer una gestión retrasada desde hace un año, se sienten a veces bruscamente precipitados a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco. El moralista y el médico, que pretenden saberlo todo, no pueden explicar de dónde viene tan súbita y tan tremenda energía a estas almas perezosas y voluptuosas, ni como, incapaces de enfrentarse a las cosas más simples y necesarias, encuentran en un determinado instante un ánimo de lujo para ejecutar los actos más absurdos y aun lo más peligrosos.
         Uno de mis amigos, el más inofensivo soñador que jamás haya existido, metió una vez fuego a un bosque para ver, decía él, si el fuego prendía con tanta facilidad como se suele decir. En diez ocasiones el experimento falló; pero a la undécima, tuvo éxito.
         Otro encenderá un puro junto a un barril de pólvora, para ver, para saber, para tentar al destino, para obligarse a sí mismo a probar su energía, por puro juego, para conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho, porque no tiene nada mejor que hacer.
         Es una especie de energía que nace del aburrimiento y de la ensoñación; y aquellos en los que se manifiesta tan inopinadamente son, en general, como ya dije, los seres más indolentes y soñadores.
         Otro, tan tímido que baja los ojos incluso ante la mirada de otros hombres, hasta el punto de que ha de hacer acopio de toda su pobre voluntad para entrar en un café o pasar ante la taquilla de un teatro, donde los acomodadores le parecen investidos de la majestad de Minos, de Eaco y de Ramadanto, saltará bruscamente al cuello de un viejo que pasa a su lado y lo abrazará con entusiasmo ante el asombro de la gente.
         ¿Por qué? ¿Porque ... porque esa fisonomía le era irresistiblemente simpática? Puede ser; pero es más lógico pensar que ni él mismo sabe por qué.
         Yo mismo he sido víctima más de una vez de estas crisis y de estos arrebatos que nos autorizan a creer que unos demonios maliciosos se nos meten dentro y nos mandan hacer, sin que nos demos cuenta, sus más absurdas voluntades.
         Una mañana me había levantado desapacible, triste, cansado de no hacer nada, y empujado, me pareció, a hacer algo grande, un acto brillante; y abrí la ventana, ¡ay de mí!
         (Tened en cuenta, os ruego, que el espíritu de mistificación que, en algunas personas, no es el resultado de un esfuerzo o de una combinación, sino de una inspiración fortuita, participa mucho, aunque no sea nada más que por el ardor del deseo, de este humor, histérico según los médicos, satánico según quienes piensan algo mejor que los médicos, que nos empuja sin resistencia a muchos actos peligrosos o inconvenientes.)
         La primera persona que vi en la calle era un cristalero cuyo pregón penetrante, discordante, subió hasta mí a través de la pesada y sucia atmósfera parisina. Me resultaría imposible decir por qué a la vista de este pobre hombre fui presa de un odio tan repentino como despótico.
         «—¡Eh! ¡Eh!», y le gritaba que subiera. Mientras tanto pensaba, no sin cierto júbilo, que al estar la habitación en el sexto piso y ser la escalera muy estrecha, al hombre le costaría trabajo subir y mantener a salvo las esquinas de su frágil mercancía.
         Finalmente apareció: examiné con curiosidad todos los cristales y le dije: «¿Cómo? ¿No tiene usted cristales de colores? ¿Cristales rosas, rojos, azules, cristales mágicos, cristales de paraíso? ¡No tiene usted vergüenza! ¡Se atreve usted a andar por estos barrios pobres y ni siquiera tiene cristales que hagan ver la vida en bello! Y le empujé vivamente hacia la escalera, donde tropezó gruñendo.
         Me acerqué al balcón y cogí una maceta pequeña, y cuando el hombre reapareció tras la puerta, dejé caer perpendicularmente mi ingenio de guerra sobre la parte de atrás de sus ganchos; y el choque le hizo caer y acabó de romper bajo su espalda su pobre fortuna ambulante que hizo el ruido estridente de un palacio de cristal destrozado por el rayo.
         Y, embriagado de mi locura, le gritaba furiosamente: «¡La vida en bello! ¡La vida en bello!»

         Estas bromas nerviosas no carecen de peligro, y a menudo se pagan caras. Pero, ¡qué importa la eternidad de la condena a quien ha encontrado en un segundo lo infinito del goce.


sábado, 23 de abril de 2016

El hombre sin suerte

            Afirmaba Miguel de Unamuno que Alonso el bueno, Don Quijote, pese a su condición de personaje novelesco, gozaba de una existencia más real que la de su creador. En cierta forma, tenía razón. La vida del hombre histórico, Miguel de Cervantes Saavedra, queda desdibujada ante la presencia del héroe de la ficción, y sabemos más de la criatura que del padre que la engendró. En esto, como en tantos otros aspectos de su existencia, Cervantes fue un hombre desafortunado. En esa suma de infortunios hubo incluso quien lo relegó a la condición de burro que sonó la flauta por casualidad y no alcanzó a comprender la grandeza y universalidad de su personaje.
            ¡Pobre Cervantes! Su biografía está plagada de agujeros negros, de suposiciones más que de datos constatados, de sospechas y elucubraciones más que de verdades probadas.
            Desde la fecha de su nacimiento —¿un 29 de septiembre de 1547, día de San Miguel?— hasta la de su muerte —¿el 22 o el 23 de abril de 1616?—, la vida del escritor es un río Guadiana, desaparece bajo tierra en un punto y vuelve a aparecer leguas adelante, y no una, sino varias veces a lo largo de su recorrido. Un recorrido, por cierto, del que hasta hace cincuenta o sesenta años no se conocía a ciencia cierta donde se iniciaba, aunque hoy se tenga por seguro el lugar donde recibió las aguas bautismales, en la vieja Compluto, la universitaria Alcalá de Henares.
            La mayor parte de la vida a Cervantes se le fue en la errancia en busca de buena fortuna, siguiendo primero los pasos de su abuelo y de su padre, sangrador y cirujano, por Córdoba, Sevilla, Valladolid y Madrid; luego por tierras italianas y por las costas mediterráneas durante dos años hasta terminar cautivo cinco años en Argel, para volver de nuevo a su patria, inútil su mano izquierda, y dedicarse al cobro de impuestos por tierras andaluzas, hasta que finalmente se asienta en Madrid, donde terminan sus días. En medio, embargos de bienes familiares, estancias en la cárcel, pleitos y turbios asuntos de “las Cervantas”, las mujeres de su familia; el adiós a las armas, las vanas aspiraciones de hacer las Américas; el fracaso literario por su condición de semipoeta y por la imposibilidad de competir en el teatro con aquel Monstruo de la Naturaleza, con el príncipe de la escena de su tiempo, el gran Lope de Vega; y un matrimonio más de apariencia y de conveniencia que por amor. Todo un recorrido por el desengaño.
            Cervantes fue un hombre sin suerte en la vida. Incluso el éxito y el prestigio literario logrados con la publicación de la primera parte del Quijote se los amargó el dichoso Avellaneda. De tanta adversidad y desengaño, Cervantes extrajo la esencia del arte de vivir y de escribir, inventó la vida que no había vivido, e inventó la literatura moderna. Fue un hombre sin suerte, es verdad, y hasta el destino le negó en su última jugada una tumba discreta en que reposaran sus asendereados huesos, pero fue un escritor privilegiado, uno de los elegidos, pues no cabe mayor gloria a un escritor que la de seguir vivo en su obra después de cuatrocientos años.

            Y eso no se consigue por casualidad. Grande es don Quijote, ese personaje que todos somos y no somos, pero no olvidemos que antes vivió en Miguel de Cervantes Saavedra. Detrás del maravilloso hidalgo manchego hubo un hombre real, un individuo sin cuya vida desengañada y ejemplar se hace difícil comprender al personaje.