martes, 29 de noviembre de 2016

Escribir. Leer


Uno escribe con la esperanza de ser leído. Como el náufrago. Nunca he creído en los escritores onanistas. Es como si un carpintero se afanara en atiborrar su taller de muebles que no quiere que nadie utilice jamás. Diríamos que está loco. Pasado el arrebato de la búsqueda y encuentro de las palabras —que eso es la creación—, el escritor tiene ante sí algo que también pertenece a los demás y por eso desea ofrecérselo y que de alguna manera lo hagan suyo.

¿Y qué nos hace ser lectores? Nos acercamos a un libro con la íntima convicción de que tras su lectura seremos algo mejores: más sabios, menos ciegos, menos sordos. Más sensibles. Más nosotros. Más los otros.

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Variación sobre el amanecer. La flor de la noche ha cerrado sus pétalos y en las copas de los árboles va madurando el alba al paso de los madrugadores, que caminan ensimismados, con el último aleteo de los sueños entre los párpados.

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A Córdoba en el autobús de línea. Durante la madrugada se ha dejado caer la niebla y ahora solo se distingue lo más cercano: el verde de los sembrados, los bultos de las encinas, luces blancas y anaranjadas de enramadas y naves industriales junto a la carretera. Antes de llegar a Alcaracejos me sorprende la estampa de unos álamos que se recortan aislados y precisos entre la bruma: tienen la belleza de un haiku. Siento íntima, entrañada esta imagen: solo unas cuantas cosas, causas —mi familia, los amigos, la escritura—, a las que aferrarme; lo demás anda tras los límites imprecisos de ese finis terrae que se extiende más allá de la niebla.

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viernes, 25 de noviembre de 2016

viernes, 11 de noviembre de 2016

Diamonds in the mine


La tarde va cayendo majestuosa. Como en un rito sagrado. Desde la ventana veo pasar a la gente bien abrigada. Los pájaros ya se han recogido. Debe hacer frío ahí fuera. Unas nubecillas anaranjadas que avanzaban con parsimonia hacia el sur han quedado lívidas en unos minutos. La noche va abriéndose sobre las copas de los árboles mientras Leonard Cohen insiste en que ya no hay diamantes en la mina.
            Songs of Love and Hate. Canciones de amor y odio. Horas y horas escuchándolas. Dejándome envolver por aquella avalancha de voz grave y salmódica, que insistía en que algunos nunca alcanzarían la luna, o que dedicaba un hermoso poema a la pasión y al fuego que consumió a Juana de Arco. El comandante Cohen cantaba al amor y a los partisanos. O se reía de lo idiotas que podían llegar a ser los hombres poderosos, aquellos que encerraron a un hombre que quería gobernar el mundo, pero que se equivocaron y encerraron al que no era.
            Pero todo se acaba, chicos. No hurguéis más en el fondo del bote. Y, por favor, no seáis idiotas. Ya no hay diamantes en la mina. El sueño se acabó. Olvidad el cordero sagrado, el arca de Noé y el arca de la Alianza. La vida —mi vida— es más dura que todo eso. Olvidad la historia que nos quieren vender, porque ya no hay diamantes en la mina. Sólo busco una habitación donde hablar y hacer el amor. Solo busco una isla. Y morir a tu lado acunado por las olas. Eso es todo lo que quiero: tus ojos, tu boca, tu cuerpo. Y todas esas historias que me tienes prometido contarme en una isla del Mediterráneo.
            Igual que los libros y las fotografías, las canciones guardan muchas más historias de las que se cantan en ellas. Hay canciones que se abren de par en par en cada verso y nos dejan ante una paisaje de nuestro pasado. Hay matices de una voz, notas de un instrumento, vuelos de una melodía, que van directamente al corazón de la memoria. Y como si de una película se tratase, en la pantalla comienza el desfile de todo lo que nos fue amasando años atrás.

            Nuestra memoria también son canciones.