viernes, 24 de febrero de 2017

Seis breves


Aunque ficción, la literatura es vida en el sentido más puro: florecen pasiones, asistimos a derrotas y victorias, constatamos tristezas, errores y alegrías. La conciencia, los instintos, la sensibilidad, los triunfos y las frustraciones tienen la rienda suelta en los libros. En la vida real, con frecuencia nos dejamos embridar, callamos, y vivimos con nuestras orejeras. O con las de otros, y ya es grave la cosa. La literatura nos ofrece pureza e intensidad. La realidad, medias tintas e inconveniencias.

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No se sale el mismo tras la lectura del Quijote; algo cambia en nosotros después de Guerra y paz. La lectura de las grandes obras es una experiencia que nos transforma y nos nace, como diría Unamuno.

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Un escritor no tiene que inventar la lengua, sino crear con ella.

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Primero fue becqueriano. Luego, durante años, machadiano. También tuvo sus épocas lorquiana, miguelhernandiana, cernudiana, y hasta senegalesa, la más confusa de todas. Memorizó a fray Luis de León, tradujo a Horacio. Unos días se levantaba gongorino, otros, quevedesco. Y siempre tuvo presente  lo cervantino, lo ramoniano y lo juanramoniano.
El pobre autor no se lo explica: tan buenos maestros y tan mal poeta.

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Flavio, procura  olvidar cuanto antes las ofensas que te hacen. No puede ir uno acumulando rencores y enconos: eso es malgastar la vida, ir atravesados. Has de cultivar los buenos afectos; los malos, desenraizarlos y dejarlos que se pudran fuera. Como la cizaña.
            Para qué agriar la leche de nuestra cántara. La mala leche solo produce bilis, halitosis y flatulencias.

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            La lengua como encriptación y engaño: he ahí una forma del totalitarismo.

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lunes, 20 de febrero de 2017

XIV - El viejo saltimbanqui

      
    Por todas partes se exhibía, se derramaba, se solazaba el pueblo en fiesta. Era una de esas solemnidades que durante mucho tiempo esperan los saltimbanquis, los prestidigitadores, los domadores de animales y los vendedores ambulantes, para compensar las malas épocas del año.
       En esos días me parece que el pueblo lo olvida todo, el dolor y el trabajo; se vuelve un niño. Para los pequeños es un día de vacación, el horror a la escuela aplazado veinticuatro horas. Para los mayores es un armisticio con las potencias maléficas de la vida, un alto en la contienda y la lucha universales.
     Ni el hombre de mundo, ni el hombre ocupado en trabajos espirituales escapan con facilidad a la influencia de este jubileo popular. Absorben, sin quererlo, su parte de este ambiente de despreocupación. Por lo que a mí respecta, nunca dejo, como buen parisino, de pasar revista a todas y cada una de las casetas que se lucen en estas jornadas solemnes.
     La verdad es que se hacían una competencia formidable: chillaban, berreaban, aullaban. Era una mezcla de gritos, de detonaciones de cobre y estallidos de cohetes. Los payasos distorsionaban los rasgos de sus rostros curtidos, endurecidos por el viento, la lluvia y el sol; lanzaban, con el aplomo de los comediantes seguros de su efecto, bromas y chistes de una comicidad sólida y de peso como la de Molière. Los Hércules, orgullosos de la enormidad de sus miembros, sin frente y sin cráneo, como los orangutanes, se regodeaban majestuosamente bajos sus maillots, lavados la víspera para la ocasión. Las bailarinas, bellas como hadas o princesas, saltaban y hacían cabriolas a la luz de los faroles, que llenaban sus faldas de chispas.
   Todo era luz, polvo, gritos, alegría, tumulto; unos gastaban, otros ganaban, todos igualmente contentos. Los niños se colgaban de los faldones de sus madres para conseguir un bastón de caramelo, o subían a hombros de sus padres para ver mejor a un prestidigitador deslumbrante como un dios. Y por todas partes circulaba, dominando todos los olores, un olor a fritura que era como el incienso de la fiesta.
         Al final, a lo último de la hilera de casetas, como si, avergonzado, él mismo se hubiera exilado de todos aquellos esplendores, vi a un pobre saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, una ruina de hombre, apoyado en uno de los postes de su barraca, una casetucha más miserable que la del más embrutecido salvaje, en la que  dos cabos de vela lacrimosos y humeantes, alumbraban demasiado bien el desamparo.
       Por todas partes la alegría, el lucro y el desenfreno; por todas partes la certeza del pan  para el día siguiente; por todas partes la explosión frenética de la vitalidad. Aquí, la miseria absoluta, la miseria vestida, para colmo de horrores, con harapos cómicos, cuyo contraste lo había logrado más la necesidad que el arte. ¡El desgraciado no reía! No lloraba, no bailaba, no gesticulaba, no gritaba; no cantaba ninguna canción, ni alegre, ni triste, no pedía. Estaba mudo e inmóvil. Había renunciado, había abdicado. Su destino estaba cumplido.
       Pero qué mirada profunda, inolvidable, paseaba por la multitud y las luces, cuyas olas movedizas se detenían a unos pasos de su repulsiva miseria. Sentí mi garganta apretada por la mano terrible de la histeria, y me pareció que mis ojos estaban ofuscados por esas lágrimas rebeldes que no quieren caer.
      ¿Qué hacer? ¿Para qué preguntarle al infortunado qué curiosidad, qué maravilla iba a mostrar en aquellas tinieblas malolientes detrás de su cortina desgarrada? No me atrevía. Y aunque la razón de mi timidez os dé risa, confesaré que temía humillarlo. Finalmente, acabé de decidirme a dejarle cuando pasara unas monedas en una de aquellas tablas, esperando que adivinara mi intención, cuando un enorme reflujo de gente, causado por no sé qué alboroto, me arrastró lejos de él.
      Y al marcharme, obsesionado por aquella visión, intentaba analizar mi repentino dolor, y me dije: ¡Acabo de ver la imagen del viejo hombre de letras que ha sobrevivido a la generación de la que fue brillante animador; del viejo poeta sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por su miseria y por la ingratitud pública, y en la barraca en la que el mundo olvidadizo no quiere entrar!

Picasso, Acróbata y joven arlequín (1905), fragmento.

martes, 14 de febrero de 2017

Iῶτα (1)


En Dublín, de 2 a 3 de la tarde, encontramos a Stephen Dedalus, a John Eglinton, al poeta AE (George William Russell), y al señor Best, hablando sobre literatura en el despacho del “bibliotecario cuáquero”, que sale y entra en un par de ocasiones para atender a su trabajo. Estamos en pleno y ágil debate literario: del Wilhelm Meister, la novela de Goethe, se pasa a John Milton y El paraíso perdido, encontramos luego unos versos de una canción picante y un terceto sobre Satán, tras los cuales Eglinton plantea la cuestión central de todo el episodio: Shakespeare. Más tarde, irreverente, paródico, Buck Mulligan se suma a la conversación.
Stephen Dedalus, que ha empinado el codo y tiene su puntito de chispa —a  veces, a tramos, sus intervenciones, o su palabra interior, me resultan incomprensibles; no sé si culpa mía o si mérito de Joyce—, expone sus teorías sobre el dramaturgo inglés, entremezclando datos biográficos, constatados unos, inciertos y rumorosos otros, con conceptos teológicos y con las doctrinas de Tomás de Aquino. Me da la impresión de que en el mundo anglosajón, con Shakespeare ocurre lo mismo que con Cervantes en el hispánico. Si hay quien le niega a uno la talla intelectual para escribir el Quijote, achacándolo a una feliz casualidad, al otro se le cuestiona incluso que escribiera sus obras dramáticas; si al inglés lo acusan de pederastia, al español de ocultar su homosexualidad, o de incestuosa relación con su hermana; de Shakespeare, se duda que, visto su origen social, adquiriera la formación literaria e histórica que reflejan sus obras; de Cervantes se ha escrito sobre su condición de judío converso,  de erasmista…
¿Qué nos dice Stephen Dedalus sobre el cisne de Avon? El joven literato parte de una conexión entre vida y literatura: Shakespeare dejó rastro en sus obras de ciertas experiencias personales traumáticas. Por ejemplo, que fue seducido y obligado a casarse por Ann Hathaway —ella, que estaba embarazada, contaba 26 años; él, 18—, como puede comprobarse en el soneto Venus y Adonis: “Fue elegido, me parece. Si otros se salen con la suya, Ann hath a way, se las arregla. Qué demonios, ella tuvo la culpa. Ella le metió la sonda, dulce y de veintiséis años. La diosa de ojos grises que se inclina sobre el mozo Adonis, humillándose para conquistar, como prólogo a la hinchazón del acto, es una descarada moza de Stratford que revuelca en un trigal a un amante más joven que ella”. Que luego, mientras Shakespeare hace carrera en Londres, ella lo engaña con los hermanos del propio poeta, Gilbert, Edmund, Richard, que le inspiran a  tres “malvados sacudepanzas”, Iago, Richard Crooback y Edmund, de El rey Lear. Que el personaje de Hamlet está inspirado por Hamnet, uno de los hijos de Shakespeare, muerto con 11 años, y cuyo rastro también puede seguirse en Romeo y Julieta, Noche de Reyes, Julio César y Enrique IV. Que la madre de Hamlet, la reina adúltera Gertrud, es trasunto de la adúltera Ann Hathaway. Que finalmente hubo reconciliación —según se  representa en La tempestad y en El rey Lear gracias a una nieta, idealizada en la Marina de Pericles, en la Miranda de La tempestad, y en la Perdita del Cuento de invierno. Y que pese al arreglo conyugal, el poeta nunca olvidó la conducta de su esposa, como lo prueba el hecho de que en su testamento Shakespeare le deja, no la primera, sino “la segunda mejor cama”. Por otro lado, Hamlet encarna también el conflicto padre-hijo. Más que con Hamlet hijo, a Shakespeare hay que identificarlo con el espectro del rey Hamlet, asesinado por su hermano Claudio con el beneplácito de su cuñada, la reina Gertrud, con la que mantenía relación adulterina. Shakespeare es un padre sin hijo y al mismo tiempo es padre de toda una multitud de criaturas literarias. Estas son, en resumidas cuentas, las consideraciones shakesperianas de Stephen Dedalus.
¿Y Leopold Bloom? ¿Recordáis que lo habíamos dejado en el museo, contemplando las estatuas clásicas? Allí lo ha visto Buck Mulligan, según dice cuando llega a la Biblioteca Nacional y mete su baza irrespetuosa en la conversación que mantienen sus amigos. Hacia la mitad del episodio, un auxiliar explica al bibliotecario cuáquero que un señor —Bloom no dice una sola palabra— quiere mirar la colección del año pasado del periódico Kilkenny People. Al final del episodio, Stephen Dedalus, Buck Mulligan y Leopold Bloom —tampoco oímos su voz en esta ocasión— coinciden en la salida de la Biblioteca. Mientras Bloom los adelanta y desaparece camino de sus asuntos, Stephen contempla como un augur el panorama ante sí y recuerda unos versos de Cimbelino:
“Un aire benévolo definía los ángulos de las casas en la calle Kildare. Nada de pájaros. Frágiles, desde lo alto de las casas, dos penachos de humo subían, despenachándose, y eran barridos suavemente en un soplo de suavidad.
Cesa de esforzarte. Paz de los sacerdotes druídicos de Cimbelino, hierofánticos: desde la ancha tierra un altar.

Loemos a los dioses
y que nuestros humos en volutas suban hasta sus narices
desde nuestros sagrados altares.”


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viernes, 10 de febrero de 2017

Escrituras del yo




      Lo importante en un diario no es el amanuense, sino la sensación de verdad y vida que transmita.


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     Un diario es en gran parte el testimonio de lo que ocurre fuera de quien lo escribe. Digamos que el diarista es el biógrafo de sus alrededores.


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     Los diarios no dejan de ser novelas; tienen todos los elementos de la narración. Sólo hay un pacto inexcusable: el de la sinceridad. Mentir en un diario, crear un falso yo, es una idiotez y un sobreesfuerzo excusable. Ya es trabajo bastante ir componiendo el día a día como para andar con filigraneo y que resulte un yo refulgente como el propio sol, pero falso.


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     Un diario no ha de inventar la realidad. Basta que la refleje tal como es. Como va siendo.


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     La frescura de un diario está en la naturalidad, en la espontaneidad con que se va de un asunto a otro y de lo sublime a lo más pedestre y cotidiano. A los diarios les va el impulso momentáneo, la súbita impresión, la pronta conversión de la vida en literatura. El diario, fresco, del día, como el pan y el pescado.

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     El diario es un género proteico: el transformismo está en su naturaleza: refleja el ser cambiante que uno es. La heterogeneidad del ser, de la cosa en sí, del ser que uno es. Que va siendo.

lunes, 6 de febrero de 2017

XIII - Las viudas


         Vauvenargues dice que en los jardines públicos hay paseos frecuentados principalmente por la ambición decepcionada, por los inventores desafortunados, por las glorias abortadas, por los corazones rotos, por todas esas almas turbulentas y cerradas en las que aún rugen los últimos suspiros de una tormenta, que se esconden lejos de la mirada insolente de los satisfechos y de los ociosos. En esos rincones umbríos se citan los lisiados por la vida.


Edvard Munch, Neige fraîche sur l'avenue (1906)

           El poeta y el filósofo gustan dirigir sus ávidas conjeturas principalmente a estos lugares. Hay en ellos pasto seguro. Porque si desdeñan visitar un lugar, como insinuaba antes, ese lugar es la alegría de los ricos. Esta turbulencia en el vacío no tiene nada que les atraiga, al contrario, se sienten irremediablemente arrastrados hacia lo débil, lo ruinoso, lo triste, lo huérfano.
         Un ojo experto nunca se engaña. En esas facciones rígidas o abatidas, en esos ojos hundidos y empañados, o brillantes por los últimos destellos de la lucha, en esas arrugas profundas y abundantes, en esos andares tan lentos o tan bruscos, descifra enseguida las innumerables leyendas del amor engañado, del sacrificio ignorado, del esfuerzo no recompensado, del hambre y de la sed humilde y silenciosamente soportadas.
         ¿Habéis visto alguna vez a viudas en estos bancos solitarios, a viudas pobres? Vayan de luto o no, es fácil reconocerlas. Además, hay siempre en el luto del pobre algo que falta, una ausencia de armonía que lo hace más doloroso. El pobre se ve obligado a escatimar su dolor. El rico lo lleva al completo.
         ¿Qué viuda es la más triste y la que más entristece, la que lleva de la mano a un niño con el que no puede compartir sus ensueños, o la que está completamente sola? No sé … Una vez llegué a seguir durante horas a una de estas viejas afligidas; tiesa, erguida, con un pequeño chal desgastado, llevaba en todo su ser una altivez estoica.
         Estaba evidentemente  condenada, por una absoluta soledad, a las costumbres de un solterón, y el carácter masculino de estas costumbres añadía una pizca de misterio a su austeridad. No sé en qué miserable café ni de qué manera comió. La seguí hasta una sala de lectura y la espié largo rato mientras ella buscaba en los periódicos,  con ojos activos, antes quemados por las lágrimas, noticias de interés poderoso y personal.
         Al fin, por la tarde, bajo un cielo de otoño encantador, uno de esos cielos de los que bajan en tropel penas y recuerdos, se sentó aparte en un jardín para escuchar, lejos del gentío, uno de esos conciertos con que la música de los regimientos gratifica al pueblo parisino.
         Ese era, sin duda, el pequeño dispendio de esta vieja inocente (o de esta vieja purificada), el consuelo bien ganado de uno de esos pesados días sin amigo, sin charla, sin alegría, sin confidente, que Dios dejaba caer sobre ella, desde hace años quizá, trescientos sesenta y cinco veces al año.
         Otra más:
         Nunca he podido evitar echar una mirada, si no universalmente simpática, al menos curiosa, a la multitud de parias que se congrega en torno al recinto de un concierto público. La orquesta lanza a través de la noche cantos de fiesta, de triunfo, de placer. Los vestidos arrastran brillando; las miradas se cruzan; los ociosos, cansados de no tener que hacer nada, se contonean indolentes fingiendo disfrutar de la música. Nada aquí que no sea de ricos, de personas felices, nada que no respire o inspire la despreocupación y el placer de dejarse vivir, nada, salvo el aspecto de esa turba que se apoya, allí abajo, en la valla exterior, atrapando gratis, a merced del viento, un jirón de música y mirando la resplandeciente hoguera interior.
         Era una mujer alta, majestuosa, y tan noble en todo su porte, que no recuerdo haber visto otra igual en las colecciones de las aristocráticas bellezas del pasado. Un perfume de altiva virtud emanaba de toda su persona. Su rostro, triste y demacrado, estaba en perfecta consonancia con el riguroso luto que vestía. Ella también, como la plebe con la que se había mezclado, sin verla,  miraba el mundo luminoso con unos ojos profundos, y escuchaba meciendo suavemente la cabeza.
         ¡Singular visión! «Con toda seguridad, me dije, esa pobreza, si hay pobreza, no debe admitir una economía sórdida; me lo dice un rostro tan noble. ¿Por qué permanece entonces voluntariamente en un ambiente en el que resulta una mancha tan llamativa?
         Al pasar curioso cerca de ella creí adivinar la razón. La viuda llevaba de la mano a un niño, como ella, vestido de negro; por módico que fuese el precio de la entrada, ese precio bastaba quizá para pagar una necesidad de la criatura; o mejor aún, algo superfluo, un juguete.
         Y ella volverá andando a casa, meditando y soñadora, sola, siempre sola, pues el niño es un torbellino, egoísta, sin dulzura y sin paciencia, y no puede, como puro animal, como el perro y el gato, servir de confidente a los dolores solitarios.



sábado, 4 de febrero de 2017

¿Qué leer?


Doble invitación para estos días invernales.





viernes, 3 de febrero de 2017

6 aforismos 6

  
    Sencillez y hondura: por ahí anda la poesía.

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      Los versos han de reposar en la oscuridad del cajón durante una temporada. Al cabo de esa estancia sabremos si tienen el cuerpo y aroma deseados, o si por el contrario hay que escupirlos como un vinazo agriado.

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      La literatura no existe sin lector. Hasta que no se abre el libro no  comienza la literatura.

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      Si el lector no hace suyo el texto, falla la literatura. En otras palabras: si lo escrito no se hace vida en el lector, mal asunto.

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      Saber el momento de aligerar la historia y el de entretenerse en detalles. Evitar el exceso por lo más y por lo menos. Si lo primero, porque la sobreabundancia empacha o produce indigestión. Si lo segundo, porque un celo excesivo en el silencio, un callar más de lo debido, no convienen al buen escritor.
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      Asumir riesgos en cada página, sino, ¿para qué se escribe?

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