viernes, 28 de julio de 2017

Verano del 63



La playa de Córdoba

            En la primavera del 63 —recuerdo a mi padre preparando embalajes con listones de madera para los espejos del armario y de la coqueta, para el tablero de nogal de la mesa del comedor, para el cabecero de la cama de matrimonio— regresamos de Esparragal a Córdoba y nos fuimos a vivir a la calle Altillo, en el Campo de la Verdad, a los pabellones militares, así los llamaban. Una colmena. Una ciudad en tres galerías: trabajadores de la Electro Mecánicas, viudas de militares, camareros, representantes de joyería, un fotógrafo ambulante, un profesor del conservatorio, suboficiales del ejército y de la guardia civil, empleados de ferrocarriles, oficinistas y agentes de seguros, mutilados de guerra, pintores, policías municipales, mujeres que cosían y tricotaban para la calle, mecánicos y electricistas, empleados de imprenta, niños y niñas jugando en las galerías, en el gran patio interior de los pabellones, en la explanada junto a la avenida de Cádiz.
            El piso era de mi abuela paterna, Sebastiana, que después de enviudar pasaba las temporadas con su hija, en Cañero, o con su hijo Rafael en la casa-academia de Fernando Colón. Nunca con nosotros. Ese verano la abuela estaba en Cañero, con Pepita, el tío Juan y la prima Aurori, en una casa de la calle Pintor Muñoz Lucena, a la entrada del barrio. Casi todos los domingos íbamos —alguna vez a pie, casi siempre en autobús— a comer con ellos.
            Descubrí la playa de Córdoba un domingo de verano a mediodía, desde el Pío. El autobús cruzaba el puente romano, subía hasta Las Tendillas y bajaba luego por la calle de la Feria hasta la Cruz del Rastro, donde giraba a la izquierda para continuar la Ronda de Isasa en busca del barrio de Cañero. Entonces la descubrí. Con la sorpresa en los ojos miré a mi madre preguntándole, porque nunca había visto una playa, ni a tanta gente tomando el sol y bañándose junta. Con la vaga promesa de ir algún día, dejamos atrás el molino de Martos y perdí de vista para siempre la playa de Córdoba.
Hace unos días, una amiga me envió la imagen que ilustra esta entrada, una vista de la «playa de Córdoba», que hubo algunos años junto al molino de Martos, en la curva que hacía al río a la altura del estadio del Arcángel. Me preguntaba esta amiga si yo me había bañado alguna vez en esa playa. Le contesté que no, que los del Campo de la Verdad lo hacíamos en esta orilla del río, pasado el puente romano, en el molino de San Antonio. Y de los cajones remotos de la memoria salió nítido el recuerdo del último baño en aquel lugar.

La película de la vida

Tienes siete años. Es mediodía de un domingo de verano. Por alguna razón, no vais a Cañero a comer con la abuela Sebastiana, así que tampoco chapotearás con la prima Aurori en la piscina de plástico que los tíos han colocado en el patio de la casa. Quizá para compensarte, consienten tus padres que bajes a bañarte al río. Vas con el vecino de galería, Santiago, y con sus dos hijas, Isabeli y Manoli. Bajáis la rampa, cruzáis el molino de San Antonio, y por el dique de piedras llegáis al molino de Enmedio, donde hay ya mucha gente dentro del agua. Te quitas la camiseta y te metes decidido en el agua. Al tercer paso pierdes pie y te hundes. Esperas salir a la superficie ayudándote de los brazos y las piernas. Pero fuera del agua solo asoman tus ojos abiertos y sorprendidos. El rumor del río. El bullicio en sordina de los bañistas. Te hundes otra vez. Palmoteas y das patadas al agua. No consigues sacar la nariz ni la boca. De nuevo las voces deformadas por el agua. No consigues salir del maldito hoyo. Los pies no tocan fondo, así que no te puedes impulsar. Te das cuenta de lo que ocurre. El agua verdosa, turbia. Tienes miedo. Oirás hablar de ella con los años, pero en esos momentos viste la película de tu vida: a ti mismo volando feliz en un triciclo por las calles empedradas de Esparragal, a tu amigo Serrano que va a buscarte a casa, almendros en flor y la parva en las eras, a tu madre cosiendo junto a la ventana mientras escucha un serial de la radio, a tu hermana con el traje de comunión, a tu padre el día que se compró la vespa azul, un canasto lleno de cerezas, patos en la acequia de Zagrilla, tu rostro serio en un primer plano, como en el cine. En segundos. Así es ahogarse. Sabes lo que te está ocurriendo. Así de traicionero es el río, con remolinos que te succionan, con raíces que se te enredan en los pies y tiran hacia abajo, con pozas inesperadas como la que te está tragando. Braceas. No logras agarrarte a nadie. Sólo subes y bajas en el agua. Tienes miedo y tratas de gritar. Tragas agua. No aguantarás la próxima zambullida, abrirás otra vez la boca y … Unas manos te cogen por las axilas, te sacan del agua, te llevan a la orilla y te tumban sobre las piedras. Expulsas una bocanada de agua. Recobras poco a poco la respiración y encuentras el rostro sonriente de Santiago. Nunca olvidarás aquella película.

jueves, 27 de julio de 2017

domingo, 23 de julio de 2017

viernes, 21 de julio de 2017

Turismo literario (6)


                            Y deshojada por los aires sube
                            la dulce flor de la esperanza mía.


Durante varios años fui pasando de uno a otro de mis cuadernos estos dos versos, cuyo autor no tuve la precaución de anotar. Aquellos endecasílabos eran yo, hablaban de mí, describían como no lo hacían mis versos desmañados —desmayados, hambrientos de ritmo y de verdad —, mi estado de ánimo entre los 23 y los 26: la mili y sus paranoias, el paro, vivir con los padres, perdido el contacto con los viejos amigos y con los compañeros de la facultad, refugiado en los amiguetes del barrio (Nino, Rafalín, Antón, José Mari; la Corredera, los patios de San Francisco, el Potro, la plazuela del museo), en días erráticos  —cervezas, cubatas, canutos— de conciertos, de viajes (Madrid, Sevilla, Lisboa, Cádiz) y fiestas improvisadas con vistas a lisérgicos amaneceres y amores fugaces, de lecturas intensas, dispersas en mil direcciones (Cernuda, Ricardo Molina, Juan Goytisolo, Neruda, Cavafis, Voltaire, Eugenio de Andrade, Pessoa, Petrarca, Unamuno, Baroja, García Lorca), hijo desencantado de las circunstancias —de la transición—, un joven algo pasota, en plena búsqueda, un solitario —aunque entre gente la mayor parte de las horas—, un muchacho taciturno, un romántico que esperaba encontrar un día —una mañana azul de otoño, una tarde con lluvia de abril, una madrugada de verano con rumor de olas— el amor que confortara su pecho, los ojos en que abismarse enamorado, la mano que entrelazar para salir al mundo y disfrutarlo a pecho descubierto. Pero pasaban los meses, los años, y naranjas de la China: deshojada por los aires subía la dulce flor de la esperanza mía.
La media naranja no apareció, pero sí el autor de los endecasílabos. La casualidad quiso que antes de deshacerme de un ejemplar de la colección Austral completamente descuajaringado, volviese a leerlo. Y allí encontré el soneto que comienza Fresca, lozana, pura y olorosa, y acaba con los versos en cuestión. El libro llevaba doble título: Poesías líricas. El estudiante de Salamanca. Su autor, el más romántico de nuestros románticos, José de Espronceda, ante cuya tumba nos encontrábamos aquella mañana de junio.
En la jardinera para las flores, no había ninguna, ni seca, ni plástica, pero sí un papel en rollo, atado con una cinta roja, en el que una mano anónima había copiado el comienzo del canto I de El diablo mundo —“En una mesa de pintado pino / melancólica luz lanza un quinqué … ”—, la obra más compleja y ambiciosa de este exaltado poeta, a quien al cabo de los años agradecí de corazón aquellos dos versos que todavía copio de vez en cuando en un papel, cuando trabajo en mi habitación y guarda silencio la musa y recuerdo —con más ironía que melancolía—, mis años mozos.
Antes de despedirnos de aquellos hombres ilustres, revolotearon en el cielo azul de la mañana unos versos del hermosísimo «Canto a Teresa»:
¿Dónde volaron, ¡ay! aquellas horas
de juventud, de amor y de ventura,
regaladas de músicas sonoras,
adornadas de luz y de hermosura?



jueves, 20 de julio de 2017

viernes, 14 de julio de 2017

Turismo literario (5)



Cuando vivía en Córdoba, visitaba con frecuencia las librerías de viejo y encontraba de vez en cuando algún tesorillo, como este del que hablaré hoy. Un golpe de suerte. Fue en la librería del soportal largo de la plaza de la Corredera. Curioseando en uno de los tableros que había en el soportal, entresaqué un pesado tocho en folio, le miré el lomo, lo abrí al azar, ojeé una página, lo cerré como si no me interesara y se lo tendí con las dos manos al librero para que lo tasara:
—Bah, a este escritor no lo conoce nadie. Dame veinte duros y es tuyo.
El libro lleva más de treinta años en mi biblioteca. De vez en cuando lo bajo del estante alto en que está y me entretengo leyendo unas páginas o simplemente mirando las ilustraciones, como he hecho en los días de atrás para ambientar esta suite sobre el turismo de cementerio. El libro en cuestión es el de las Obras completas de don Mariano José de Larra, publicado en Barcelona por Montaner y Simón, Editores, en 1856, con prólogo de C. Cortés e ilustraciones de José Luis Pellicer. Aunque poco manejable por su tamaño y peso, es un gusto leer en él y mirar los dibujos a plumilla.
Liberal, afrancesado, crítico con los malos usos y costumbres de sus paisanos, independiente y mordaz, Larra fue la conciencia del país. Como El duende satírico del día primero, después como El pobrecito hablador, luego en La revista española, en El español, y finalmente en El Mundo y el Redactor General, sus artículos costumbristas, políticos y de crítica literaria, lo convirtieron en referente inequívoco de la progresía, adalid de la renovación y modernización espiritual y material de la España de su tiempo. Ese fue precisamente el hilo de conexión con la Generación del 98, que trató de hacer lo mismo: regenerar espiritualmente la sociedad española e integrarla en la modernidad. A Larra, antes que a Unamuno, le dolía España: el absolutismo, el carlismo, la desaparecida libertad de imprenta, la mala literatura, la indolencia de los empleados públicos, la incultura y el embrutecimiento del vulgo, la fallida desamortización de Mendizábal, las leyes electorales, los enjuagues, chanchullos y corruptelas del sistema, los olvidados derechos del pueblo.
Larra fue un romántico sui generis, conjunción del pensamiento ilustrado de la centuria anterior y del liberalismo del XIX, y su carácter se define por contradictorias dualidades: espíritu aristócrático y defensor de la democracia, pasional y analítico, vehemente y calculador, alejado de las ensoñaciones y utopías románticas, pero con la esperanza de una España más justa y más libre.
¿Fue su vida sentimental —casado a los 20 años, mal y pronto, con Josefina Wetoret; separado a los cuatro años; los tres hijos del matrimonio viven con los abuelos paternos; relación con una mujer casada, Dolores Armijo, que decide romper definitivamente con el escritor— la que puso a Larra frente a un espejo de su casa para pegarse un tiro en la cabeza en la tarde del 13 de febrero de 1837? Objetivamente, parece una causa, pero quién sabe lo que bulle en la mente de un suicida. Visto así, Larra sería otro daño colateral del Werther de Goethe. Puede que la causa estuviera también en la situación a la que el propio escritor había llegado, al presentarse y ser elegido diputado por la provincia de Ávila, hecho que sus seguidores y oponentes políticos le afearon por considerar que se había pasado al enemigo, al gobierno al que combatía con sus artículos. Puede, en fin, que se tratara del llamado mal du siécle, del choque entre realidad y deseo, del desencanto profundo entre la vida tal como la imaginamos, y la vida tal como la encontramos y hemos de vivirla.
Ramón Gómez de la Serna tiene otra explicación del suicidio de Larra: “Hay un aguante limitado para todo escritor sensato. Si en vez de esos cincuenta artículos que escribió en su malograda juventud, hubiera publicado los centenares que se podían esperar de él, se le hubiera vuelto el público y tal vez la posteridad. ¡Qué duda cabe!
Aunque hubieran sido mejores que los otros y no hubiera habido nadie que los sobrepujara después. Hubieran sido demasiados. Por eso se sintió limitado y dio por acabada su obra y se mató.”
¿Qué hacen en la misma tumba un romántico pesimista y suicida, y un vanguardista alegre y luchador? ¿No son sus literaturas antípoda una de la otra? ¿Llevan bien la convivencia, o son matrimonio mal avenido y aprovechan lo más nimio para entrar en disputa? Creo que comparten algo central en su creación: el espacio literario: ambos son Madrid. Buena parte de los artículos de Larra y de los textos ramonianos están inspirados directamente por la capital. No tan cosmopolita e internacional como Lisboa, Londres o París, la provinciana Madrid es el centro del universo creativo de ambos escritores, que reflejan una ciudad viva en su trajinar cotidiano, aunque con cien años de diferencia. Comparten también el espíritu de rebeldía, el inconformismo con la estética literaria que se encontraron, el romántico afán de unir Vida y Literatura, nutriendo su literatura con su vida, alimentando su vida con literatura. 
Además de los trampantojos conmemorativos con los textos ramonianos, en la estrecha jardinera para depositar flores encontramos la figura de una bailarina moldeada en calamina, anónimo homenaje, sin duda, al gusto de Ramón Gómez de la Serna por los bibelots; había también un papelito poco más grande que un sello, hecho mil dobleces en el que un tal David (39 años) había dejado su greguería, y, finalmente, un papel enrollado a modo de pergamino en el que aparece el fragmento de un artículo de José Zorrilla sobre el poeta —imaginario— Pablo Guido.

 ***
 (Texto original de José Zorrilla, publicado en el mensual No me olvides, 25 agosto 1836)


Un poeta no sería poeta, si primero no se fanatizara, y poco después para en la más completa locura. Un poeta, dice Pablo-Guido, pudiera medrar en el mundo social por su talento y llegar a ser un hombre bien acomodado, y vivir con tranquilidad; sin embargo sin sufrimientos, sin calaveradas, sin estravagancia no hay poetas. Una buena habitación, un bolsillo provisto de monedas, y un juicio cabal son los antípodas de un poeta. A pesar de esto, no hay un  cráneo de poeta, más poeta que el de Pablo-Guido. La fortuna le había quitado padres, riqueza, y cuanto podía darle algún oropel con que presentarse a los ojos del mundo, cuando le tocase la vez de representar en él un hombre. Dejóle cuatro hermanos menores que él, a quien no podía en manera alguna ayudar; en una palabra, a los quince años era un padre de familias, agobiado con todos sus cuidados, y destituido de todos sus recursos -era un hombre que ha caído en una laguna y enredados en el cieno los pies, tiene delante el agua que va a tragarle pocos momentos después. Pablo-Guido quiso meditar en su situación como un hombre, pero su corazón, que había sido formado para “algo”, le ayudó demasiado, y he aquí el momento en que empezó a delirar. Indolente por naturaleza, determinó no pensar más en su triste posición, para salir a cabo de ella. Se dedicó pues a la literatura para distraer la imaginación; halagóle la poesía; hizo unos malos versos, hízolos después buenos, sintió en el alma la suficiente energía para ser poeta, y fue poeta.










sábado, 8 de julio de 2017

jueves, 6 de julio de 2017

lunes, 3 de julio de 2017

Turismo literario (4)



             El pobre Ramón solo pudo regresar definitivamente a Madrid en ataúd. A finales de noviembre de 1962, el diario La Vanguardia había publicado en primera página cuatro fotografías estremecedoras del escritor con 74 años —el rostro irreconocible, descarnado, apenas la piel arrugada, exangüe, sobre los huesos, la nariz afilada y los ojos extrañamente abiertos, perdida la vivacidad—, que presagiaban la inminencia de lo peor.
            Ramón Gómez de la Serna murió en su domicilio porteño de la calle Hipólito Irigoyen a las once de la noche del 12 de enero de 1963. Mientras las autoridades españolas y argentinas gestionaban el traslado, sus restos permanecieron, tras breve paso por el Instituto Español de Cultura, en una sala del cementerio de La Recoleta.
            Los restos del escritor llegaron al aeropuerto de Barajas el 23 de enero, a las 8,40 horas, con 20 minutos de adelanto, en un féretro de caoba con guarniciones de plata, en la bodega de un Douglas DC-8 de Iberia. A pie de pista, el primer teniente de alcalde de Madrid, el embajador español en la capital del Plata, los hermanos del finado, Julio y Javier Gómez de la Serna, otros parientes, escritores, periodistas y fotógrafos. En una comitiva abierta por motoristas municipales, el furgón con el féretro entró a las 9,30 de la mañana a la plaza de la Villa, en cuyos balcones lucían tapices con crespones negros y ondeaba a media asta la enseña nacional. En el Patio de Cristales del Ayuntamiento, presidido por un gran crucifijo y ornado con paños, rodeado el ataúd por cuatro candelabros, cuatro ujieres, cuatro municipales en uniforme de media gala y numerosas coronas —municipales, diplomáticas, circenses, periodísticas, literarias, editoriales— desfilaron ante el cuerpo presente autoridades nacionales y municipales, gentes de la literatura, del periodismo y madrileños anónimos.
            El entierro comenzó a las cinco de la tarde. Desde la plaza de la Villa, el cortejo enfiló la calle Mayor y siguió por la Cuesta de la Vega hasta la catedral de la Almudena. Tras los oficios y el pésame,  una larga comitiva de automóviles se dirigió al Puente de Segovia, continuó por el Paseo del Marqués de Monistrol, alcanzó la Avenida del Manzanares, luego la calle San Ambrosio y subió finalmente hasta la Sacramental de San Justo. Tras un responso en la capilla, el féretro es portado a hombros por varios escritores que se turnan —Edgard Neville, Alfredo Marqueríe, Tomás Borrás, Félix Ros, Federico Carlos Sainz de Robles, Antonio de Obregón, José Sanz y Díaz— hasta este mismo lugar, el patio de Santa Engracia, en que nos encontramos esta mañana azul de junio. Qué hubiera escrito Gómez de la Serna ante tan serio y riguroso ceremonial.
            El creador de la greguería fue un escritor raro, excéntrico, total. Raro por inclasificable. Excéntrico porque era la vanguardia pero repelía los ismos, no era futurista, ni cubista, ni dadaísta, ni ultraísta, ni surrealista, siéndolo todo a la vez; modernidad pura, atrevimiento. Y total, porque escribir era respirar, porque en lugar de glóbulos rojos por su sangre corrían palabras.
            Era, sobre todo, un escritor sobre la cotidianeidad, sobre los objetos y sobre los sucesos más al alcance de nuestra vista, de nuestras manos, de nuestra vida de todos los días. Sólo que tenía el don de la palabra, de la imaginación, de la fertilidad, y concebía la literatura —la vida—, como un circo para disfrute del artista y del espectador. Gómez de la Serna es el mago que saca greguerías de su chistera. El clown, el Augusto, el prestidigitador —aquí la jirafa, aquí la metáfora— de la literatura de su tiempo. Domador de ideas y de palabras, funambulista, trapecista sin red, volatinero genial, que penetraba en el ser de las cosas dándonos perspectivas inusitadas.
           El folio impreso en ocho minipáginas del que hablamos más arriba no era, oh magia ramoniana, el único. Alrededor de la tumba, entre restos de gladiolos secos y flores de plástico, encontramos dos papelitos más, que Luis se entretuvo en proteger con un trozo de film transparente que llevaba en su mochila de paseo. Los textos, como el primero, no tienen desperdicio. Aquí van:

***


Ramón lucubra la muerte … mientras, desde el muro de la Sacramental, mira, absorto, el Manzanares …

            Morir es no saber qué hacer con uno mismo, dónde esconderse.
            Si nos evaporásemos, el concepto de la muerte no sería tan abrumador.
            ¡Qué larga letanía de cosas es la muerte!
            El despojo mortal es el que compromete la idea de morir.
            Si no, sería canto en árbol lejano, escapado sin saber dónde, grillo mudo buscando salida por agujero remoto, muerte de la prensa del mundo en un suscriptor, inutilidad de trompetas, timo de enterradores, líquenes sobre piedra, violines de huesos, confusión de muletas, trastorno de ojos, gritos deshinchados, préstamo sin devolución, gesto incurable, unificación y borradura de los retratos, camisa almidonada sin dueño, billete sin vuelta, trasto sin buhardilla, secuestro sin devolución, sorpresa demasiado avisada, desidia de marfiles, ahorro de cumplidos, túmulo de ilusionista, exequias de vanidad.
            Morir es no haber muerto ni haber vivido, caer en planeta planetario, fecundar minerales, huir en ríos, matar sastres, dormir sin palpitar, anidar en los demás hasta que mueran, volar sin alas, no habernos conocido nunca.
            ¡Qué larga letanía de cosas es la muerte!
            Prefiero acabarla y seguir muriendo.
            Es preferible morir y ahorrarnos lucubraciones.
            (Edición única y no venal para ser leída en la Sacramental de San Justo de Madrid el 25 de marzo de 2017 en el homenaje a Mariano José de Larra, insigne escritor, valiente ser humano y compañero de eternidad de Ramón Gómez de la Serna.)

***













Diálogo de Ramón (consigo mismo) al pie de su estatua.

            Ramón, la sensación ahora es bien clara, acabo de nacer y acabo de morir.
            Con esa idea por segundero todo me será leve y sutil.
            Todo me es ya inexistente.
            Ramón, acabo de morir y acabo de nacer.
            Ramón, acabo de nacer y acabo de morir.
            Ramón, ¿y las ideas trascendentales? ¿y las palabras supremas? … ¿Y las frases históricas?
            Ramón, acabo de morir y acabo de nacer.
            Ramón, acabo de nacer y acabo de morir.
            Ramón, un día va a llegar en que solo tendremos silvestres monosílabos o quizá solo las cinco vocales y entonces dejemos de ser artificiosos y así podamos ser más del viento, del cielo y de las aguas y así entremos mejor en la composición de todo color y toda naturalidad.
            Ramón, a … e … i … o … u
            Ramón, ¿qué fue de toda literatura, de todo odio, de todo amor y toda entelequia?
            ¿Qué se querrá que yo diga?
            Ramón, yo no sé, acabo de morir y acabo de nacer y nada me he dicho de todo eso, de lo otro y de lo esotro.
Ramón, ya nada nos decimos.
Ooooo.

            Estamos abiertos en fuente y en flor y en viento sobre la noche.

sábado, 1 de julio de 2017

Turismo literario (3)


     Cuenta Andrés Trapiello (Las armas y las letras, 1994, p. 99) que Ramón Gómez de la Serna decidió irse de España, recién iniciada la guerra civil, el día que vio pasar frente a la terraza del Lyon d’Or, en Madrid, al poeta y bohemio Pedro Luis de Gálvez con mono azul, dos pistolas al cinto y fusil al hombro.
El 29 de agosto, Gómez de la Serna y su compañera, Luisa Sofovich, tomaron un tren hasta Alicante, allí encontraron pasaje en un barco italiano que los dejó en Marsella, desde donde cruzaron en tren hasta Burdeos para embarcarse finalmente en el Bell’Isle rumbo a Buenos Aires.
Los primeros años en la capital argentina fueron difíciles. Gómez de la Serna escribía a diario, recopilaba novelas cortas para publicar, completaba ensayos y redactaba solapas para libros, daba conferencias, enviaba artículos a periódicos de acá y de allá, pero sin la ayuda económica del Oliverio Girondo, las circunstancias habrían sido aún más duras. A partir de 1944 la subsistencia queda más o menos resuelta, cuando Gómez de la Serna acepta escribir para el diario falangista  Arriba, lo que le valió el descrédito entre los exiliados. Desde entonces, el gran Ramón se pierde en sus íntimos laberintos y se convierte en un hombre solitario e introvertido. Su prestigio político logra la cota más baja en la primavera de 1949, cuando viaja a España con la intención de tantear las posibilidades de un regreso definitivo.
La pareja desembarca en el puerto de Bilbao en la tarde del 22 de abril y es recibida por una delegación oficial: su amigo Pedro Rocamora Valls, Director General de Propaganda, el gobernador civil, el jefe provincial del Movimiento y otras autoridades. El escritor declara a la prensa que su intención es pasar uno o dos meses en España y volver definitivamente en uno o dos años. Tras unas palabras dedicadas a Juan Domingo Perón —“ha mermado a los pocos privilegiados en favor de los muchos que estaban tratados miserablemente”—, se refirió a España: “Mi admiración, sobre todo, es para los que han luchado de verdad y han salvado a la España suprema: el Caudillo y aquellos a los que acaudilló. Siento el encanto de volver a la Nación devuelta a sus esencias por Franco.” Al día siguiente, a mediodía, se celebra la recepción oficial en el salón árabe del ayuntamiento bilbaíno.
El día 25 la pareja ya está en Madrid, alojada en el hotel Ritz a costa de la municipalidad. El 26 de abril, a última hora de la tarde, el ayuntamiento madrileño descubre una placa en la casa donde nació el escritor (Guillermo Rolland, 7), la misma donde murió el romántico Martínez de la Rosa. La placa, declaró Tomás Borrás en su discurso, no era de despedida, sino una tarjeta de visita que mostraba el agradecimiento y la amistad de la ciudad de Madrid por su escritor más auténtico. Gómez de la Serna pronuncia un par de conferencias, una en el Ateneo (“La magia de la literatura) y otra en el teatro Lara (“Mi tía Carolina Coronado y el romanticismo”), celebra tres tertulias en el Pombo y es homenajeado por los libreros, que le ofrecen un banquete (en el Biarritz, a 70 pesetas el cubierto) y exhiben sus obras durante una semana en los escaparates de sus librerías.
El jueves 26 de mayo es recibido en audiencia civil por Su Excelencia el jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos. Hay testimonio gráfico. ¿De qué hablaron? Muchos años después, su fiel amigo Pedro Rocamora, en un artículo titulado “Ramón y el préstamo de Dios” (ABC, 15 enero 1963, p. 40) recordaba aquel encuentro y cómo Gómez de la Serna había alquilado para la ocasión un viejo chaqué en el Rastro: “Huele a himeneo popular, porque este es el disfraz que se ponen los pobres en el fugaz carnaval de sus bodas”, le confesó. Tras los saludos protocolarios, Gómez de la Serna le dijo al Franco: “Yo sabía que V. E. lograría la victoria final de la paz de España. Cuando en Buenos Aires me auguraban que mi patria entraría en la guerra, yo respondía que el Generalísimo Franco, sentado frente a Hitler y Mussolini en una mesa con un tapete verde, terminaría ganándoles la partida”. También parece que se habló, aunque Rocamora no lo menciona en su artículo, del Valle de los Caídos y de la posibilidad de un regreso definitivo de Buenos Aires.
“Franco —continúa el artículo— sonreía lleno de ternura, de simpatía y afectuosa piedad por aquel ser extraño, agarrotado por un imposible cuello de pajarita, entre ingenuo y genial”.
El 1 de junio el escritor llega a Barcelona. El sábado 4 da una conferencia en el Ritz. El martes 7 marcha una semana a Sitges para descansar. Luego, en tren hacia Bilbao, donde embarca en el Monte Albertia. (Continuará)

Rocamora, Franco y Gómez de la Serna en el Pardo (26 de mayo 1949)