miércoles, 26 de diciembre de 2018

Prosapia


A primeros de julio de 2007 mi madre recibió una carta de un primo suyo, José Zarco Cañadillas, el primo Pepito, que ahora tiene 82 años, a propósito de un pariente, Julián Zarco Cuevas, agustino, historiador y bibliotecario del monasterio de San Lorenzo del Escorial, fusilado en Paracuellos del Jarama el 30 de noviembre de 1936 y en proceso de beatificación junto a otros 497 “asesinados en la Guerra Civil por los rojos”. Adjuntas venían la transcripción de la carta que un “superviviente del 36” escribió a Santiago Carrillo en junio de 2005, que excuso reproducir porque no viene al caso, y una genealogía de los Zarcos que se remontaba a los manchegos Agustín Zarco e Inés Rodríguez, padres de un Bartolomé Zarco nacido en la primera década del XVII. El árbol familiar había sido trazado por el doctor Zarco Castellanos, de Mota del Cuervo, con quien se puso en contacto el primo Pepito, que la completó hasta las últimas ramas, hasta mis primos hermanos y primos segundos.
Mi madre y sus dos hermanos siempre han sentido orgullo por su primer apellido, no por distinción social, sino por su rareza y exclusividad. Todos los Zarcos somos familia, he oído decir en mi casa cientos de veces, así que cuando a mi madre le llegaba noticia de algún Zarco empezaba a sacar el hilo, le preguntaba a sus hermanos o a alguna de sus primas y acababa encontrando la punta.
            —Ese pintor madrileño, Antonio Zarco, vino un verano a Córdoba cuando yo tenía diez o doce años. Él era un poco mayor que yo, quince o dieciséis. Iba a todos sitios con una carpeta muy grande. Ponte aquí, prima, y me dibujaba. Ahora ponte así. Me hizo unos cuantos. Dibujaba muy bien. No he vuelto a verlo, pero tiene que ser ese. Su padre era primo del abuelo Anselmo.
            Si la genealogía establecida por el doctor Zarco Castellanos —qué cerca del Zarco Castillo de mi abuelo Anselmo—, si ese árbol familiar está bien trazado, se confirma lo que yo mismo he venido afirmando desde muchos años atrás guiado por la intuición respecto de la profesión por excelencia de los varones Zarco durante casi 150 años, que no fue otra que la de guardias civiles, hasta que mi generación rompió los lazos con el benemérito Cuerpo, lo que en mi caso supuso una decepción para mis padres, a quienes habría dado el alegrón de su vida si al acabar el bachillerato me hubiera inscrito en la Academia General Militar de Zaragoza, pero nada más lejos de mi carácter y expectativas en aquellos años transicionales que andar por el mundo con un tricornio en la cabeza. El primer Zarco guardia civil que aparece en el árbol genealógico es Tórbulo Primo Antonio Gervasio Zarco García, nacido en marzo de 1857, que entró en el Cuerpo en vida del insigne don Francisco Javier Girón y Ezpeleta, duque de Ahumada, fundador y primer director de la Guardia Civil caminera, lo cual confirmaba mi intuición. Sí, soy hijo, sobrino, nieto, sobrino nieto, bisnieto y tataranieto del Cuerpo, vengo de hombres beneméritos, algunos de los cuales han escrito, si no páginas gloriosas, al menos algunas líneas en la historia reciente de nuestro país, especialmente mi abuelo Anselmo, durante la guerra y la postguerra.
Estos son mis orígenes, mis principios, pero si a alguien le parecen menesterosos, opacos y del común, tengo otros, como diría Groucho Marx: la alcurnia de servidores del orden público se complementa con el linaje literario de la más excelsa calidad, como se verá enseguida.
            Volvamos a la genealogía, a aquellas primeras ramas del árbol zarquil, al Bartolomé Zarco Rodríguez, nacido a principios del XVII, exactamente un 13 de abril de 1603. Pues bien, tras este dato —no sé si apunte del doctor Zarco o del primo Pepito, que es doctor en historia de la Iglesia— se abre paréntesis: “Recordemos que en 1605 Miguel de Cervantes escribe El Quijote, en el que encarna un papel importante doña Ana Martínez Zarco de Morales, a la que inmortalizó con el nombre de Dulcinea del Toboso”. Se cierra el paréntesis. ¡Pero, coño! —diría el abuelo Anselmo—, ¿La bella Dulcinea era una Zarca?
            Nada se afirma con el paréntesis, pues ni el riguroso historiador ni el concienzudo genealogista pueden constatar, pero ahí queda la sugerencia. ¡Descendiente de Dulcinea! Eso no hay novela postcervantina que lo supere. Eso es prosapia, así que háganse a un lado casas ducales de Alba, de Osuna o de Medina Sidonia y demás grandezas de España. ¡Sangre de Dulcinea bombea mi arrítmico corazón! ¡Qué mejor abolengo que el de la mismísima emperatriz de La Mancha!

lunes, 24 de diciembre de 2018

Una muerte heroica (XXVII)

  
    Fancioulle era un admirable bufón y casi uno de los amigos del Príncipe. Pero para quienes por profesión se dedican a lo cómico, las cosas serias tienen fatales atracciones, y aunque pueda parecer extraño que las ideas de patria y de libertad se adueñen despóticamente del cerebro de un histrión, un día Fancioulle entró en una conspiración tramada por cortesanos descontentos.
         En todas partes hay hombres de bien para denunciar al poder a estos individuos de humor atrabiliario que quieren deponer a los príncipes y operar, sin consultarla, el cambio de una sociedad. Los caballeros en cuestión fueron arrestados, también Fancioulle, y condenados a una muerte segura.
         Estoy convencido de que el Príncipe casi se enfadó cuando vio a su comediante favorito entre los rebeldes. El Príncipe no era ni mejor ni peor que otro, pero un exceso de sensibilidad lo hacía, en muchas ocasiones,  más cruel y más déspota que todos sus semejantes. Enamorado apasionado de las bellas artes, y muy entendido en ellas, era verdaderamente insaciable de placeres. Bastante indiferente respecto a los hombres y a la moral, verdadero artista por sí mismo, no conocía enemigo más peligroso que el aburrimiento, y los extraordinarios esfuerzos que hacía para huir o vencer a ese tirano del mundo le habrían valido con toda seguridad, por parte de un historiador riguroso, el epíteto de «monstruo», si en sus dominios hubiera estado permitido escribir sobre algo que no tuviera que ver únicamente con el placer o el asombro, que es una de las formas más delicadas del placer. La gran desgracia de este Príncipe fue que jamás tuvo un teatro lo suficientemente grande para su genio. Hay jóvenes Nerones que se asfixian en límites demasiado estrechos y de quienes los siglos venideros siempre ignorarán el nombre y la buena voluntad. La imprevisible Providencia había concedido a éste facultades más grandes que sus Estados.
         De pronto corrió el rumor de que el soberano quería conceder la gracia a todos los conjurados, y el origen de este rumor fue el anuncio de un gran espectáculo en que Fancioulle habría de interpretar uno de sus principales y mejores papeles, y al que asistirían incluso, se decía, los cortesanos condenados; señal evidente, añadían los espíritus superficiales, de las tendencias generosas del Príncipe ofendido.
         En un hombre tan natural y voluntariamente excéntrico, todo era posible, incluso la virtud, incluso la clemencia, sobre todo si esperaba encontrar en ellas placeres inesperados. Pero para aquellos que, como yo, habían podido penetrar muy dentro en las profundidades de esta alma curiosa y enferma, era infinitamente más probable que el Príncipe quisiera juzgar el valor del talento escénico de un hombre condenado a muerte. Quería aprovechar la ocasión para hacer un experimento psicológico de un interés capital, y comprobar hasta qué punto las facultades habituales de un artista podían ser alteradas o modificadas por la situación extraordinaria en que se encontraba; además, ¿existía en su alma una intención más o menos decidida de clemencia? Este es un punto que jamás pudo ser esclarecido.
         Finalmente, llegado el gran día, la pequeña corte desplegó todas sus pompas, y sería difícil concebir, a menos que se haya visto, todos los esplendores que la clase privilegiada de un pequeño Estado, de recursos limitados, puede mostrar en una verdadera solemnidad. Aquella era doblemente verdadera, primero, por la magia desplegada, luego, por el interés moral y misterioso que llevaba consigo.
         El señor Fancioulle destacaba sobre todo en los papeles mudos o de pocas palabras, que son a menudo los principales en esos dramas fantásticos cuyo objeto es representar simbólicamente el misterio de la vida. Entró en escena con ligereza y con una perfecta naturalidad, que contribuyó a fortalecer en el noble público la idea de dulzura y de perdón.
         Cuando se dice de un comediante: “He aquí un buen actor”, se recurre a una fórmula que implica que bajo el personaje se deja adivinar el cómico, es decir, el arte, el esfuerzo, la voluntad. Porque si un actor llega a ser, en relación con el personaje que le toca representar, lo que las mejores estatuas de la Antigüedad, milagrosamente vivas, andantes, videntes, suponían respecto a la idea general y confusa de belleza, ese sería, sin duda, un caso singular y completamente imprevisto. Fancioulle fue aquella noche una perfecta idealización, imposible de no suponerse viva, posible, real. El bufón iba, venía, reía, lloraba, se estremecía con una indestructible aureola alrededor de su cabeza, aureola invisible para todo el mundo, pero visible para mí, y donde se mezclaban en una extraña amalgama los rayos del Arte y la gloria del Martirio. Fancioulle introducía, por no sé qué gracia especial, lo divino y lo sobrenatural hasta en las más extravagantes bufonadas. Mi pluma tiembla y las lágrimas de una emoción siempre presente me suben a los ojos cuando intento describir aquella inolvidable noche. Fancioulle me demostraba de forma perentoria, irrefutable, que la embriaguez del Arte es más apta que cualquier otra para velar los terrores del abismo; que el genio puede interpretar la comedia al borde de la tumba con una alegría que le impide ver la tumba, perdido, como está, en un paraíso que excluye toda idea de tumba y de destrucción.
         Todo el público, por hastiado y frívolo que fuese, pronto sufrió el todopoderoso dominio del artista. Nadie soñó con la muerte, el duelo, los suplicios. Cada cual se abandonó, sin inquietud, a los placeres multiplicados que proporciona la contemplación de una obra de arte viva. Las explosiones de la alegría y de la admiración sacudieron varias veces las bóvedas del edificio con la energía de una continua tronada. El mismo Príncipe, embriagado, unió sus aplausos a los de la corte.
         Sin embargo, para una mirada clarividente, su embriaguez no carecía de mezcla. ¿Se sentía vencido en su poder de déspota? ¿Humillado en su arte de aterrorizar los corazones y ofuscar los espíritus? ¿Frustrado en sus esperanzas y burlado en sus previsiones? Tales suposiciones no exactamente justificadas, ni absolutamente justificables, cruzaron mi ánimo mientras contemplaba el rostro del Príncipe, en el que una palidez nueva se añadía sin cesar a su palidez habitual, como la nieve cae sobre la nieve. Sus labios se apretaban cada vez más y sus ojos se iluminaban con un fuego interior parecido al de los celos y al del rencor, incluso mientras aplaudía ostensiblemente el talento de su viejo amigo, el extraño bufón que tan bien bufoneaba con la muerte. En un determinado momento vi a Su Alteza inclinarse hacia un pajecillo situado detrás de él, y hablarle al oído. La fisonomía de diablillo del lindo muchacho se iluminó con una sonrisa y después abandonó vivamente el palco principesco como para cumplir una urgente misión.
         Unos minutos más tarde, un chiflido agudo, prolongado, interrumpió a Fancioulle en uno de sus mejores momentos y desgarró al tiempo los oídos y los corazones. Y desde el rincón de la sala de donde había salido aquella desaprobación inesperada, un niño se precipitaba al pasillo con risas contenidas.       
         Fancioulle, sacudido, despertado de su sueño, cerró primero los ojos, después los volvió abrir casi de inmediato, desmesuradamente agrandados, abrió luego la boca como para respirar convulsivamente, se tambaleó un poco hacia adelante, un poco hacia atrás, y después cayó rígido, muerto, sobre las tablas.
         El chiflido, rápido como una espada, ¿había frustrado realmente al verdugo? ¿Había adivinado el propio Príncipe toda la homicida eficacia de su jugarreta? Está permitida la duda. ¿Echó de menos a su querido e inimitable Fancioulle? Es dulce y legítimo creerlo.
         Los cortesanos culpables habían disfrutado por última vez el espectáculo de la comedia. Esa misma noche fueron borrados de la vida.
         Desde entonces varios mimos justamente apreciados en diferentes países han venido a representar ante la corte de X, pero ninguno de ellos ha podido reavivar el maravilloso talento de Fancioulle ni elevarse hasta el mismo favor.

Máscaras realizadas por  Fritz Jacquet.
Procedencia de la imagen: https://bashny.net/t/es/282828

martes, 18 de diciembre de 2018

Turismo literario: Universidad de Columbia


En 4321, la novela de Paul Auster, leemos el primer día del protagonista, aprendiz de escritor, como alumno de la Universidad de Columbia (Nueva York):
                        Le asignaron una habitación en la décima planta de Carman Hall, la residencia más moderna del campus, pero en cuanto deshizo las maletas y colocó sus cosas, Ferguson se dirigió a Furnald Hall, una residencia contigua que estaba unos cuantos metros más arriba, y subió en ascensor a la sexta planta, donde permaneció unos instantes frente a la habitación 617, y luego bajó por las escaleras, caminó en dirección este por el sendero de ladrillos que corría a lo largo de la biblioteca Butler y se encaminó a una tercera residencia, el edificio John Jay Hall, donde subió en ascensor hasta la duodécima planta y se quedó unos momentos frente a la habitación 1231. Federico García Lorca había vivido en aquellas dos habitaciones durante los meses que vivió en Columbia en 1929 y 1930. La 617 de Furnald y la 1231 de John Jay eran los sitios donde había escrito «Poemas de la soledad en la Universidad de Columbia» y la mayoría de los poemas recogidos en Poeta en Nueva York (Nueva York de cieno / Nueva York de alambres y de muerte), libro que acabó publicándose en 1940, cuatro años después de que Lorca fuese apaleado, asesinado y arrojado a una fosa común por esbirros de Franco. Suelo sagrado” (p. 559).
Por si no era suficiente mi afinidad sentimental e ideológica con el personaje, cuando leí estas líneas me emocioné hasta las lágrimas: por el discreto entusiasmo —fervor, decisión, íntimo compromiso político— con que rinde homenaje a un grandísimo y noble poeta que en 1929 llegó a Nueva York en plena, honda y negra, crisis existencial; por comprobar que esa hermosa y temible ciudad —arquitectura extrahumana y ritmo furioso; geometría y angustia— guarda memoria viva de nuestro poeta y de su trágico fin; por la desgarradora verdad poética con que nos zarandean los versos de Poeta en Nueva York; porque imaginé vivamente que yo también estaba junto al joven Ferguson ante las puertas de aquellas dos habitaciones, porque en aquellas líneas reconocí esa vieja costumbre de visitar lugares relacionados con hombres y mujeres que por sus obras o sus hechos han sido ejemplares para mí.
Mi primer homenaje, de adolescente en Córdoba, fue para don Luis de Góngora y Argote. Entre el Arco del Triunfo y los muros del seminario de San Pelagio, esculpidos en mármol blanco pueden leerse los versos de su magnífico soneto a la ciudad que en clase de Literatura en el instituto nos había explicado doña Teresa Morales: las murallas, las torres y las almenas del Alcázar (¡Oh excelso muro)  y la Calahorra, que veía desde la ventana de mi habitación en la calle Altillo; el rumor del río en busca de Sevilla y Cádiz (¡Oh gran río, gran rey de Andalucía); la vega y la campiña, que en las noches de verano ardía en los rastrojos (¡Oh fértil llano); las Ermitas, la sierra azul, morena, desde Cazorla a Sanlúcar (oh sierras levantadas, / que privilegia el cielo y dora el día). Un paisaje que tenía todos los días a mi vista, asomado a la ventana unas veces, jugando a la sombra de la Calahorra en las mañanas de verano, o las tardes de sábado en que nos aventurábamos por las últimas calles de la barriada de Fray, calle Segunda Romana adelante, hasta el final de la Acera del Río. El paisaje que veía el poeta era también el nuestro. Qué gozada leer aquellos versos. Y años después, qué disfrute seguir los pasos del poeta por la ciudad de la mano de otro poeta, Ricardo Molina, en su Córdoba gongorina, donde nos señala rincones de la sierra cordobesa que Góngora pudo tener presentes para sus Soledades, o compara el lujoso, sensorial y complejo artificio verbal culterano de don Luis con la esplendorosa orfebrería de la custodia de Arfe.

Memoria del músico Erik Satie en Honfleur (Normandía)

Fue precisamente con Ricardo Molina, sobre cuya prosa periodística versó la memoria de investigación de mis cursos de doctorado, con quien gané veteranía como turista literario una primavera de primeros de los ochenta, cuando cargué con la mochila y me fui unos días a Puente Genil, desde donde hice excursiones a pie hasta Jauja, Badolatosa, Corcoya y Casariche. Aparte unos cuantos datos para la biografía de Ricardo Molina, llegué a Córdoba con un cuadernillo de versos neopopulares que no sé si conservo en alguna carpeta. Lo que sí conservo es la luz abrileña de aquellos días, del paisaje campiñés, las vistas de los olivares desde los cerros de Jauja, las riberas del Genil, la conversación con un pastor de cabras, la comida en un “cuartel semanantero”, la entrevista al poeta José Cabello, ya muy mayor y con pocas ganas de hablar, que había conocido y tratado a Ricardo Molina.

A la izquierda, Sylvia Beach y James Joyce a la puerta de la librería
 Shakespeare & Company en el nº 8 de  la calle Dupuytren (París)

El turismo literario no siempre es una experiencia tan completa. La mayoría de las veces ha de conformarse uno con estar unos minutos ante una placa en la calle, junto a la casa en que nació, o murió o escribió tal artista, ante su tumba, en la casa—museo o ante la estatua que el municipio le ha dedicado, o a dar un paseo por el barrio frecuentado por nuestro homenajeado y leer un poema o un fragmento suyo, escuchar una música o simplemente evocar algunos momentos de su vida. Nada aparatoso, algo discreto, como el joven Ferguson ante las habitaciones 617 de Furnald y la 1231 de John Jay.
Normalmente vuelve uno de esos homenajes con el espíritu reconfortado y las manos vacías, pero en ocasiones lo hace como niño con juguete nuevo, con el tesoro de una copia fotográfica: retratado por Dornac en el café François, fondo de espejos, recado de escribir —pluma, tintero, papel— sobre  el velador de hierro y mármol blanco, el sombrero, el bastón, la jarra de agua y el vaso de absenta, desgreñada la barba larga y los grandes bigotes, desmelenada la melena por las sienes, la enorme calva de payaso, la mirada fija, perdida quizá en el ritmo de algún verso saturniano, en un recuerdo amargo de Rimbaud, envejecido príncipe de poetas, Paul Verlaine, un año antes de su muerte; la última foto de Franz Kafka, afilado, en punta el rostro, la nariz, las orejas, la línea de los labios, la mirada que taladra y traspasa; Óscar Wilde, guapísimo a los 28 años, rostro terso, ovalado, labios carnosos, entreabiertos, dispuestos a los besos; el gran Balzac en daguerrotipo de Bisson, camisa blanca desabotonada hasta el esternón, oronda ya la papada, la nariz, las mejillas, la mano derecha en abanico sobre el pecho, pensando en un nuevo tipo de la comedia humana y en una taza de café; el inmenso Monet ante una laguna con nenúfares; Giuseppe Verdi ya mayor, el abuelo afable y sonriente que todos quisiéramos haber tenido, Baudelaire, Sánchez Ferlosio, Lorca, E. A. Poe, Antonio Machado, Lorca… en fin, gentes a las que uno se siente agradecido por las emociones y la belleza que han llevado a su vida.

Habitación de Antonio Machado en la pensión de Luisa Torrego en Segovia

miércoles, 12 de diciembre de 2018

jueves, 6 de diciembre de 2018

5 pilares para un puente


Sé audaz; lee mucho; escribe mucho; publica poco; aléjate de los ocurrentes, y no temas nada.

E. A. Poe
*
Confórmate, y recuerda. Porque el recuerdo sabe
prolongar el pasado, impedirle a la sombra
su cosecha de olvido.

Eloy Sánchez Rosillo, «La amistad», Páginas de un diario

*

La vida se extingue allí donde existe el empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia.

Vasili Grossman, Vida y destino

*
           
Las obras de arte viven en una soledad infinita, y nada puede rozarlas menos que la crítica.

R. M. Rilke
*

Abandonad el oro y los perfumes, que el oro pesa
y los aromas aniquilan.
A donde brille desnuda la verdad nada se necesita.

Luis Cernuda, «La Adoración de los Magos»

*


jueves, 22 de noviembre de 2018

Los ojos de los pobres (XXVI)



http://www.hotel-paris-saint-germain.com/fr/gallery.html

      ¡Ah!, ¿quieres saber por qué te odio hoy? Te resultará sin duda menos fácil comprenderlo que a mí explicártelo, porque tú eres, creo, el más bello ejemplo de impermeabilidad femenina que se pueda encontrar.
         Habíamos pasado juntos un largo día que me pareció corto. Nos habíamos prometido que todos nuestros pensamientos serían los mismos en uno y en otro, y que en adelante nuestras dos almas serían una sola, un sueño nada original después de todo, soñado por todos los hombres, pero no realizado por ninguno.
         Al anochecer, algo fatigada, quisiste sentarte en la terraza de un café nuevo en la esquina de un nuevo bulevar, lleno todavía de escombros y que mostraba ya gloriosamente sus esplendores inacabados. El café resplandecía. Hasta el alumbrado de gas desplegaba todo el ardor de un estreno e iluminaba con todas sus fuerzas las paredes cegadoras de blancura, los lienzos deslumbrantes de los espejos, los oros de los junquillos y de las molduras, los pajes de rollizas mejillas arrastrados por una traílla de perros, las damas sonrientes con el halcón posado en su puño, las ninfas y las diosas que portan en sus cabezas frutas, pastas y caza, las Hebes y los Ganimedes ofreciendo con el brazo extendido la anforilla de sirope o el obelisco bicolor de los cucuruchos de helado. Toda la historia y toda la mitología al servicio de la glotonería.
         Delante de nosotros, en la calzada, se había plantado un pobre hombre de unos cuarenta años, el rostro fatigado, la barba canosa, que llevaba de una mano a un muchachito y con el otro brazo sostenía a un pequeño ser demasiado débil para andar. Parecía una niñera que hubiera sacado a los niños para que les diera el aire del atardecer. Los tres andrajosos. Aquellos tres rostros estaban extraordinariamente serios, y los seis ojos contemplaban fijamente el nuevo café con idéntica admiración, matizada por la edad de cada uno.
         Los ojos del padre decían: ¡Qué bonito! ¡Qué bonito! Parece que todo el oro del pobre mundo ha venido a dejarse caer en estas paredes. Los ojos del muchachito: ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!, pero es una casa donde solo pueden entrar las personas que no son como nosotros. Los ojos del más pequeño estaban demasiado fascinados para expresar otra cosa que una alegría estúpida y profunda.
         Los cancioneros dicen que el placer vuelve el alma buena y ablanda el corazón. La canción tenía razón aquella tarde, al menos para mí. No solo estaba conmovido por aquella familia de ojos, sino que me sentía un poco avergonzado de nuestros vasos y de nuestras jarras, más grandes que nuestra sed. Volvía mis ojos a los tuyos, mi querido amor, para leer en ellos mi pensamiento. Me hundía en tus ojos tan hermosos y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habitados por el capricho e inspirados por la luna, cuando me dijiste: ¡Esa gente de ahí es insoportable con sus ojos abiertos como puertas cocheras! ¿No podrías decirle al camarero que los aleje de aquí?
         ¡Qué difícil es entenderse, mi querido ángel, y qué incomunicable es el pensamiento, incluso entre gentes que se aman!

viernes, 16 de noviembre de 2018

De perros


En Pernitz había amanecido un día limpio, uno de esos días azules y brillantes de primavera que a Josef le recordaban su infancia, sus primeras correrías por las montañas de los alrededores, como aquella vez que llegaron hasta la cabaña de unos pastores en las faldas del Mendling, cerca de la cascada de Myrafällen, y a la bajada su hermano Karl le enseñó a silbar metiéndose los dedos bajo la lengua, o cuando treparon hasta lo más alto del Risco de los Buitres, desde donde contempló por primera vez el valle del Piesting en toda su extensión.
Pero pronto aparecieron las nubes. Las trajo un viento frío del norte que enseguida ocultaron las cumbres heladas del Traflberg. Luego las nubes avanzaron y derramaron toda su grisura sobre el valle y parecía que estuviera anocheciendo. Con el viento frío del norte y con los nubarrones plomizos vino también el aguanieve.
¡Vaya día! Se muere uno en la calle y no hay dios que se entere.
Josef fumaba su pipa mientras miraba por la ventana la calle solitaria y embarrada.
Su establecimiento estaba junto al hotel Singer. Antes de la guerra, los granjeros llevaban allí las cántaras de leche y las terneras para trasladarlas a la estación de Neustadt, desde donde eran embarcadas hasta el matadero y las lecherías de Viena. Josef había convencido a su hermano Karl para convertir aquel antiguo almacén en sede de la casa Heitzman & Heitzman, los mejores servicios de taller mecánico, taxi y coches de línea especiales Pernitz-Viena-Pernitz, según podía leerse en el rótulo colgado a la puerta del número 25 de la Haupstrasse de Pernitz y en los carteles que había hecho fijar por la ciudad y en los alrededores de la estación Franz Josef Banhof de Viena.
El negocio prosperaba y Josef acababa de hacer una nueva inversión, un precioso Benz de segunda mano para dedicarlo a línea especial y jiras por las montañas durante el buen tiempo. Orgulloso de aquella hermosa máquina —60 caballos, transmisión a cardán, doble faetón, alumbrado eléctrico—, se había hecho retratar ante ella y colgado la fotografía en lugar bien visible, tras su mesa de despacho.
Cuando miraba aquella fotografía, Josef siempre se acordaba de la primera vez que vio un automóvil detenido a la puerta del hotel y se acercó asombrado y le pidió permiso al hombre para tocarla y terminó subiéndose a los estribos, abriendo las portezuelas, moviendo el volante, apretando la bocina y simulando el rugido del motor y deslizándose como en un tobogán por los guardabarros delanteros. Aquel día nació su pasión por los automóviles y su esperanza de conducir uno de ellos cuando fuera mayor.
Siempre que la escuela y las faenas en la granja de sus padres se lo permitían, se acercaba por el hotel y hablaba con los chóferes, les preguntaba esto y lo otro, observaba cómo reponían el combustible y el agua en los radiadores, tensaban las correas o mandaban al herrero fabricar una pieza rota, y los ayudaba a limpiarlos y a sacar lustre a los cromados. A los 16 años, Josef ya era mozo ayudante de mecánico en el hotel Singer.
Cuando estalló la Gran Guerra, se alistó voluntario y consiguió del escribiente del registro que al margen de su condición de campesino anotara sus conocimientos de mecánica y su preparación para conducir vehículos motorizados, lo que le valió ser destinado como chófer a las órdenes del teniente Helmut Zweig, agregado al Archivo de Guerra, con el que recorrió el frente de Galitzia en la misión de recoger información sobre el ejército ruso.
El reloj de cuco acababa de dar las nueve cuando Josef vio acercarse al señor Otto Heinze, jefe de la estafeta de Correos, avanzando a precipitadas zancadas sobre los charcos y encorvado para protegerse del viento y el aguanieve.
Entró jadeando y sacudiéndose el frío como los perros.
Hemos recibido una llamada telefónica desde el sanatorio Wienerwald. La enfermera jefe solicita con urgencia un vehículo para trasladar a un enfermo hasta Viena.
Karl está de servicio en Baden, y no regresará antes de las cinco de la tarde. El Saurer salió hace una hora. Y en el garaje sólo queda el Benz descubierto. Es una insensatez, Otto, trasladar en él a un enfermo estando el día como está.
El jefe de Correos insistió.
La hermana Esther lo ha ordenado en un tono que no admitía peros ni tardanza, Josef. El enfermo debe estar en Viena antes del mediodía.
Josef se puso el abrigo rezongando, se ajustó la gorra de plato, se echó sobre los hombros el capote impermeable y salió hacia la aldea de Ortmann, unos dos kilómetros al sureste de Pernitz.
El sanatorio Wienerwald era un enorme edificio de cinco plantas con terraza en todas las habitaciones, semejante a cualquiera de los grandes hoteles de la capital. Durante la guerra sirvió como hospital militar, pero luego volvió a su condición de balneario de lujo y sanatorio para tuberculosos ricos que venían de toda Europa.
Cuando detuvo el vehículo en la rotonda de la entrada principal, Josef reconoció a la mujer que esperaba en la puerta. Era la joven que llevaba unos días alojada en la granja de los Grossman, una mujer de aspecto judío, de poco más de veinte años, con el pelo corto y el rostro aniñado en el que se dibujó un gesto de descorazonador asombro al ver el enorme descapotable.
Serio y sin decir palabra, Josef solo pudo encogerse de hombros y mostrar las palmas de sus manos, indicando que era todo lo que se podía hacer.
Siguió a la mujer hasta la sala de estar de la planta baja, donde la hermana Esther aplicaba una compresa húmeda en la frente a un hombre tendido en un sofá. La hermana se disculpó secamente a la mujer por la falta de una ambulancia para el traslado y apeló a la imperiosa necesidad de llevar al enfermo esa misma mañana a la Clínica Universitaria de Viena.
Las dos mujeres ayudaron al hombre a incorporarse del sofá y lo acomodaron en una silla de ruedas que empujaron hasta la puerta. Fuera, el viento formaba remolinos con el aguanieve. Los alrededores del sanatorio habían desaparecido entre la niebla.
El hombre no llegaba a los cuarenta años. Abrigado con dos mantas y vuelto el cuello del abrigo, sólo se le veía el rostro afilado y los ojos, muy abiertos, brillantes por la fiebre.
Pobre hombre, en las últimas, pensó Josef antes de coger en brazos aquel esqueleto de metro ochenta arrebujado en el abrigo y bajar con él los escalones para dejarlo recostado en el asiento de atrás. Como un niño consumido, como una pluma. Y sintió compasión por él.
La mujer se colocó junto al enfermo, casi oculto bajo las mantas. El vehículo salió con suavidad de la rotonda y enfiló el estrecho camino bordeado de robles. Ortmann quedó atrás, envuelta en niebla y silencio.
70 kilómetros hasta Viena. El primer tramo era suave. La carretera llaneaba paralela al curso del Piesting, que corría encajonado entre las cumbres del Traflberg y el Mandling por el norte y las estribaciones del Neukogel por el sur. En poco más de media hora dejaron atrás los caseríos de Reichental y de Oed. No se cruzaron con nadie. De vez en cuando, unas vacas inmóviles como estatuas en los prados, la grupa contra el viento. De las chimeneas de las granjas salían columnas de humo blanco que enseguida eran barridas por el viento y se disolvían entre la niebla.
Al pasar la aldea de Wopfing el viento empezó a venirles de cara. La mujer tocó el hombro de Josef y le pidió que redujera la velocidad.
Aturdido por la fiebre y la morfina, el enfermo soñaba que unos bandidos disfrazados con las batas blancas de los médicos entraban en su habitación, le ataban las manos, lo amordazaban y con unos murmullos que imitaban una charla de cotorras repetían una y otra vez sus observaciones y diagnósticos: tuberculosis de laringe, infiltración, no maligno, hinchazón en la parte posterior, no podemos decir nada definitivo. Las palabras revoloteaban como sucias palomas por la blancura de la habitación, iban y venían, se atenuaban y volvían de nuevo en un martilleo torturante y acababan transformándose en otras: demopón, demopón, atropina, anestesín, piramidón. A los pies de la cama, la hermana Esther removía un cocimiento en una olla borboteante y como si fuera una bruja en su cocina repetía con voz cavernosa un ensalmo: alcanfor, alcanfor, inyecciones de alcanfor, demopón, atropina, cirugía, nada definitivo, nada definitivo.
Pasado Mark Piesting, la carretera empezaba a subir y bajar, rodeaba laderas, zigzagueaba en el fondo de las cañadas y trepaba en curvas inverosímiles que parecían acabar en el abismo gris de la niebla. La lluvia era muy fina, pero llegaba sesgada y la mujer se desplazó a la cabecera del enfermo, sentándose en el borde del asiento para cortar con su cuerpo el viento y los minúsculos copos que al instante se le disolvían en el rostro dejando una sensación de sutilísimos alfilerazos. El Benz avanzaba con lentitud de marcha fúnebre por la cicatriz embarrada de la carretera. Del motor salía un vapor espeso como la niebla.
En el semisueño del enfermo surgían nuevas visiones. En su habitación entraba ahora la luz de Berlín y desde la ventana se abría la perspectiva de una calle arbolada en el distrito de Steglitz por la que caminaban mujeres que tenían todas el mismo rostro, el rostro de aquella mujer que de vez en cuando se volvía hacia él, le acercaba a los labios la botella para los esputos y le decía con ternura: Ya verás, Franz, todo irá mejor en Viena, todo irá mejor. Y le componía las mantas ¿Cuánto tiempo podría soportar ella aquella situación? ¿Cuánto tiempo podría él soportar que ella soportara aquella situación?
Después de una hora entre las montañas salieron por fin a las ondulaciones de la campiña que bajaba poco a poco hasta Viena. Sólo se veía con nitidez lo más cercano, las orillas de la carretera. Los verdes se insinuaban entre la neblina El aguanieve se convirtió en llovizna, pero arreció el viento y la mujer se puso ya totalmente de pie entre Josef y el enfermo. Desde los nubarrones grises se desprendían jirones que bajaban hasta las copas de los árboles y los tejados de las granjas que iban dejando atrás. Josef calculó que a esa velocidad aún quedaba más de dos horas para avistar Viena.
Poco a poco iban desapareciendo los efectos de la morfina, pero seguían los escalofríos de la fiebre. De vez en cuando un remolino de aire y unas gotas heladas llegaban revocados hasta su cara y ayudaban poco a poco al hombre y a su lucidez. No eran las mejores circunstancias para volver a Viena. Quizá debiera haberlo hecho unos meses antes, haber seguido los consejos del tío Siegfried. Quizá lo de Berlín había sido una locura. Pero había sido su locura, la única decisión que le quedaba por tomar. No quería ser el campesino que malgasta su vida junto al guardián, ante la puerta de la ley, sin atreverse a pasarla. Berlín era su puerta, la medicina contra Praga, la puerta que sólo él podía franquear. En sus circunstancias, viajar a Berlín sólo podía compararse con la marcha de Napoleón sobre suelo ruso… Y se fue adormeciendo otra vez contemplando unos cuervos que por un instante volaron en círculo allá arriba. Los cuervos, se dijo, son la única certidumbre. Mira los cuervos, trató de decirle a la mujer, pero un dolor como de astillas y de pequeños cristales en la garganta le impidió hablar y se le perfiló en los labios una línea de dolor. Pensó entonces en el canto y en el silencio. Imaginó que se encerraba en una habitación recóndita y silenciosa, como en el fondo de una madriguera, y escribía, escribía, escribía. Y cerró los ojos y soñó un dolor que salía de su garganta. Y sintió sed, una sed bíblica, una sed que sólo podía satisfacer viendo beber a los demás y se vio sentado frente a su padre, en la terraza de la escuela de natación en Praga, junto al Moldava, bebiendo a grandes tragos una jarra de cerveza.
 La mujer seguía de pie, entre Josef y el hombre, como un general entrando victorioso en la ciudad conquistada. El pelo empapado. La determinación en sus ojos. En su corazón viajaba también la esperanza. Y la certeza de que a su lado Franz había conocido la felicidad. Todo cambiará a mejor. A dicha y placer. Si había una salvación, era a su lado. Y se acordó del verano anterior en Muritz, de la tarde en que ella limpiaba pescado para la cena en la colonia de niños judíos y aquel hombre, que la observaba desde el otro lado de la ventana, le dijo qué manos tan hermosas para una tarea tan sangrienta…
Después de casi cuatro horas interminables entraron en Viena por el sur en dirección al centro de la ciudad. El enfermo recordó los bulevares de París, donde contempló un accidente de tráfico. Pero no estaba en París, ni tampoco en Praga, ni en Berlín. Viena era una ciudad silenciosa aquel día. La fiebre seguía, pero habían atenuados los efectos de los calmantes.
El vehículo abandonó la Ringstrasse y empezó a subir hacia el Alsergrund, hasta la Clínica Universitaria, en el número 14 de la Lazarettstrasse.
Nada más detener el vehículo a las puertas de la clínica, cuatro empleados en bata blanca se hicieron cargo del enfermo, que desapareció en una silla de ruedas por uno de los pasillos de la planta baja.
En el establecimiento sólo estaba permitida la presencia de familiares durante las dos horas de visita por la tarde, así que la mujer le pidió a Josef que la bajara hasta un hotel de Viena. Al cabo de unos minutos el vehículo se detuvo en la puerta del hotel Bellevue, Josef recibió las diez coronas del servicio y llevó la maleta hasta el mostrador de la recepción, donde se despidió de ella.
Hasta muchos años después, Josef no supo los nombres ni el destino de aquellos dos personajes. Fue en el verano de 1956, cuando apareció por Pernitz un alemán preguntando por gente que viviera allí en 1924 o que hubiera trabajado en el sanatorio Wienerwald. El investigador se llamaba Klaus Wasenbach y seguía las huellas de un escritor de Praga, un tal Franz Kafka, que había pasado una semana en el Wienerwald, acompañado de su novia, una joven judía polaca llamada Dora Diamant. Por las cartas de la época y los testimonios de sus amigos, se sabía de la estancia de ambos en Ortmann y del penoso viaje de regreso a Viena, a la Clínica Universitaria del doctor Markus Hajek.


Procedencia de la imagen:
http://deacademic.com/dic.nsf/dewiki/1232440 

martes, 13 de noviembre de 2018

lunes, 12 de noviembre de 2018

Cadena de lectura


 

A María Teresa Bueno
            Los libros dicen mucho de su dueño —gustos y centros de interés, carácter, viajes—, y más si este deja de alguna manera huella material de su paso por ellos.
Entre las páginas del Diccionario manual ilustrado de la lengua española que me acompaña desde 1980, voy acumulando papeles de todo tipo que por diversas razones quiero conservar —la fotografía en blanco y negro para el carnet de familia numerosa, el resguardo de una quiniela de fútbol, recortes de periódicos, postales y tarjetas que anuncian una exposición o la presentación de un libro, papelitos verde fluorescente con haikus trazados con pluma estilográfica, dos billetes (ida y vuelta) del vapor de El Puerto a Cádiz, la prueba de imprenta de la portada de uno de mis libros, un fragmento mecanoscrito de «El cantar de mía Capra», parodia de una compañera de clase (verano del 74), tarjetas de visita, el envoltorio de una chocolatina—, y que al cabo de unos años debo sacar y guardar en una carpeta aparte para evitar que el libro acabe deformado con el doble de su grosor.
            En otros libros también voy dejando pecios (unos pétalos de rosa, un billete de metro, la cuenta de la librería donde lo compré, el envoltorio de un azucarillo de Les Deux Magots, un marcapáginas, un calendario del 92, la entrada a un concierto de Bob Dylan), breves anotaciones y pequeñas marcas a lápiz (un asterisco, un punto, una equis, unas líneas subrayadas), cuya intencionalidad, a veces, se ha olvidado. Salvo en los libros de estudio, no es uno partidario de emborronar y afear los blancos de las páginas con subrayados y observaciones personales, aunque de cuando en cuando persiste en el desliz.
            El caso es que en ese aspecto soy un lector fisgón y me gusta encontrar esos tesorillos en libros ajenos, comprados en librerías de viejo y ferias de ocasión, que me han regalado, o que he rescatado de desvanes y estantes polvorientos. Lo primero que hago cuando me llega uno de esos libros es hojearlo con detenimiento para ver si figura el nombre de su propietario, fecha y lugar, una firma, un exlibris, una nota manuscrita, alguna referencia histórica, un subrayado, que me acerque a quien ha tenido entre sus manos ese mismo libro antes que yo. Evitaré al lector el pormenor y nulo resultado de la investigación que llevé a cabo buscando las trazas de una Christine W. de Montrémy, cuyo nombre figura en la primera página del ejemplar de Bouvard et Pécuchet que compré el verano pasado a un buquinista.         
Es uno amante, no de los libros antiguos, sino de los libros viejos —de 80, 90, 100 años—, que a veces semejan veteranos guerreros con luengas barbas, llamativas heridas y dolorosas mutilaciones, como la Antología poética de Unamuno que leo estos días, que ha llegado hasta mí sin portada, con las dos primeras hojas seriamente dañadas, que he protegido con papel de seda blanco y un forro de plástico. El libro, publicado por Editorial Escorial en 1942, lleva un prólogo de Luis Felipe Vivanco, y es valioso precisamente por eso: vinculada a la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda, Escorial era la editora de la revista del mismo nombre, donde escribía lo más granado del falangismo de la época, que se presentaba como única salvación política y cultural del país; Luis Felipe Vivanco fue uno de aquellos arraigados poetas propagandistas del régimen, luego llamados garcilasistas; en 1942, a seis años tan solo de la muerte de Unamuno, el falangismo ha olvidado la actitud rebelde del rector salmantino tras el famoso y silenciado enfrentamiento verbal con Millán Astray en el paraninfo de la Universidad, y en el prólogo se destaca la faceta religiosa, cristiana, del escritor bilbaíno, fagocitado así por el régimen, que busca su anclaje intelectual en la Generación del 98. Pero el libro es sobre todo valioso por lo puramente literario, pues en sus más de 400 páginas encontramos sobrada muestra del quehacer lírico de Unamuno, un enorme poeta de ideas y de profundas emociones, ensombrecido por el nivolista y por el polémico hombre público que fue.
            Con 76 años a sus espaldas, aun mutilado por el paso del tiempo, perdida la lozanía, la flexibilidad y la blancura del papel, el libro resiste y resistirá otros tantos si se lo trata con delicadeza, y entonces otro lector fisgón, además de los puntos trazados a lápiz por mí junto a unos pocos versos, encontrará la misma hoja suelta que yo encontré de un calendario americano correspondiente a un sábado 24 de febrero en la página 129, donde aparece el soneto titulado «La vida de la muerte», que reproduzco a continuación:

    Oír llover no más, sentirme vivo;
el universo convertido en bruma
y encima mi conciencia como espuma
en que el pausado gotear recibo.
    Muerto en mí todo lo que sea activo,
mientras toda visión la lluvia esfuma,
y allá abajo la sima en que se suma
de la clepsidra el agua; y el archivo
    de mi memoria, de recuerdo mudo;
el ánimo saciado en puro inerte;
sin lanza, y por lo tanto sin escudo,
    a merced de los vientos de la suerte;
este vivir, que es el vivir desnudo,
¿no es acaso la vida de la muerte?

            ¿Fruto del azar que esa hoja suelta cayera entre esas páginas? ¿O marca intencionada? ¿Quién la dejó ahí? ¿En qué lugar vivía esa persona, a qué hora del día y con qué disposición de ánimo leyó el soneto de Unamuno? ¿Joven? ¿Mayor? ¿En qué año?
Plantearme esas preguntas, leer varias veces el poema, es una forma de que el libro vuelva sentirse vivo, a renacer del olvido en que estaba hasta que una amiga me lo regaló. Hacía tiempo que no leía la poesía de Unamuno, no recordaba sus juegos de palabras, los endecasílabos blancos de El Cristo de Velázquez, el itinerario biográfico trazado en De Fuerteventura a París, los versos dedicados al paisaje salmantino, a su primer nieto, a su perro, o la romántica, desdichada, historia de amor narrada en Teresa.
Leo y releo el libro de Unamuno en estas tardes otoñales de lluvias y neblinas, y siento que entre mis manos vuelve a aletear el alma del poeta, como dice en estos versos escritos en marzo de 1929:

Aquí os dejo mi alma-libro,
hombre-mundo verdadero.
Cuando vibres todo entero,
soy yo, lector, que en ti vibro.

       Intuyo también las manos y los ojos jóvenes, atentos, emocionados, de quien leyó estos mismos versos en este mismo libro en que yo lo he hecho. De quien dejó —¿por azar?— ese hoja de calendario en la página 129. Intuyo también esa melancolía del lector cuando lee el último poema, cierra el libro y se asoma pensativo a la ventana con la imagen del poeta bilbaíno rebullendo en su interior.
            Salud, María Teresa, nos vemos en los libros.



lunes, 5 de noviembre de 2018

miércoles, 31 de octubre de 2018

lunes, 29 de octubre de 2018

Palabra de Pessoa (Ricardo Reis)


            La novedad nada significa por sí misma si no hay en ella una relación con lo que la precede.

*
            Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río.
Contemplemos con sosiego su curso, y aprendamos
que la vida pasa y no tenemos las manos enlazadas.
            (Enlacemos las manos)
*
            Haya invierno en la tierra, no en la mente.

*
            Nunca la ajena voluntad, aun sea grata,
cual propia cumplas. Manda en lo que haces.
Ni de ti mismo siervo.
Nadie te da quien eres. Nada te cambie.
Tu íntimo destino involuntario
cumple alto. Sé tu hijo.
*

lunes, 22 de octubre de 2018

La bella Dorotea


E. Manet, Retrato de Jeanne Duval















El sol agobia la ciudad con su luz recta y terrible; la arena deslumbra y el mar espejea. El mundo, aturdido, se hunde cobardemente y duerme la siesta, una siesta que es una especie de muerte sabrosa en que el durmiente, amodorrado, disfruta el placer de su anonadamiento.
         Sin embargo, Dorotea, fuerte y orgullosa como el sol, avanza por la calle desierta, único ser viviente a esta hora bajo el inmenso azul, y forma sobre la luz una mancha brillante y negra.
         Avanza balanceando suavemente su torso, tan fino, sobre sus caderas, tan anchas. Su ajustado vestido de seda, de un claro tono rosa, contrasta vivamente con las tinieblas de su piel y modela con precisión su largo talle, la concavidad de su espalda y su pecho puntiagudo.
         Su sombrilla roja, tamizando la luz, proyecta en su rostro sombrío el maquillaje sangriento de sus reflejos.
         El peso de su abundante cabellera, casi azul,  tira de su cabeza hacia atrás y le da un aire triunfante y perezoso. Pesados pendientes gorjean secretamente en sus lindas orejas.
         De vez en cuando la brisa marina levanta un extremo de su falda flotante y deja ver la pierna reluciente y magnífica; y su pie, semejante a los pies de las diosas de mármol que Europa encierra en sus museos, imprime fielmente su forma en la fina arena. Porque Dorotea es tan prodigiosamente coqueta que el gusto de verse admirada vence en ella el orgullo de la mujer emancipada y, aunque sea libre, camina sin zapatos.
         Avanza así, armoniosamente, feliz de vivir y con una blanca sonrisa, como si viera a lo lejos, en el espacio, un espejo que reflejara su porte y su belleza.
         A la hora en que los mismos perros gimen de dolor bajo el sol que les muerde, ¿qué poderoso motivo hace ir así a la perezosa Dorotea, bella y fría como el bronce?
         ¿Por qué ha dejado su pequeña casa tan coquetamente dispuesta, a la que unas flores y unas cortinas, tan poca cosa, confieren una perfecta intimidad; donde tanto disfruta peinándose, fumando, haciéndose dar aire o mirándose al espejo con sus grandes abanicos de plumas, mientras el mar, que bate la playa a cien pasos de allí, le hace a sus confusas ensoñaciones un poderoso y monótono acompañamiento, y mientras la olla en que cuece un guiso de cangrejos, arroz y azafrán le envía, desde el fondo del patio, sus aromas excitantes?
         Quizá tiene una cita con un joven oficial que en lejanas playas ha oído hablar a sus compañeros de la célebre Dorotea. Infaliblemente, esta simple criatura le rogará que le describa el baile de la Ópera, y le preguntará si se puede ir descalza, como en los bailes del domingo, donde las viejas cafrinas acaban ebrias y furiosas de alegría; y si las bellas damas de París son tan guapas como ella.
         Dorotea es admirada y mimada por todos, y sería perfectamente dichosa si no estuviera obligada a amontonar piastra sobre piastra para rescatar a su hermanita, que tiene ya once años, y que está ya madura, ¡y tan hermosa! Ella lo logrará sin duda, la buena Dorotea; el dueño de la niña es tan avaro, ¡demasiado avaro para comprender otra belleza que la del dinero!

martes, 16 de octubre de 2018

Cine cómico


Señoras emperifolladas con aparatosos sombreros, grandes bigotudos de grandes cejas postizas, obreros, transeúntes y curiosos, vagabundos, hombres gordos y mujeres gordas, jóvenes modositas con un novio gilí, camareros, dependientes, barberos y empleados de oficina, mozos de almacén, ricos de frac y chistera, golfillos zarrapastrosos… en las calles de la gran ciudad, en las esquinas con policía de porra y silbato, en los restaurantes, en trenes y tranvías, en coches de bomberos, en pistas de patinaje y en salas de music-hall, en la playa, en el parque de atracciones, en tiendas de tejidos, en las casas burguesas, en un barco de inmigrantes, en una oficina bancaria, en la pista de un circo, en una carnicería, en hoteles con ascensorista… se suceden guantazos, sombrerazos, escobazos, bastonazos, sartenazos, silletazos, martillazos y pisotones en pies gotosos, desmayos, tropezones, giros mareantes, caídas, encontronazos, desmayos, carreras y resbalones… Los niños de mi generación nos partíamos de risa con cine cómico, el programa de televisión que seguía a la película de la tarde de los sábados. Sentados en el suelo de la sala de estar, esperábamos con alegre excitación que en la pantalla en blanco y negro aparecieran el gordito Fatty, el bizco Ben Turpin, el atildado Harold Lloyd, Buster Keaton, el serio, a quien mi padre llamaba «Pamplinas», el gordo, jugueteando con la corbata entre sus dedos, y el flaco con su voz de flauta quebrada, los disparatados hermanos Marx, pero sobre todo Charlot, el vagabundo por excelencia, el hombrecito que a pesar de su marginación siempre conseguía ridiculizar al rico frente al pobre, a la autoridad frente al fugitivo, al aprovechado frente al ingenuo, al poderoso frente al débil, y cuya comicidad provenía de su habilidad física, de su capacidad gestual, de su ingenuidad, y de la ruptura de convenciones sociales, que le permitía seguir siendo un errante y divertido espíritu libre. En aquellos viejos televisores de lámparas y en las pantallas de los cines de barrio, con aquellos cómicos mudos, los niños de mi generación tuvimos la mejor escuela de la risa.
Charlot era un personaje popular entre los niños de mi edad, que ignorábamos entonces la caza al comunista declarada en Estados Unidos desde mediados de los años cuarenta. Su creador, Charles Chaplin, se había convertido en un hombre rico y famoso, célebre también por sus varios matrimonios y sus muchos hijos, que aparecía con frecuencia en las revistas del corazón.
            Cuando los niños nos hicimos jóvenes descubrimos que Charlot, sin perder el humor, había hecho películas serias.
            Hace unos días volví a ver en la televisión El gran dictador, y a recordar la primera vez que la vi: Córdoba, primeros de junio de 1976; veinte años; tercer año de Facultad; últimas clases del curso y exámenes finales. ¡Al fin llega a las pantallas españolas la obra maestra de Charles Chaplin! El gran dictador, Paulette Goddard, Jack Oakie. Mayores 18 y menores acompañados, anunciaba la cartelera.
Mi memoria ha asociado siempre esa película a la primera muestra de cine histórico que se celebró en Córdoba esos mismos días (del 7 al 13 de junio), organizada por el sacerdote cinéfilo Rafael Galisteo Tapia. Me ha hecho creer durante todos estos años que la película de Chaplin formaba parte de la muestra de cine histórico, pero hace unas semanas pude comprobar que no, que fue casualidad —¿o causalidad?—, simple coincidencia de fechas. La película de Chaplin se había estrenado en Madrid el 22 de marzo, pero llegó a Córdoba en aquellos primeros días de junio.
            Vi El gran dictador en el paraíso del cine Góngora, al día siguiente de su estreno en nuestra ciudad. Iba solo. Recuerdo la expectación, la larga cola, algunos comentarios: estreno en Nueva York, el senador McCarthy, la censura, el exilio en Suiza, los aplausos del día anterior…
            Charlot, ahora barbero judío, no olvidaba su esencia cómica, pero en esta ocasión los malos lo eran de verdad y la crítica, la sátira, feroz, una amarga andanada contra las dictaduras, contra la persecución de los judíos, contra el militarismo.
            Recuerdo la larga ovación cerrada, todo el público en pie, tras el discurso final del barbero —era la primera vez que escuchábamos la voz de Charlot—, aplaudiendo la valentía, la sensibilidad, la verdad, la esperanza. Habían pasado solamente cinco meses de la muerte de Franco y quedaba por desmontar todo el aparato de la dictadura para dejar paso a la democracia. Chaplin nos emocionaba ahora por el lado serio de la vida, por el lado del compromiso, por la ilusión con que los jóvenes acogíamos aquella historia, aquel famoso discurso que aún mantiene vigencia. Fui consciente, mientras aplaudía, de estar en un cine y de haber visto una película, una ficción, pero de estar también en un acto político, de afirmación de una voluntad colectiva, de asistir a una ocasión histórica, a un momento inolvidable de reivindicación emocional e ideológica. Sí. Charlot invitaba a la deserción de los soldados, a la lucha contra los totalitarismos, a la conquista de la democracia por el pueblo, de la libertad, al derecho a la utopía, a la felicidad.  
            El mensaje de Chaplin llegaba cuando nuestro país daba sus primeros pasos hacia las primeras elecciones libres tras cuarenta años de dictadura, y los jóvenes creíamos profundamente que la democracia traería trabajo, seguridad y futuro. El nuevo mundo que proponía el barbero judío —¡Vosotros, el pueblo, tenéis el poder!— encajaba con la nueva España que los jóvenes empezábamos a vivir.