martes, 30 de julio de 2019

El ovillo de la mitología, la literatura, el verano…


Esta mañana me acerqué al cañaveral de la huerta de La Gavia para cortar algunas cañas por las que hacer trepar unas matas de judías verdes que acababa de plantar. Mientras observaba las más a propósito deseé que soplara la brisa mañanera por si al rozarse con ellas se escuchaba el triste lamento de la ninfa Siringe, y me acordé de un soneto de don Luis de Góngora, «Las tablas del bajel despedazadas», del que me ocuparé más adelante.


Hablaré hoy de transformaciones, de la conversión de una cosa en otra, de metamorfosis de personas y de palabras, de aquellos remotos tiempos en que los dioses gobernaban el mundo a su antojo y los pobres mortales se limitaban a elevar plegarias y ofrecer hecatombes para que los olímpicos les fueran favorables.
En la ciudad de Nonacris, en la región de Arcadia, sí, la feliz Arcadia pintada por los artistas como paraíso, fantástica región de la paz y la abundancia, utópico espacio al que soñaba irse de pastor Don Quijote en la segunda parte la novela, vivía Siringe, una dríade que había consagrado su vida a la diosa Artemisa, siempre con el carcaj a la espalda, dedicada a la caza con su arco de asta. Hermosa, joven aún —las dríades son ninfas de los bosques cuyas vidas duran tanto como las del árbol o arbusto al que están unidas por el mito—, la vida de Siringe transcurría libre y feliz hasta el día en que puso sus ojos en ella el dios Pan.
Hijo del olímpico Hermes y de una cabra —los inmortales no conocían límites en sus apareamientos—, la leyenda negra lo hace responsable de la palabra «pánico», que fue lo que debió de sentir su madre cuando lo dio a luz: cubierto de abundante vello todo el cuerpo, dos cuernos en la frente, apariencia caprina de cintura para abajo. El padre Hermes, acostumbrado a todo tipo de apariencias, envolvió a su vástago en una piel de liebre y se lo llevó al Olimpo, donde el faunillo creció alegrando con sus trastadas el pecho de los dioses. La leyenda blanca le atribuye la paternidad del prefijo pan / panta (todo).
Fuese por su aspecto monstruoso, o por su habilidad para camuflarse y desaparecer en el bosque y producir ruidos que aterrorizaban a quienes los escuchaban, Pan creció y acabó convertido en un sátiro de tomo y lomo, en un salido, perseguidor de muchachas y de muchachos, en un ser lascivo dominado por el lubricio, a quien gustaba echar sus siestas, como al ganado, tumbado a la sombra de los árboles en la frescura de las riberas.
El encuentro entre Pan y Siringe fue casual. Ella bajaba del monte Liceo, a donde había subido a cazar. Él la requirió enseguida. Siringe conocía el percal. Pan estaba excitado, ardiendo por la pulsión sexual. No estaba dispuesta a perder su virginidad, consagrada a Artemisa, y echó a correr despavorida. El fauno la siguió por la espesura del bosque. El río Ladón corta la carrera de Siringe, que se mete en el agua y se esconde en un cañaveral. El sátiro ya está a punto de alcanzarla. Ante la pánica cercanía y la seguridad de perder la flor de su pureza, la dríade implora a las ninfas del río, que la salvan en el último momento: cuando el sátiro cree tener entre sus brazos la carne palpitante de Siringe descubre que está abrazando un haz de cañas.
Mientras busca a un lado y a otro el rastro perdido, corre una brisa entre las cañas y Pan cree oír en el rumor la voz de Siringe lamentándose. Inspirado por el numen, el sátiro se apresura a cortar una de las cañas en varios trozos desiguales, los une con cera, acerca sus labios y sopla…
Sobre el murmullo de las aguas del Ledón fluye la pánica melodía…

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Las dulces cadencias de aquella siringa inventada por Pan, llamada también caramillo, flauta de Pan o zampoña han llegado hasta nuestros días, aunque su eco va apagándose y ya es cada vez más raro oírlas por las calles anunciando a los afilaores
Todo esto se me vino esta mañana, cuando fui a cortar unas cañas en La Gavia. Y los versos de don Luis de Góngora.




martes, 23 de julio de 2019

El contexto de las guerras


Mi primera lección sobre la guerra la recibí de mi madre cuando la oí cantar aquellos célebres tanguillos de Cádiz una mañana de Esparragal en que ella andaba de limpieza casera: Napoleón Bonaparte, Pepe Botella, los franceses traicioneros, el 2 de Mayo, Bailén, el nacionalismo, Agustina de Aragón, Daoíz y Velarde, el asedio a la tasita de plata, los carnavales, Lola la Piconera, aquella ilustración de la enciclopedia Álvarez con el laurel victorioso, la bandera patria ondeando airosa con fondo de ruinas de guerra y sol naciente, y un bicornio ensartado por un sable…
—Mamá, ¿qué son tirabuzones?... ¿y gabachos?

*

En febrero de 1968 cumplí doce años. Hice el segundo curso de bachillerato en Pozoblanco y en octubre destinaron a mi padre a Córdoba, así que al empezar tercero hubo que recurrir a la matrícula viva e inscribirme en el instituto Séneca, donde acabé el curso en junio del 69 con notas aceptables. Años raros: traslados de un pueblo a otro (pantano del Bembézar, Gibraleón, Córdoba, Pozoblanco), llantos al despedirme de los amigos (Currito, El Pocho, Paco Bautista, Rafalín Ortiz) cambios de profesores, de calles, de paisajes, de palabras —en un sitio nos combinábamos la pelota jugando a fútbol, en otro nos la cambiábamos; aquí jugábamos al salto a piola, en el Campo de la Verdad a Sevilla eléctrica—, inestabilidad emocional, y las hormonas disparadas, enredando, confundiendo, transformando…
Fuera de mí, en España, en el mundo, también había cambios: el mayo de París, la primavera de Praga, la guerra de Vietnam, la guerra fría, el Benelux, la carrera espacial, el programa «Apolo» de la NASA y los lanzamientos retransmitidos desde Cabo Cañaveral, el La, la la de Joan Manuel Serrat y el de Massiel… Iba uno buscando identidad, masturbándose y arrepintiéndose, transformándosele el cuerpo, mirándose el bozo en el espejo, el vello en la barbilla, en las piernas. Tenía tiempo también para leer: una novela del médico surafricano Christian Barnard sobre su primer trasplante de corazón; artículos y reportajes sobre el black power en la revista Reader’s Digest que coleccionaba mi tío Anselmo, el diabólico millonario Gog, de Giovanni Papini, Los curas comunistas, El alma se apaga, El mono desnudo, El miedo a la libertad… los primeros ejemplares de Astérix y novelas del oeste en las siestas calientes del verano. Una de las imágenes nítidas de aquel 1968 pertenece a las olimpiadas de México: los atletas negros Tommie Smith y John Carlos en el podio tras la carrera de 200 metros, en la que resultaron primero y tercero, un brazo al cielo, la mano cerrada en puño con un guante negro, la cabeza hacia abajo en señal de respeto mientras sonaba el himno nacional de Estados Unidos… Ah, qué gozada, qué fuerza, qué justicia la que reclamaban. Otra de las imágenes de aquellas olimpiadas recoge el momento en que Dick Fosbury sorprende al mundo con su salto de espaldas sobre la barra de altura… Qué maravilla. De ambas escenas tenía fotografías que había recortado de revistas y que adornaban uno de mis cuadernos de clase. Otra de las fotografías era precisamente la de la ejecución sumaria del vietcong. Un estremecimiento cada vez que la miraba.

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No tenía uno edad de andar en manifestaciones ni asambleas, pero sacando hilos por aquí y por allí iba formándome una idea de dónde vivía y con quién me identificaba. Era lo mismo que me pasaba en el cine con las películas de indios y vaqueros. Muy pronto comprendí que los indios eran los expulsados y estuve de su parte. Igual me pasó con los negros estadounidenses, y luego con los surafricanos, antes de saber quién era Nelson Mandela, con los estudiantes parisinos y con los de Praga, que se subían a los tanques y preferían las flores a las armas, con los vietnamitas de Ho Chi Minh, con los alemanes que se arriesgaban a pasar al otro lado del muro, con los obreros que una vez me encontré en apretada marcha a la caída de la noche calle Marcelo arriba gritando como una sola voz recia ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! El cacao mental de un adolescente que está solo para reconocerse y ubicarse.
            Luego llegamos a Macondo, tocamos por primera vez el hielo, nos arrebató el mágico olor de Remedios la bella, y vimos llover flores amarillas cuando murió José Arcadio Buendía, conocimos a Ricardo Arana y al teniente Gamboa, descubrimos los cronopios y las famas, mientras esperábamos la muerte del dictador. Cantábamos canciones de Aguaviva, de Jarcha, de Paco Ibáñez en las plazuelas, en el Patio de los Naranjos y en las estancias en penumbra de las tabernas, escuchábamos a Serrat y a Mari Trini, a Moustaki, a Brassens, a Brel y a Leonard Cohen… y empezábamos a conocer historias de la España peregrina y republicana.
A punto de alcanzar la libertad y echarnos a volar.


                               *

viernes, 19 de julio de 2019

El eco de las guerras


Mi primera imagen del horror de la guerra, del miedo a morir con el pecho atravesado por una bala, del abismo de inconsolable pesar al que se asoma quien tiene ante sí un pelotón de fusilamiento, constatación también de lo fácil y rápido que resulta segar una vida, fue «El 3 de mayo en Madrid», el cuadro con el que Francisco de Goya refleja la inmisericorde masacre perpetrada por las tropas napoleónicas contra el pueblo madrileño ese día de 1808.
            El desgarro desesperado del personaje central, un descamisado, encarnación del anónimo héroe popular, con los brazos abiertos hacia el cielo y un estigma en la palma de su mano derecha, un Cristo de los nuevos tiempos románticos, la sobrecogedora angustia con que se va de este mundo, gritando quizá una consigna contra el invasor, invocando quizá la libertad, desgarradamente resignado; más el pánico de los que esperan turno, encogidos, pegados unos a otros, temblando, mordiéndose los dedos, rezando, tapándose los ojos, aterrados; más los muertos, amontonados unos sobre otros, y los regueros de sangre empapando la tierra; más el pavor del ciego pelotón de soldados sin rostro que apuntan y disparan a dos metros escasos de los condenados: el reino del terror en todo su lamentable poderío.
            Las dos siguientes imágenes fueron tomadas durante la guerra de Vietnam. Ambas acapararon titulares en televisiones, radios y periódicos de todo el mundo. Ambas presentaban la cara más despiadada del ser humano, la barbarie sinsentido, el salvajismo sanguinario que provoca esa demencia colectiva que es una guerra. La secuencia de la primera es como sigue: un grupo de soldados lleva esposado y escoltado por una calle de Saigón a un vietcong —un hombre joven, delgado, descalzo, con pantalón corto de color negro y camisa de cuadros, que camina serio, reconcentrado, invocando quizá a sus dioses orientales, o pensando en los suyos, o aterrorizado por el presagio de su muerte inminente, o agarrándose quizá a una remota esperanza de seguir con vida—, el grupo se detiene en mitad de la calle, un  militar, el general Nguyễn Ngọc Loan, indica a los soldados con un gesto del brazo que se aparten y mientras da dos pasos para situarse al lado derecho del prisionero, ha sacado una pistola de la funda que lleva en la cintura; al prisionero le ha dado tiempo a ver el arma en la mano del general y elevarla hacia su cabeza. Ese es el momento que capta la fotografía que circuló por todo el mundo: el revólver a una cuarta de la sien del prisionero, justo antes de que salga la bala que le atravesará la cabeza. Espeluznante.
            La segunda fotografía está tomada el 8 de junio de 1972: unos niños huyen aterrados de un bombardeo en las afueras de Saigón. Corren despavoridos delante de unos soldados. Los cinco van descalzos. A la izquierda, en primer término, corre un niño con el cuerpo como agarrotado y las manos cerradas en puño, signo evidente del atenazamiento provocado por el pánico, una estremecedora mueca de máscara griega su rostro; detrás de él, el más rezagado, el más pequeño, mira el horror que hay detrás de ellos, una espesa cortina de humo producido por el devastador bombardeo con napalm; a la derecha, una niña de nueve o diez años lleva de la mano a otro más pequeño que ella, quizá su hermano; la protagonista, en el centro de la imagen, es la niña que corre despavorida, completamente desnuda, quemados su cuerpo y sus brazos por el gel de gasolina. No se puede sentir más dolor ni más pánico al mismo tiempo que el que sienten estos niños que huyen del napalm americano.
            La última fotografía que traigo es también suficientemente conocida. Al escenario le falta concreción: al fondo, unas nubecillas alargadas por la derecha, un suave perfil de cerros, no de altas sierras, y en primer plano un terreno en leve pendiente como de mies segada o de barbecho en verano. La imagen, en blanco y negro, carece de nitidez, de limpieza de enfoque, no está movida, pero muy cerca le anda. No es foto de estudio, sino instantánea. En primer término, en la izquierda, muy cerca de donde estaba el fotógrafo, un hombre en el momento de caer al suelo, como si viniera corriendo cerro abajo y un disparo de frente —¿o desde su espalda?— lo hubiera alcanzado en su carrera. El hombre está detenido a media caída, solo sus pies, con alpargatas de loneta negra y esparto, tocan tierra. El brazo derecho se abre hacia ese lado en toda su extensión y la mano ha soltado ya el fusil que portaba. En su abatimiento, ligeramente caída hacia la izquierda su cabeza, el hombre parece ofrecer el pecho al horizonte abierto frente a él. Viste ropas claras: camisa blanca con las mangas remangadas por encima del codo, pantalón de tono algo más oscuro (¿caqui?), correajes y cartucheras negras, faltriquera de tela para la documentación, gorro de imprecisa forma y factura. El rostro ofrece facciones imprecisas: cejas espesas, piel muy tostada por el sol. Es la famosa «Muerte de un miliciano». No entraré aquí en si la instantánea fue tomada por el húngaro Endre Ernő Friedmann o por su novia alemana Gerta Pohorylle, conocida también como Gerda Taro, fotógrafos los dos, que en el París de los primeros años 30, para cobrar más dinero por sus trabajos, se inventaron la figura de un fotógrafo estadounidense, Robert Capa, de quien se presentaban como ayudante y secretaria; si la imagen recoge un hecho real o es un “posado”, si está tomada en Cerro Muriano o en Espejo, si el protagonista es o no el miliciano anarquista de Alcoy, Federico Borrel García, si está tomada a las nueve de la mañana o a las cinco de la tarde.
La imagen del miliciano abatido es representación de la España derrotada por el fascismo, de una España popular y anónima que empuñó las armas para defender a la República, a los políticos e intelectuales que habían hecho florecer la posibilidad de vivir un país más justo, con menos pobreza, con más educación, menos sombrío, más feliz. Sin ser una imagen tremebunda, la imagen dramatiza el cainismo de aquella España del 36. La muerte de ese miliciano es la muerte de una esperanza colectiva, de una España que además de vencida en la guerra fue perseguida, encarcelada y fusilada en la posguerra, u obligada al exilio.



lunes, 15 de julio de 2019

Lenguas vivas, palabras vivas


Las lenguas, salvo que ya estén muertas, son organismos vivos —como las personas, como los árboles—, en constante, darwinista, adaptación al medio: incorporan reglas, palabras y expresiones nuevas conforme avanzan los tiempos, y relegan otras por obsoletas. Lo peor que puede ocurrirle a una lengua —a una persona, a un árbol— es la anquilosis, el inmovilismo, convertirse en un organismo regido por un conjunto de rígidas normas, con un corpus léxico también cerrado, en que se juzga la expresión de los hablantes según se atenga o no a ese reglamento antinatural. No es el caso del español de nuestros días, que goza de buena salud.

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Imperialismo lingüístico: el inglés se cuela a diario en cualquier situación comunicativa, desde el supermercado a los noticiarios de radio y televisión, pasando por conversaciones en la terraza de un bar, diálogos entre adolescentes, videojuegos o mensajes de guasap. No hay que cerrar el paso a los préstamos lingüísticos, no hay que ser talibanes del español —por tirar de un préstamo persa—, integristas de la pureza del idioma. Eso es ir contra los tiempos, contra la Historia, que marcha hoy por el camino de lo anglófilo, de la mezcolanza y el intercambio de culturas.
Pero el ciclo hegemónico del inglés pasará, igual que ocurrió con el español, que  se hablaba en las principales cortes europeas del Renacimiento y con el francés de la nobleza rusa en el XVIII. Es el panta rei, el «todo pasa», el flujo heraclitano del devenir.

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Una lengua solo cumple su función —comunicar— cuando el usuario tiene a su disposición y usa en sus comunicaciones diarias un repertorio que le permite nombrar todo cuanto tiene dentro de sí y cuanto hay fuera de él. Cuanto más se nos quede dentro sin poder decir, porque la lengua no dispone de esas palabras, o sin saber decirlo, porque desconocemos las palabras adecuadas, peor: menos habremos dicho de nosotros y más infelices nos sentiremos.
Conocedores de los mecanismos internos de la lengua, poseedores de un vocabulario en constante crecimiento, capaces de expresar nuestros sentimientos, de perfilar con precisión nuestras emociones y estados de ánimo, de comunicar lo que pensamos sobre nosotros mismos o sobre los otros, de etiquetar con el aguijón acertado la catadura de tal político, el carácter de una vecina o la opinión sobre un profesional que nos ha atendido, así serían para mí los hablantes ideales en una sociedad bienhablada, en una república ideal, no la de Platón, que echó de ella a los poetas por mentirosos, por decir las verdades en metáfora.

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Uno de los procedimientos que tiene nuestro idioma para enriquecer el léxico es la revitalización, o sea, el darle nueva vida a una palabra que ya no se usa, asignándole un matiz significativo nuevo. Sí, reciclaje de palabras. Un ejemplo clásico es la revitalización del arabismo «azafata», que in illo tempore designaba a la criada de la reina que  “servía los vestidos y alhajas que se había de poner y los recogía [en un azafate] cuando se los quitaba”, y que hoy aplicamos a las personas que ayudan a los pasajeros de un avión, o de otro transporte público, y a quienes atienden a los participantes en conferencias, congresos y convenciones.
Ese procedimiento es el utilizado con la palabra «chacoloteo», que encontré en el primer tomo de La vuelta al mundo de un novelista, de Vicente Blasco Ibáñez. En la página 116 leemos: “Mi camarote, mudo hasta ahora, cobija en cada rincón blanco un duende que se divierte haciendo chacolotear maderas y hierros, con una estridencia que me enerva y corta mi sueño”. Por el contexto, es fácil entender que estamos ante un ruido producido por el entrechocar de las maderas y los hierros, pero la palabra es nueva y acudo al diccionario. Y me maravilla la especialización del término: “chacolotear: dicho de la herradura, hacer ruido por estar floja o faltarle clavos”. En el significado original de esta palabra, que es una creación imitativa, onomatopéyica, está esa limitación exclusiva al ruido de la herradura cuando está suelta. Qué finura y agudeza la del castellano. Cuando la toma el novelista valenciano, le añade un matiz, una acepción más: el golpeteo de madera con hierro. Y cuando utiliza la palabra por segunda vez, la aportación significativa es curiosa, sorprendente, exótica. Pasea el novelista por las calles del centro de Tokio y se asombra del rítmico ruido que producen al andar los chanclos de madera de los japoneses: “En las aceras de asfalto el paso de los transeúntes sostiene un continuo chacoloteo. Por encima del estrépito de los vehículos y los gritos de la muchedumbre resuena como un acompañamiento incesante, sirviendo de fondo a los demás ruidos, el chap-chap de miles y miles de pies, que al moverse levantan con los dedos su calzado de madera y vuelven a dejarlo caer” (228)”.
En esta segunda cita, ha crecido la semántica del vocablo, se ha ampliado a cualquier golpeteo sostenido, como el que produce, por ejemplo, mientras escribo, la barra metálica del estor, movido suavemente por la brisa, al percutir con el marco metálico de la ventana.



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sábado, 13 de julio de 2019

Una onza de plomo


Como tarea de verano, este año me he propuesto escanear todos los recortes de prensa que tengo encarpetados en mi cómoda Mondrian. Relacionados por lo general con la literatura y con el idioma español —los hay también de música, de pintura, de filosofía, de viajes—, los recortes suelen estar pegados en folios reciclados, impresos por una cara, y clasificados por nacionalidades (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Irlanda, Portugal…) o por el asunto: aforismos, teoría de la novela, el oficio de escribir, la guerra civil, la educación, la lectura…
Siento una aflicción muy cercana a la tristeza y a la melancolía por deshacerme de estos recortes que me han acompañado desde hace más de cuarenta años, y que me han servido para aprender y para preparar mis clases de Lengua y de Literatura, pero el sentido práctico se impone y en mi biblioteca no caben más papeles. Por otra parte —me digo esto como consuelo—, sé que no estoy condenando al contenedor azul incunables ni documentos remotamente parecidos, solo artículos, reportajes y noticias que cualquiera puede encontrar en las hemerotecas.
Entre otros recortes, esta tarde le ha tocado la digitalización a un artículo del periodista y crítico literario Jacinto Antón, aparecido en El País el domingo 18 de julio de 1999, titulado «¡Bang!: pistoleros de tercera, ventas de primera», sobre las novelas del Oeste de los años 60. Qué gozada releerlo y recordar: Marcial Lafuente Estefanía, Keith Luger, Silver Kane, Meadow Castle…
He volado a mis 15 años, a mis 16. Al piso de la calle Altillo en el Campo de la Verdad. Al verano. A una manta extendida en el suelo. A la penumbra. Al silencio tórrido, al infierno de Córdoba en la hora de la siesta.
Habríais visto allí, en el portal número 9, primera planta, último piso de la galería izquierda, tumbado en una manta en el pasillo de la entrada, oyendo, sintiendo, el traqueteo de las máquinas de la Tipografía Católica, que arrancaban a las cinco de la tarde, a un muchacho con una novela de Marcial Lafuente, y luego con otra, quizá de Silver Kane. Algunas tardes eran tres. Esperando la hora de una ducha con agua fría, la merienda, y salir pitando en busca de los amigos.
No sé cuántas novelas del Oeste pude leer en esos dos años. Cientos. Las novelas las pagaba mi padre. Digo que las pagaba porque muchas veces no las podía leer a mi ritmo, y aunque no le diera tiempo a leer las que yo sí, había siempre reserva para él. Yo era el encargado de cambiarlas en el quiosco de Manolita: siempre había un tira y afloja con ella, porque la mujer miraba por su negocio y le sacaba más dinero al venderlas nuevas que al cambiarlas. Le buscaba defectos y mal uso a las que llevabas para cambiar, y unas veces consentía ella y otras consentías tú.
Era aquel un curioso circuito de lectura. Comprabas una novela nueva, supongamos que por seis pesetas. Cuando la leías e ibas al quiosco a cambiarla por otra ya perdía valor. No recuerdo ahora los precios de mercado, pero esa cantidad iba disminuyendo según el estado del ejemplar. Hasta que la novelilla había pasado por tantas manos que ya era imposible el trueque, salía de circulación y tenías que tirarla a la basura y comprar otra nueva.
Todo era previsible en esas novelas. Respondían al estereotipo en todos los aspectos, directas al bulto: un tipo duro que cabalga solitario, noches en la pradera con un café que perfora el estómago, unos forajidos abusones, una chica desvalida y enamoradiza, un personaje “terco como una mula tejana”, un desafío a muerte y una onza de plomo en el entrecejo del malvado.
Y aquellas portadas de colores.