lunes, 16 de septiembre de 2019

84, Charing Cross Road


   El día 5 de octubre de 1949, Helene Hanff, una “escritora pobre amante de los libros antiguos”, afincada en Nueva York, después de ver un anuncio en una revista literaria, escribe una carta a la librería de viejo londinense Marks & Co., ubicada en el 84 de Charing Cross Road, adjuntándole una lista de libros que no encuentra en las librerías de su ciudad y que, si los encuentra, o son carísimos, o están mugrientos y “llenos de anotaciones escolares”.
      Así comienza la historia de una relación epistolar que se cierra 20 años después. El grueso de esa correspondencia —48 cartas—, abarca los años 1949 a 1952. El resto se reparte de manera desigual —tres cartas al año, dos, una, o ninguna— durante diecisiete años, hasta octubre de 1969. El libro se cierra con una última carta de Sheila Doel a Helene Hanff y un post scriptum del editor Thomas Simonnet, y deja una sensación agridulce en nuestro ánimo, mezcla del goce de haber leído una hermosa y emotiva historia, y de melancolía por comprobar cómo el paso del tiempo acaba con las personas y las cosas queridas.
      Cuando leemos la primera carta del libro, no imaginamos que esa relación comercial entre cliente y vendedor crezca de la manera que lo hace. De familia de inmigrantes judíos, nacida en Filadelfia en 1916, Helene Hanff es en realidad una escritora inédita y desconocida, que no ha conseguido colocar, en los diez años que lleva en Nueva York, un solo texto teatral en las carteleras de Broadway. A sus treinta años, sus prioridades son lograr un trabajo estable relacionado con la escritura y completar una buena formación lectora que no pudo adquirir antes por no haber pasado por la Universidad. En este aspecto, su objetivo es familiarizarse con el canon literario anglosajón: Stevenson, Geofrey Keynes, Samuel Pepys, Lawrence Sterne, Alexis Tocqueville, Richard Burton, Samuel Johnson, Geoffrey Chaucer, John Donne, G. B. Shaw… En cuanto a sus trabajos literarios, vamos viendo cómo la escritora comienza a levantar cabeza con guiones para series de televisión, encargos de ensayos históricos, libros infantiles, cuentos, una autobiografía, hasta que le llega el éxito, a los 54 años, con el libro que nos ocupa, del que se hicieron adaptaciones teatrales, un telefilme producido por la BBC y una película protagonizada por Anne Bancroft y Anthony Hopkins. Tal como se muestra en sus cartas, es una mujer de vida algo bohemia y desordenada en casa, su aspecto, confiesa, “es tan elegante como el de una mendiga de Broadway. Visto jerséis apolillados y pantalones de lana, porque donde vivo —14 East 95 th Street— no encienden la calefacción durante el día” (25), fumadora, bebedora de ginebra, con sentido del humor y de la ironía, que enseguida se hace cercana, tanto al lector como a sus corresponsales del otro lado del Atlántico, jamás compra un libro que no haya leído antes, es amante de la literatura histórica —ensayos, biografías, diarios, memorias, libros de viajes…—, y no frecuenta el género novelesco, excepción hecha de Jane Austen, pues no siente interés por “cosas que sé que jamás les ocurrieron a personas que no existieron” (63).
      En cuanto a la otra parte, a los corresponsales londinenses, enseguida nos sorprende también empezar a conocer sus vidas y su carácter. Las primeras cartas de la librería Marks & Co. van firmadas con unas simples iniciales, FPD, hasta la del 20 de diciembre de 1949, en que aparece el nombre de uno de los empleados de la librería, Frank Doel, un excelente profesional, respetado en el gremio, hombre sereno y equilibrado, que gasta la mejor flema inglesa, nunca le escribe una palabra mayúscula a la escritora, al contrario, siempre explica serenamente las razones de sus tardanzas o de sus errores, y no se inmuta ante los enfados y gritos, más fingidos que reales, de Helene Hanff cuando recibe un libro mal traducido: “¿QUÉ PORQUERÍA DE BIBLIA PROTESTANTE ES ESTA?”, las mayúsculas son suyas (14); cuando el libro está expurgado: “¿Y A ESTO LO LLAMA USTED UN DIARIO DE PEPYS” (50); o cuando tardan en enviarle alguno de sus pedidos: “Querido Relámpago: Me aturde usted enviándome a semejante velocidad vertiginosa el Leigh Hunt y la Vulgata. Probablemente no se da usted cuenta de que apenas hace poco más de dos años que se los pedí. Si sigue manteniendo este ritmo, va a sufrir un ataque cardíaco… (53).
      Pero no es Frank Doel el único en escribir a la amiga americana. Para agradecerle el envío de algunas provisiones —conservas de pescado, carne, huevos, galletas…—, que les hagan más llevadero el fuerte racionamiento establecido en Inglaterra desde el final de la II Guerra Mundial hasta finales del verano de 1953, pronto se incorporan al epistolario otros empleados de la librería: Cecily Farr, casada con un piloto de la RAF destinado en un emirato árabe; Megan Wells, que piensa irse a Suráfrica; Bill Humpries, catalogador de la librería; Mary Boulton, la vecina octogenaria de los Doel, que le ha enviado a Helene un mantel bordado a mano; la propia señora Doel, Nora, que le cuenta de sus hijas Sheila y Mary, maestra una y bibliotecaria la otra, que se han comprado un coche, que le envía la receta del pudin de Yorkshire o que la invita unos días de vacaciones.
   De todas estas menudencias privadas, y de otras que dejamos al lector, nos vamos enterando conforme avanzamos en este epistolario, que nunca deja de ser comercial, pues se habla de libros, de sus precios, de sus contenidos, de su aspecto exterior, aunque también tiene mucho de epistolario privado, sin que se omitan alusiones a acontecimientos históricos —aparte del duro racionamiento de posguerra—, como el milagro alemán o la rápida modernización de Japón, las elecciones inglesas de 1951, tras las que Winston Churchill volvió a ser elegido, la muerte del rey Jorge VI y la coronación de Isabel II, retransmitida por la radio y la televisión, la liga de béisbol estadounidense —Helene Hanff era seguidora de los Dodgers de Brooklyn; Frank Doel, de los Spurs de Totenham—, los Beatles, el turismo de masas en Londres y los jóvenes mods y hippies que invadían Carnaby Street. La historia contemporánea colándose en este simple intercambio de cartas entre una librería londinense y una clienta neoyorquina.
      84, Charing Cross Road es un buen libro que se ha escrito sin querer, sin premeditación, siguiendo el hilo de la vida de los corresponsales, con la naturalidad propia de quien ni por asomo piensa que sus cartas tengan interés para alguien ajeno, o que vayan a ser publicadas. No creo que en nuestro país, ni en otros de su entorno, pudiera darse hoy una relación como la que se desarrolla en este epistolario, porque supone un tipo de comunicación —la carta— que hemos desterrado de nuestras vidas, y ese es uno de los motivos de melancolía que nos revolotea cuando cerramos el libro.
      Este libro viene a demostrar una vez más que las sencillas novelas de la vida son con frecuencia mucho más atractivas y sorprendentes, de mayor calado emotivo, que las novelas de ficción: las mejores historias suelen estar en la vida, no en la imaginación de los escritores.

domingo, 8 de septiembre de 2019

La vida ante nosotros


Hace unas semanas, cuando pasábamos unos días de playa en Nerja —la de Chanquete, y la del Balcón de Europa, al que se asomó Alfonso XIII en fecha memorable, como atestigua su figura en bronce mirando hacia el África que no pudo conquistar—, reservamos parte de una tarde para ir a la librería de viejo de la calle Granada que ya conocíamos de otros años, Nerja Book Centre, que tiene sobre todo literatura inglesa, pero también secciones en otros idiomas. Yo encontré una biografía de Van Morrison y el volumen primero de las obras escogidas de Faulkner, editado por Aguilar en 1965. Paula nos sorprendió doblemente: un libro que seguía el rastro de los gatos en la historia de la literatura, y una novela, La vida ante sí, de un desconocido Émile Ajar, publicada en la colección «Reno» de Plaza & Janés, que ella había leído en francés y que nos recomendó vivamente, haciéndonos saber que el nombre del autor era el pseudónimo de un conocido novelista.
El buen doctor Katz, estimado por árabes y judíos del barrio. El señor Waloumba, de Camerún, barrendero, y tragafuegos en sus ratos libres en el bulevar Saint-Michel, comparte habitación con ocho compatriotas. El señor N’Da Amédée, nigeriano, proxeneta de las prostitutas que hacen la calle en los mejores 25 metros de Pigalle, viste pantalón, chaqueta, camisa y corbata de color rosa, igual que sus zapatos y las uñas de las manos, que lucen brillantes en cada uno de sus dedos; manda cartas a su familia en África haciéndoles creer que es empresario de obras públicas. Los hermanos Zaoum, cuatro forzudos con un negocio de mudanzas. La señora Lola, un senegalés de 35 años, campeón de boxeo en su juventud, travesti ahora que hace la noche en el Bosque de Bolonia. El señor Louis Charmette, francés, oficinista jubilado de los ferrocarriles, recibe una carta al mes de su hija. El señor Hamil, 85 años, antiguo vendedor de alfombras que peregrinó a La Meca, casi ciego y con serios problemas de memoria, apasionado lector de Víctor Hugo, maestro y consejero espiritual de Momo. Kadir Youssef, proxeneta, asesino de su protegida Aixa en un arrebato de locura, internado en una institución psiquiátrica durante 11 años; Kadir y Aixa son los padres de Momo. Estos son los personajes que entran y salen del sexto piso de un edificio de la calle Bisson, en el parisino barrio de Belleville. En ese piso, la señora Rosa, judía nacida en Polonia, superviviente de los campos de concentración, prostituta en tiempos, regenta un «clandé», una casa clandestina de acogida de ‘hijos de puta’ como Banania, Moisés, Momo y otros; la señora Rosa siente pánico por los nazis y por Adolf Hitler, por los hospitales y por el cáncer; a sus 65 años padece una demencia senil. De Momo, hipocorístico de Mohamed, ni él mismo conoce su nacionalidad —¿es marroquí o argelino?—, ni a sus progenitores, ni la edad que tiene, y solo cuando la historia va más que mediada aparece el único papel que da fe de su existencia.
El hilo conductor de la novela es la vida de la señora Rosa —los problemas de sus muchos achaques, de sus muchos años y de sus muchos kilos, de los muchos escalones que la separan de la calle, de la progresión de su enfermedad mental—, y el mutuo amor entre la vieja prostituta y el niño abandonado por sus padres.
Momo, a su corta edad, tiene ya una intensa experiencia de la vida, ha probado las drogas, de vez en cuando le sobrevienen accesos de violencia y comete pequeños hurtos. Tiene una visión descarnada del mundo, porque así lo ha visto desde que nació, pero no hay amargura en él, sino realismo, aceptación de las circunstancias: “Soy un hijo de puta y mi padre mató a mi madre y cuando se sabe eso ya se sabe todo y uno deja de ser un niño” (211).
La voz de Momo nos presenta un mundo aparte, autosuficiente, al margen de la buena sociedad francesa, un mundo clandestino, que sobrevive gracias a la solidaridad entre sus miembros. Creo que esa era la intención de Émile Ajar, que dejó atrás el lado amable de sus anteriores novelas para internarse en el mundo ingrato de la inmigración y la vida clandestina para descubrir en él la hermosa flor de la ternura, del amor filial, de la compasión, del respeto por los viejos, de la atención a los enfermos, del fuerte sentimiento de hermandad que une a todos los personajes.
La vida ante sí me parece una novela valiente, con un lenguaje directo, que plantea ya en 1975 cuestiones como la droga —“Para inyectarse hace falta tener ganas de ser feliz y esto solo puede ocurrírsele a un gilipollas como una casa…Y es que a mí la felicidad no me tira. Yo sigo prefiriendo la vida”(79)—, la eutanasia —“Ella no quería ni oír hablar del hospital, donde hacen morir hasta el final en vez de poner una inyección […] la gente es más buena con los perros que con los seres humanos, a los que no está permitido hacer morir sin que sufran” (102)—, la vejez y la soledad —“Los viejos valen lo mismo que cualquiera, aunque vayan de baja. Sienten igual que ustedes y que yo y a veces eso les hace sufrir más aún que a nosotros, porque ellos ya no pueden defenderse” (140)—, Dios —“un padre al que nadie conoce siquiera porque se esconde y que no está permitido representarlo porque tiene a toda una mafia para impedir que lo pesquen y esto es criminal” (212)—, el futuro del propio Momo: “Aún no sabía si entraría en la Policía o en los terroristas, ya lo veré cuando llegue el momento” (113). O el holocausto judío y el colaboracionismo francés: en varias ocasiones se hace referencia al Velódromo de Invierno —la Rafle du Vél' d’Hiv—, en el que las autoridades de Vichy internaron a varios miles de judíos franceses para enviarlos más tarde a los campos de concentración.
En 1977, cuando se publicó esta novela aquí, los españoles estábamos en pleno torbellino de la Transición —muerte y testamento del dictador, el puedo prometer y prometo, la matanza de Atocha, los discos de Bob Marley y de Pink Floyd, ETA, la ultraderecha, Curro Jiménez y Annie Hall, la peluca de Carrillo, el derecho a la huelga y el fin de la censura, La tía Julia y el escribidor, los primeros porros, Fraga Iribarne, Encuentros en la tercera fase, La guerra de las galaxias, el Nobel a Vicente Aleixandre, las novelas de Delibes, el penúltimo curso de Filología, las elecciones generales— y no veíamos, puesto que prácticamente no los había, el problema de la integración y la convivencia cotidiana con los inmigrantes africanos. Francia nos llevaba años de adelanto en ese terreno y en el de su tratamiento literario, pues hasta bien entrados los 90 no aparecen novelas centradas en la vida de los inmigrantes magrebíes y subsaharianos en nuestro país.
Un verdadero descubrimiento, que agradezco a mi hija, esta dramática historia de amor entre el niño y la mujer que lo acoge, aunque es también una novela coral. La vida ante sí, con sus momentos cómicos y con alguno de sus personajes instalado en la esperanza, o al menos en el optimismo, no deja de ser una obra desoladora y de una lucidez dolorosa, una trágica lección de vida.
Ha sido también una experiencia peculiar haber vuelto al cabo de los años a tener entre las manos un volumen de la colección «Reno» —creo que desapareció a finales de los 70—, en la que leí algunos cuentos de Hemingway, el Gog, de Giovanni Papini, Lola, espejo oscuro y Los nuevos curas, y una novela que juraría se titulaba La sirena del Mississippi pero que no es así, pues ese título corresponde a una película de F. Truffaut protagonizada por Catherine Deneuve y Jean-Paul Belmondo. El volumen de La vida ante sí, como todos los de esa colección, es un continente tosco, barato, con la caja de texto estrecha, sin márgenes apenas y con papel de mala calidad, un poco como el edificio en el que viven los protagonistas de la novela, pero guarda entre sus páginas, entre la sordidez y la marginalidad ambiental que los rodea, la luz de sus emociones y sentimientos más hermosos y desinteresados.



jueves, 5 de septiembre de 2019

A boca


La diosa Fama, de Juan Bautista (Madrid, 1732)
En el diccionario de la RAE leemos que la palabra «locución», además de designar el acto de habla o el modo de hablar de una persona, sirve también para referirse a un grupo de palabras que funcionan como una sola pieza léxica con sentido unitario y cierto grado de fijación formal. Según la clase de palabra a la que equivalen, hay locuciones adjetivas (Fulanito es de cuidado), sustantivas (Encontré mi media naranja en París), verbales (En aquel asunto metí la pata), adverbiales (Sucedió todo de repente), preposicionales (Subimos a bordo del yate), conjuntivas (No ha contestado a pesar de que le dejé un mensaje en el teléfono), o interjectivas (¡Mecachis en los mengues de cartón!).
            En algunos casos —de principio a fin, por ejemplo—, el sentido de la locución se obtiene por la suma de los significados de los elementos que la componen, pero no siempre es así, como ocurre en cabeza de turco, cuyo sentido no se explica por la suma de los conceptos de los dos sustantivos implicados, o en mesa redonda, que designa una forma de debate en la que no es necesaria una mesa de forma circular. Ya saben, los sentidos figurados, los tropos… la creatividad humana.
            El fin de semana pasado leí en El País la expresión «boca a oreja» referida a la transmisión oral de una noticia. Debe de estar de moda, porque la he oído y visto escrita varias veces este verano. Desde el principio me chirrió: qué cortedad de miras, pensé, sí, claro, una boca que habla y una oreja —¿no será el oído?— que escucha: esa es la imagen acústica del «boca a oreja». ¿Y qué ocurre con nuestro boca a boca? ¿Lo vamos a arrumbar en el cajón de los arcaísmos?
            Hay quien piensa que el boca a oreja es lo lógico, que así es como se transmiten los mensajes orales, de emisor a receptor, y no seré yo quien lo discuta. Y quien afirma que estamos ante un catalanismo, boca-orella, y aún más, ante un ante un «falso amigo», pues orella en catalán no debe traducirse como ‘oreja’, sino como ‘oído’, extremo este que no aparece en el diccionario manual catalán-castellano del que dispongo. Aunque podría tratarse igualmente de un galicismo, pues los franceses disponen de la locución de bouche à oreille para referirse a la transmisión oral y en confidencia, o de manera oficiosa, de algo, que no es exactamente el sentido de nuestro boca a boca, sino que está más cerca del secreto a voces, de lo que se cuenta bajo palabra de no contárselo a nadie más pero que al final se termina contando. Este boca-oreja sugiere un proceso comunicativo que acaba en la oreja receptora, no en la boca difusora, para lo cual tendría que decirse boca-oreja-boca.
            En nuestro idioma, además de para nombrar la técnica de respiración artificial, la expresión boca a boca, equivale a “oralmente”. La RAE no especifica tal significado, sino que remite a la cercana andar de boca en boca, para indicar que algo es público, que está divulgado por vía oral. La expresión puede usarse con valor adverbial —La noticia se propagó boca a boca—, o sustantivarse: El boca a boca es la mejor publicidad. La repetición del sustantivo ‘boca’ no es gratuita, ni falta de lógica, simplemente hace hincapié en lo importante, en la vía de propagación del mensaje, en el aspecto transmisor, en el fenómeno por el que numerosas voces, o ‘bocas’, una y otra y otra, van divulgando un mismo hecho. Lo importante en este caso no es el proceso de comunicación física entre emisor y receptor (hablar-escuchar, boca-oreja), sino el de difusión oral por medio de múltiples emisores. Se destaca el concepto de sumandos —como cuando decimos El recipiente se llenó gota a gota, o Paso a paso, alcanzaremos la meta—, la idea de pluralidad de hablantes que transmiten idéntico o parecido mensaje, en fin, aquella “voz pregonera” de que hablaba fray Luis de León.
            ¿Quién y con qué ánimo puso en circulación este boca a oreja? ¿Un nacionalista catalán, que pretendía contagiar al idioma español de su catalanidad, demostrando así la superioridad expresiva de la lengua de Joan Maragall? ¿Un desconocedor del catalán, o del francés, que utilizó el traductor de Google? ¿Un esnob? ¿Un francófilo? ¿Un catalanófilo? ¿Simplemente alguien que no se había parado a pensar en el significado de la expresión española y le pareció más plástica y razonable la imagen de una boca y una oreja?
Si es galicismo o catalanismo, creo que lo mejor es ignorarlo por innecesario, puesto que nuestro idioma ya posee la expresión adecuada. Si es por supuesta falta de lógica en la secuencia transmisión-recepción-transmisión de un mensaje, ya he propuesto la solución, engorrosa y en contra de la economía del lenguaje: boca-oreja-boca. Si es por cualquiera de los otros motivos, tampoco es uno quien para imponer su criterio lingüístico a los demás. En la lengua solo manda el tiempo. Ya veremos si este boca a oreja empieza ahora a rular de boca en boca y termina echando del banquillo al veterano boca a boca, o si estamos, como espero, ante una tormenta de verano.           

domingo, 1 de septiembre de 2019

Scala vitae


Imagen: Belén Pérez Zarco ©




  Estás abajo. El juego acaba de empezar. Quedan aún muchos peldaños, recodos, incontables pasos para llegar al ojo que todo lo ve, al gran agujero blanco que todo lo atrae y todo lo disuelve, a la blancura primordial, a la pura energía que nos nace y nos transforma hasta el fin del universo.
   Comienza el juego. Como ves, el camino está despejado, no hay fantasmas, pero nadie, nada, te asegura que no haya bandidos en las revueltas dispuestos a cobrar peaje por tu paso.
   Solo tú. ¿O acaso no reconoces tu brazo, tu mano, aferrada a la línea sinuosa y contundente, sin principio ni fin, de la existencia? Es el juego de la oca. Es el juego de la vida.
   Solo se trata de dar un paso. Y luego otro. Y otro. Y seguir hasta que la luz blanca te acoja y seas uno con ella.