sábado, 28 de diciembre de 2019

Sobre el arte de la poesía


Notas de Cecilio Carrero [1]

            El romanticismo se define en la fórmula «yo ante el mundo», y en su apostilla: en ese enfrentamiento sale derrotado el yo. Tal es la esencia romántica: una pérdida, una ausencia, una profunda herida.

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            La actitud del poeta romántico es de total entrega, un apasionado encomendarse a la persecución de un ideal que se pretende también real, un buscar que deviene desencanto. El dolor romántico es conciencia de ese inconsolable vacío en el alma.

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            Un poeta es alguien que mira a su alrededor, o dentro de sí mismo, medita sobre lo que ha contemplado, y luego lo ofrece hecho palabra, ritmo, canción.

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            El gongorismo es romántico en cuanto persecución de un ideal estético, y antirromántico porque no es expresión del yo, sino del mundo externo.

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[1] Cecilio Carrero Cañizares (Torrecampo, 1765—Madrid, 1831). Jurisconsulto, cronista de sus viajes por Francia, Italia, Alemania e Inglaterra en Estampas europeas, y crítico literario defensor de la nueva sensibilidad que preludiaba la superación del racionalismo objetivista de la Ilustración, alternó en sus últimos años la enseñanza de Derecho Civil en la Complutense de Madrid con la composición de un manual de Preceptiva literaria (Imprenta Librería Viuda de Razola, Madrid, 1830), donde proponía como nuevos modelos literarios a los románticos Novalis y Heinrich Heine, Woordsworth, Coleridge, Shelley, Keats, Byron y Lamartine.

martes, 24 de diciembre de 2019

Esparragal, diciembre 1959


azul de infancia
el cielo de diciembre:
tus ojos niños.


martes, 17 de diciembre de 2019

El rey Pico


Junto a la oropéndola —el poético oriol: si bella es la combinación de sus colores o asombrosa la perfección de su nido, esférico, colgante, sobre las aguas del río, más maravillan los nítidos, melancólicos silbidos con que, oculto en la fronda, ameniza la ribera en las mañanas de verano—, además de la rara cigüeña negra —rojo pico anaranjado, negro y apenas blanco en su plumaje— en majestuoso planeo al ralentí sobre el cauce del Guadalmez, además del inquieto, vibrante, eléctrico verdiazul martín pescador en la laguna Cobos o en un recodo del río junto al molino de Pausides, el pájaro carpintero es otro de los tesoros ornitológicos de estos contornos.
            He oído su tableteo durante una mañana en el soto de la ermita de la Virgen de las Cruces. He visto, mientras cruzaba el valle de Claros en coche, volar un tramo a mi derecha el picus viridis: inconfundibles el verde y el amarillo en su cuerpo ahusado, rojos el píleo y la bigotera, negro el antifaz. He seguido el vuelo bajo del picapinos de una encina a otra en la Dehesa Nueva. Lo he visto en lo más alto —negro, blanco, rojo—, percutir con su poderoso pico un poste del teléfono a la salida del pueblo.
            El nombre científico del que llamamos picapinos es dendrocopos maior, es decir, el que corta (kopéo) el árbol (dendrós), mayor que las variedades minor y medius. En la antigua Roma, estaba consagrado al dios Marte, que además de señor de la guerra era protector de los bosques misteriosos donde habitan estos pájaros valerosos y arrogantes, en palabras de Plutarco, capaces de taladrar la dura madera con su pico y llegar al corazón de la encina. Se les atribuía mantiké, o sea, la capacidad de adivinar el futuro, según larga tradición recogida por Dionisio de Halicarnaso en sus Antigüedades romanas (I, 14, 5), donde leemos que en la ciudad de Tiora, en el territorio de los aborígenes, un pájaro enviado por el cielo, al que llamaban picus y los griegos driokolaptés, el picoteador (kolápter) de encinas (driós), pronosticaba el futuro desde lo alto de un pilar de madera. Por otra parte, entre el pueblo de los picenos nunca se puso en duda que la fundación de su principal ciudad, Ausculum —la actual Ascoli Piceno, en la costa del Adriático— se debió a que sus antepasados llegaron al lugar guiados por un pájaro carpintero, como atestiguan el sabio Estrabón, Plinio el Viejo y Pablo el Diácono.
            El picus viridis, ese mismo que un día voló a mi derecha en el valle de Claros, debe su nombre a un mítico rey del Lacio, cuya estatua en mármol nos describe así Virgilio (Eneida, VII, 200): “vestido con un traje corto en bandas de distintos colores, llevaba en una mano el báculo augural y en la izquierda un escudo. Era el Pico a quien su amante…” Por la ropa y adminículos, Pico está representado aquí como augur, pues viste la trabea (toga blanca con bandas púrpura y azafrán) característica de estos adivinos oficiales, y porta en una mano el lituus o bastón augural con que se señalaba la región del cielo en la que se iba a realizar el auspicium (de avis, 'ave' más spicio, 'mirar') la observación del vuelo de las aves para comunicar el buen augurio o el mal agüero. En cuanto al escudo que el legendario rey portaba en su mano izquierda —laevaeque ancile gerebat—, ningún autor duda en la alusión a Marte por medio de ese ancile, un escudo pequeño, escotado en forma de violín, que tenía carácter sagrado por suponerlo caído del cielo y que se conservaba en el templo de Marte, confundido con otros once idénticos, mandados fabricar por Numa Pompilio. Pájaros carpinteros, divinidades, augures, hechos portentosos… así se construye el mito.
            La historia de Pico, hijo de Saturno y de madre desconocida, rey de las tierras ausonias donde moraban los aborígenes, antepasados de los latinos, aficionado a los caballos de guerra, bello y joven como solo un dios puede serlo, es bien triste, una historia de terrible desquite, inmisericorde obra de una mujer despechada. En plena flor de la vida, no había cumplido aún los veinte años, hermoso de cuerpo y de espíritu, el rey Pico tenía enamoradas a todas las ninfas, dríades y náyades de los contornos, pero solo una había cautivado su corazón: la hermosa Canens, hija de Venilia y del bifronte Jano, con la que se unió en dichoso matrimonio. A su belleza se unía un maravilloso don  para el canto, que la asemejaba al divino Orfeo. Cuando Canens cantaba, se conmovían rocas y árboles, demoraban su curso para deleitarse las aguas de ríos y arroyos, cesaban las aves en sus cantos, se echaban mansamente a tierra las fieras para escuchar, y en el mundo reinaban los sentimientos excelsos y la armonía. Pero las Parcas nunca dejan su labor de hilar destinos y habían trazado el de Pico y Canens en el muro de bronce que nadie puede borrar.
            Una mañana, como otras tantas, Pico sale a cazar a caballo acompañado de un reducido séquito. Esta vez va en busca de un jabalí. Lleva dos lanzas en su mano izquierda y viste una hermosa clámide roja sujeta por un llamativo broche dorado. El grupo se interna en el espeso bosque laurente en busca de una presa…
            A ese mismo bosque —¿obra del azar o de las Moiras?— ha acudido desde la isla Eea, en el mar Tirreno, donde tiene su morada, la maga Circe, hija de la oceánida Perseis y del luciente Helios. Esta hechicera es vieja conocida en la literatura antigua: fue ella la que con sus cocimientos convirtió en cerdos a los compañeros de Ulises, que logró esquivar las malas artes de la maga gracias a la intervención de Hermes, que le dio la hierba moly como antídoto a la pócima metamorfoseante. Circe, paradigma de la femme fatale, también se hallaba esa mañana en el mismo bosque recolectando hierbas y plantas para sus malignas mixturas y encantadores bebedizos.
            Fue allí, oculta por la maleza, donde vio la apuesta figura del joven Pico en su caballo, y fue allí, en medio del bosque, donde la bellísima bruja recibió el flechazo y se quedó suspensa con la visión y se le cayeron las hierbas de las manos y sintió un intenso ardor en la sangre y una llama que ardía en lo más hondo de sus huesos y se reconoció cautiva de la más hermosa e irresistible pasión, tanto, tan intenso y alígero el  sentimiento que corrió enseguida hacia Pico para manifestarle su amor, pero este ya había picado espuelas y desaparecido como por ensalmo. No escaparás, dijo la maga para sí, aunque te lleve el viento, mis artes te traerán a mí.
            E ideó el embeleco, que no fue otro sino crear lo que hoy llamamos un holograma, un jabalí virtual —effigiem nullo cum corpore falsi fingit apri—, pura apariencia sin sustancia, haciéndolo aparecer a la vista de Pico, que lo siguió hasta lo más hondo e intrincado del bosque, donde lo esperaba emboscada la hechicera para declararle tan súbita e irrefrenable fascinación: “Por tus ojos, que se han apoderado de los míos —leemos en Ovidio (Metamorfosis, XIV, 372)— y por esa belleza, hermosísimo joven, que me hace suplicarte aunque sea una diosa, considera el fuego en que ardo y acepta como suegro al Sol que todo lo contempla, y no desdeñes cruel a la titánide Circe”.
            Non sum tuus. No sé quién eres, pero no soy tuyo, responde de inmediato y con seguridad el joven Pico, amo a Canens y le seré fiel.
En vano insiste una y otra y otra vez la maga hasta que por fin desiste, y enfurecida expresa su malquerencia por la feliz pareja: Ni saldrás impune —le dice—, ni volverás a ser de Canens, así aprenderás de qué es capaz Circe, una mujer enamorada, una mujer repudiada.
Se gira entonces Circe dos veces hacia el ocaso, otras dos hacia la salida del sol, toca tres veces con su vara mágica el cuerpo de Pico y entona tres conjuros, e inmediatamente obra el prodigio. Pico huye, pero ya es tarde, se da cuenta de que más que correr vuela, porque el hechizo lo ha transformado en pájaro, la purpúrea clámide es ahora rojizo plumaje, y el dorado broche, amarilla cerviz, y loco de dolor y desesperación golpea con su pico las recias encinas y perfora sus troncos.
Entretanto, ya disipadas las tinieblas que Circe había convocado para su encuentro con Pico, los acompañantes de este la encuentran e intuyen qué ha podido ocurrir, la acusan de la desaparición de su rey, le exigen que lo devuelva y están a punto de atravesarla con sus lanzas cuando la maga los rocía con uno de sus temibles brebajes y lanza alaridos estremecedores invocando a las fuerzas oscuras, a las divinidades nictálopes, al Érebo, al Caos y a Hécate, y de las profundidades de la tierra salían gemidos, las plantas se cubrieron de sangre, de las rocas salían roncos mugidos que se mezclaban con tremebundos ladridos de perros, miles de negras culebras reptaban por el suelo y las almas de los muertos vagaban en silencio, mientras va tocando con su maléfica vara los rostros de los acompañantes de Pico, que se transforman en animales de variadas clases.
Pero no acaba aquí la cruel venganza de la hechicera despechada.
Seis días con sus seis noches vagaba ya la desconsolada Canens en busca de su amado esposo, sola erraba desolada por montes y por valles a orillas del Tíber, sin más alimento que su dolor ni más líquido que sus lágrimas, consumida por la pena, entonando con su débil voz una tristísima y hermosísima melodía, semejante a la del cisne en su última hora, hasta que su voz y su cuerpo fueron disipándose en el silencio y en la suave brisa, y Canens desapareció para siempre de la faz de la tierra.
Qué conmovedora tragedia. Una vez más, la mitología como explicación del mundo y del origen de las cosas, en este caso de los pájaros carpinteros, pero con su innegable carga doctrinal, con su amarga lección moral: guárdate de provocar la ira de los dioses, porque tu condena será horrible y eterna.





Imagen: Manuel Estébanez

miércoles, 11 de diciembre de 2019

7 diciembre


la vida es búsqueda
¿más allá de la niebla
quién se aventura?


busca la encina
el cuerpo de la niebla
palpa silencios



lírica niebla
romántica inasible
canción en fuga

martes, 10 de diciembre de 2019

La cuerda (XXX)


A Edouard Manet
         Las ilusiones —me decía mi amigo— son quizá tan numerosas como las relaciones de los hombres entre sí, o de los hombres con las cosas.  Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos el ser o el hecho tal como existen fuera de nosotros, experimentamos un raro sentimiento, complicado, mitad pesar por el fantasma desaparecido, mitad sorpresa agradable ante la novedad, ante el hecho real. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre parecido, y de tal naturaleza que sea imposible equivocarse, ese es el amor maternal. Es tan difícil suponer una madre sin amor materno como una luz sin calor; ¿no es, pues, perfectamente legítimo atribuir al amor maternal todas las acciones y palabras de una madre relativas a su hijo? Pues, sin embargo, escuchad esta breve historia en la que yo mismo he sido confundido por la ilusión más natural.
         Mi profesión de pintor me empuja a mirar atentamente las caras, las fisonomías, que se me ofrecen en el camino, y tú sabes cuánto goce sacamos de esta facultad que vuelve a nuestros ojos la vida más viva y más significativa que para el resto de los hombres. En el barrio apartado en que vivo, y donde grandes espacios de hierba separan unos edificios de otros, había observado a menudo a un niño cuya fisonomía ardiente y pícara, más que las otras, me sedujo enseguida. Posó más de una vez para mí, y lo transformé en gitanillo, luego en ángel, luego en Amor mitológico. Lo hice llevar un violín de vagabundo, la Corona de Espinas y los Clavos de la Pasión, y la Antorcha de Eros. Disfruté un placer tan vivo ante la gracia de aquel chico, que un día le pedí a sus padres, gente pobre, que lo dejaran conmigo, prometiéndoles vestirlo bien, darle algún dinero y no imponerle más obligaciones que limpiar mis pinceles y hacerme los recados. El niño, una vez lavado, era encantador, y la vida que llevaba en mi casa era un paraíso comparada con la que habría sufrido en el cuchitril de sus padres. Solamente debo decir que este hombrecito me sorprendió algunas veces con singulares crisis de tristeza precoz, y que manifestó muy pronto un gusto inmoderado por el azúcar y por los licores, de manera que un día en que constaté que había cometido una nueva trastada de ese tipo, lo amenacé con enviarlo de nuevo a casa de sus padres. Luego salí y mis asuntos me retuvieron largo tiempo fuera de casa.
         ¡Cuáles no serían mi horror y mi asombro cuando, al entrar a mi casa, lo primero que golpeó mis ojos fue mi pequeñín, el travieso compañero de mi vida, colgado del travesaño de ese armario! Sus pies casi tocaban el suelo; una silla, golpeada sin duda con el pie, estaba caída a su lado; su cabeza se inclinaba convulsa sobre un hombro; su rostro, hinchado, y sus ojos desmesuradamente abiertos con una fijeza aterradora, me produjeron primero la ilusión de la vida. Descolgarlo no era tan fácil como puedas creer. Estaba ya muy rígido y sentía un repugnancia inexplicable a hacerlo caer bruscamente sobre el suelo. Había que sostenerlo con un brazo y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero ahí no se acababa todo; el pequeño monstruo había usado un cordel muy fino que había entrado profundamente en la carne y era preciso, con unas pequeñas tijeras, buscar la cuerda entre los rebordes de la hinchazón para liberar el cuello.
         He olvidado decirte que había gritado pidiendo socorro, pero todos mis vecinos habían rehusado venir en mi ayuda, fieles en eso a las costumbres del hombre civilizado, que no quiere nunca, no sé por qué, verse mezclado en asunto de ahorcados. Al fin vino un médico que declaró que el niño llevaba muerto varias horas. Más tarde, cuando fuimos a desvestirlo para el entierro, la rigidez cadavérica era tal que, desistiendo de flexionar los miembros, tuvimos que rasgar y cortar las ropas para quitárselas.
         El comisario, a quien lógicamente hube de declarar el accidente, me miró de reojo y me dijo: ¡Esto es muy sospechoso!, movido sin duda por un deseo inveterado, por una costumbre profesional de infundir miedo, por si acaso, tanto a los inocentes como a los culpables.
         Una tarea suprema quedaba por hacer, y solo pensar en ella me provocaba una angustia terrible: había que avisar a los padres. Mis pies se negaban a llevarme. Al fin reuní el valor. Pero, para gran extrañeza mía, la madre se mostró impasible, ni una lágrima salió de sus ojos. Atribuí tal extrañeza al horror que ella debía sentir, y me acordé de la conocida sentencia: “Los dolores más terribles son los dolores mudos”. En cuanto al padre, se limitó a decir con aire medio idiota, medio soñador: “Después de todo, quizá sea lo mejor; de todas formas, habría acabado mal”.
         Mientras tanto, el cuerpo estaba tendido en mi sofá, y ayudado por una criada me ocupaba de los últimos preparativos cuando la madre entró en mi estudio. Quería, me dijo, ver el cadáver de su hijo. Yo no podía en verdad impedirle que se embriagara en su dolor ni negarle este supremo y sombrío consuelo. Enseguida me pidió que le mostrara el lugar en que su pequeño se había ahorcado. “¡Oh, no, señora, —le respondí— eso le hará a usted daño!” Y como involuntariamente mis ojos se volvieron hacia el fúnebre armario, vi, con un disgusto mezclado de horror y de cólera, que el clavo permanecía en el travesaño del armario, con un largo trozo de cuerda colgando. Me lancé vivamente para arrancar estos últimos vestigios de la desgracia, y como iba a tirarlos por la ventana abierta, la pobre mujer agarró mi brazo y me dijo con una voz irresistible: “¡Oh, señor, déjemelo! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!” Su desesperación la había, sin duda, eso me pareció, trastornado de tal modo que se llenaba de ternura ahora por lo que había servido de instrumento para la muerte de su hijo, y quería guardarlo como una horrible y querida reliquia. Y se apoderó del clavo y de la cuerda.
         Por fin, por fin pasó todo. Solo me quedaba volver al trabajo, con más intensidad aún que de costumbre, para que desapareciera poco a poco aquel pequeño cadáver que rondaba los pliegues de mi cerebro, y cuyo fantasma me fatigaba con sus grandes ojos fijos. Pero al día siguiente recibí un montón de cartas: unas, de inquilinos de mi edificio; otras, de las casas vecinas; una del primer piso, otra del segundo, otra del tercero, y así sucesivamente, unas en tono medio chistoso, como intentando disimular con una aparente broma la sinceridad de la demanda; otras, muy descaradas y con mala ortografía, pero todas con el mismo fin, es decir, obtener de mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había —tengo que decirlo— más mujeres que hombres; pero no todos, créeme, pertenecían a la clase ínfima y vulgar. He guardado esas cartas.
         Y entonces, de pronto, una luz se hizo en mi cerebro, y comprendí por qué la madre tanto insistía en quitarme la cuerda y con qué comercio se proponía ella consolarse.

Édouard ManetChico haciendo pompas de jabón (1867)