martes, 31 de marzo de 2020

Músicas para una tarde con lluvia


Tarde gris, lluviosa.
Después de unas horas de trabajo en el ordenador, salgo al balcón y paso un rato mirando la calle vacía, la complicada geometría de los tejados y los muros, el trajín de los gorriones y de los tordos en los tejados y en las antenas de televisión, unas lejanas encinas allá al fondo, veladas por la llovizna…
Echo mano del móvil y pongo a todo volumen una balada de Dylan, «Cross the Green Mountain»; luego busco una joya de Nueva Orleans, «Carved in Stone» de The Subdudes, con Lucía Micarelli al violín. Finalmente tecleo «María Callas, Casta diva»… Oh…
Los gorriones y los tordos de los tejados de enfrente han dejado sus gorjeos y sus saltitos entre las tejas, están quietos, como atentos a esa prodigiosa música que sale de la garganta de María Callas, así que el misterio de la emoción ante la belleza se desvela, un íntimo estremecimiento me recorre todo el cuerpo… y dos lágrimas se desbordan lentamente mejillas abajo…
Quizá sean las circunstancias y el estar uno más expuesto, más abierto y más sensible a las emociones, más desbordado de afectos en estos días de confinamiento… por eso comparto aquí con vosotros estas tres canciones que me han hecho hermoso un rato de esta tarde.
            Salud.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Confinamiento



Ahí fuera sigue marzo
con sus lluvias
y sus luces fulgurantes,
con esos aires frescos
que limpian la mañana
y la garganta de los pájaros,
con los hermosos lirios
alzando el vuelo en los arriates,
con las lilas abriéndose
fragantes en los patios,
con este silencio a todas horas,
con esta extraña
soledad de las calles
sin nosotros.

viernes, 13 de marzo de 2020

Las ventanas (XXXV)

       
V. Van Gogh, Vista de los tejados de París
  Quien mira hacia fuera a través de una ventana abierta, nunca ve tanto como quien mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso más fecundo, más tenebroso, más deslumbrante, que una ventana iluminada por una vela. Lo que se ve a pleno sol es siempre menos interesante que lo que ocurre detrás de un cristal. En ese agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, sufre la vida.
         Más allá del oleaje de los tejados, veo a una mujer madura, arrugada ya, pobre, inclinada siempre sobre algo, que nunca sale. Con su rostro, con sus ropas, con su gesto, con casi nada, he reconstruido la historia de esta mujer, o más bien su leyenda, y a veces, llorando, me la cuento a mí mismo.
         Si hubiese sido un pobre viejo, la habría reconstruido con idéntica facilidad.
         Y me acuesto, orgulloso de haber vivido y sufrido en otros lo que en mí mismo.
     Quizá me preguntes: «¿Estás seguro de que esta leyenda es la verdadera?» ¿Qué importa lo que sea la realidad fuera de mí, si ella me ha ayudado a vivir, a sentir que soy y lo que soy?

lunes, 9 de marzo de 2020

¡Ya! (XXXIV)


        Cien veces ya había salido el sol, radiante o entristecido, de esta cuba inmensa del mar cuyos bordes apenas se dejan ver; cien veces se había vuelto a hundir, brillante o sombrío, en su inmenso baño de la tarde. Desde muchos días antes podíamos contemplar el otro lado del firmamento  y descifrar el alfabeto celeste de las antípodas. Y cada uno de los pasajeros se lamentaba y gruñía. Como si la cercanía de la tierra exasperara su sufrimiento. ¿Entonces —decían—, cuándo dejaremos de dormir un sueño agitado por el oleaje, turbado por un viento que ronca más fuerte que nosotros? ¿Cuándo podremos comer carne que no esté salada, como el elemento que nos lleva? ¿Cuándo podremos pasar la sobremesa en un sillón inmóvil?
         Había quienes pensaban en su hogar, quienes echaban de menos a sus mujeres infieles y desagradables, y a su prole chillona. Estaban todos tan afligidos por la imagen de la tierra ausente que habrían —creo yo— comido hierba con más entusiasmo que los animales.
         Finalmente avistamos la costa, vimos, al acercarnos, que era una tierra magnífica, deslumbrante. Parecía que las músicas de la vida se desprendían de ella en un vago murmullo y que aquellas costas, ricas en vegetación de todas clases, exhalaban, hasta varias leguas, un delicioso olor a flores y a frutas.
         De pronto, todo el mundo estaba contento, cada cual abdicó de su mal humor. ¡Todas las querellas fueron olvidadas; todas las ofensas mutuas perdonadas; los duelos concertados se borraron de la memoria, y los rencores se disiparon como el humo!
         Únicamente yo estaba triste, inconcebiblemente triste. Como un sacerdote  a quien le arrebataran a su dios, no podía, sin una desgarradora amargura, separarme de este mar tan monstruosamente seductor, de este mar tan infinitamente variado en su aterradora simplicidad, y que parece contener en sí y representar con sus juegos, con su apariencia, con sus cóleras y sus sonrisas, los humores, las agonías y los éxtasis de todas las almas que han vivido, que viven y que vivirán.
         Al despedirme de esta incomparable belleza, me sentía abatido hasta la muerte, y por eso cuando cada uno de mis compañeros dijo «¡Por fin!», yo solo pude gritar «¡Ya!».
         Sin embargo, era la tierra, la tierra con sus ruidos, sus pasiones, sus comodidades, sus fiestas; era una tierra rica y magnífica, llena de promesas, que nos enviaba un misterioso perfume de rosas y de almizcle, y de donde las músicas de la vida nos llegaban en un amoroso murmullo.





miércoles, 4 de marzo de 2020

El menú de los días








Hambriento acudo
al festín de tu boca.
Nunca me sacio.