sábado, 28 de noviembre de 2020

Bioquímica del verso


      Semanas atrás recibí la carta de una lectora que me felicitaba por una de las entradas de este Pisapapeles, del que se confesaba asidua, y al que deseaba larga vida. Afirmaba luego haber sido alumna mía de bachillerato en el instituto y me agradecía lo que había aprendido: “Nunca olvidaré —declaraba— la clase en la que usted nos explicó el complemento directo”. Yo también recordaba aquellas clases y el nombre de la alumna que, al pasar lista el primer día de clase, explicó la causa de su nombre: mi padre tarugo y mi madre de tizná. Contaba luego que vivía en Madrid, que había estudiado Biología en la Autónoma, que se había matriculado en los cursos de doctorado y que estaba pendiente de una beca de investigación.

Pasaba luego al motivo principal de su carta, que nada tenía que ver con la biología molecular, sino con las metáforas y los ritmos, pues me informaba de la afición que desde niña mostró por los versos, inclinación que ha seguido cultivando como escritora y como lectora hasta hoy, y de la publicación de una plaquette con doce textos en los que reflexiona sobre el hecho de la creación lírica. Finalmente me pedía mi dirección postal para hacerme llegar un ejemplar de su primera obra impresa, en agradecimiento a “la claridad sintáctica y al amor por los endecasílabos” que fui capaz de transmitirle.

Sin más preámbulo, y con mi agradecimiento, aquí sigue el primer texto de Bioquímica del ritmo, ópera prima de Luna Veredas Torralvo (Torrecampo, 1996).


La joven poeta

 

 

Hacer palabra el mundo,

ser memoria y sueño,

transformar la vida en mito,

en renaceres y en otoños.

Hacerme palabra yo también.

Celebrar la inmensa canción del mar,

el yo que tú eres,

el tú que yo soy,

el nosotros del amor,

la melodía de los adentros de la soledad,

el último sol de la tarde,

la primera fragancia del azahar,

el herrerillo cantando en el árbol seco.

Las tardes de lluvia y versos,

una niña que sueña el verano,

la bandera de su inocencia,

el brillo, la luz, de sus ojos.

La dulce sombra de las acacias,

el primer baño en el mar,

la raíz de las cerezas

en busca del blanco y de lo rojo,

el sol de invierno

a raudales por las ventanas,

las lluvias mil de abril,

un batir de alas en la niebla,

el demorado abrirse de una rosa,

la nostalgia de ti, amor,

sin conocerte aún.

 

Desterrar sombras.

Construir luz.


sábado, 21 de noviembre de 2020

Malajes

            Hoyuelo en la barbilla en punta, cejas finas en circunflejo, ennegrecido el rostro y el humor, mono azul. Su herrería estaba al fondo del segundo patio de los pabellones y no quería vernos cerca de su fragua. Si la pelota rodaba hacia su rincón se la quedaba y de su boca salían truenos y relámpagos.

           Chispas de sus ojos. 

           Siempre andaba de mal humor con los niños. 

     En las tardenoches negras del invierno el patio se iluminaba con los relampagueos azules de la soldadora. Lo llamábamos el Demonio.

*

            Nunca desde la muerte de su madre había vuelto a sentirse tan triste, tan desilusionada, tan a flor de piel las lágrimas como la primera vez que él llegó bebido a casa y se puso esaborío, y con la excusa más tonta empezaron las voces y los malos modos.

            El camino a la desdicha, al desinterés. La desposesión de su identidad, su exclusiva consagración a la casa, al marido, a los hijos.

            Él reprodujo el modelo. Ella lo asumió.

*

martes, 17 de noviembre de 2020

Mi reino por un adjetivo

En lo que de animal y de instintivo retiene el ser humano, late, entre otros impulsos elementales, el de la continuidad, el de la transmisión de vida a otros seres que garanticen la supervivencia de la especie: nuestro ADN contiene instrucciones para la permanencia biológica.

Además de la posibilidad genética de crear vida, las personas hemos ideado otras maneras de posteridad, otras formas de seguir, de estar presentes entre nuestros semejantes cuando hayamos desaparecido de este mundo. No hablo de herencias en términos jurídicos —dinero, casas, fincas, empresas, cuadros, coches exclusivos—, sino de legados emocionales, ideológicos, culturales; de la huella —material o inmaterial— que recibimos de antecesores más o menos remotos, que no son nuestros padres biológicos. Hablo de testimonios de vida como las figuras —¿mágicas?— de las cuevas de Altamira, del códice en que manos anónimas glosaron expresiones latinas en la lengua romance que hablaban los vecinos de Santo Domingo de Silos y alrededores, del pequeño escriba sentado y de la monumental victoria de Samotracia, de la férrea torre Eiffel y de la misteriosa sonrisa de Mona Lisa, de la noche alucinada de Van Gogh, de la lengua mordaz de Quevedo y de la no menos bífida de don Luis de Góngora, de los oscuros apaños de la vieja Celestina, de las perspectivas y de las circunstancias de José Ortega y Gasset. Hablo de creadores, de quienes a su manera han dejado su impronta en las generaciones que les siguieron, hablo de artistas, filósofos, constructores, científicos, ingenieros; hablo también de adjetivos.


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Fijémonos en un gremio de esos artistas, en el de los escritores o creadores a través de las palabras. ¿Qué busca un escritor? El éxito, sin duda, ver que su obra es bien acogida por sus contemporáneos, que no se la ignora, que no se hunde en el olvido. La escritura es ya una forma de permanencia: Verba volant, scripta manent, como afirma el dicho latino. Cierto que la palabra oral vuela y es capaz de llegar a cualquier rincón, pero no lo es menos que en el trayecto esa palabra suele desvirtuarse; lo escrito, en cambio, permanece fijo en un soporte y raramente se transforma. Legítima aspiración, pues, de un escritor la de querer que su texto permanezca tal como él lo escribió, sin alteraciones ni aditamentos de otra mano.

Ese deseo de permanencia de la escritura va más allá de la estricta fijación del texto creado. El afán del escritor no suele parar en la simple satisfacción de ver su creación en letras de molde. Los autores pretenden, sí, que nadie transforme a su gusto lo escrito, pero aspiran también a que ese texto perdure, a que sea leído en el futuro, algo que solo ocurre con escritores y escritoras excepcionales. Que un escritor sea leído en su tiempo no garantiza que lo vaya a ser por lectores de otra coyuntura histórica. Basta preguntarse a cuántos poetas españoles del XIX lee uno, para comprobar que el gusto lector cambia, como los modos de creación y de recepción de la obra literaria.

Podemos preguntarnos también cuántos de los miles de libros publicados anualmente en nuestro país pasarán la criba y serán leídos dentro de cien años, o qué autores actuales se habrán consagrado y quiénes habrán desaparecido en el remolino del olvido. Podríamos finalmente preguntarnos cuántos de esos supervivientes al juicio implacable del tiempo lograrían crear su propio adjetivo, como ocurre ahora, cuando calificamos de gongorino o becqueriano el estilo de tal o cual poeta, o decimos de alguien que su vida es muy dickensiana, o que tiene una actitud proustiana, o hablamos de un concepto unamuniano, de una situación propia de un drama lorquiano, de un ensayo claramente marxista o nietzscheano, de una tarde machadiana. Si el porvenir y el diccionario académico le han otorgado un adjetivo, señal de que estamos ante una obra de calidad. El adjetivo es la insignia de la maestría literaria, la puerta a la posteridad. Qué no daría cualquiera de los miles de escritores por conseguir su adjetivo de familia. ¿Actuaría como Fausto?

El logro de un adjetivo para caracterizar el mundo literario de un escritor suele usarse a veces como canon o modelo para los de otros escritores, es señal de vigencia y validez de su discurso literario, un marchamo de calidad que se concede a los menos, a los grandes maestros: Homero, Cervantes —que además de su propio adjetivo (La novela de X es una ficción muy cervantina), ha logrado adjetivos para sus personajes (El carácter quijotesco o sanchopancesco de una persona)—, Shakespeare (la duda hamletiana), Tolstoi…

En el rango más alto de esa posteridad literaria, contados autores han dado lugar a adjetivos relacionados con su nombre y con el espíritu de su obra, pero que tienen su propia acepción, me refiero a adjetivos como homérico, que ha ampliado su semántica para señalar algo épico, grandioso (una aventura de aire homérico), como dantesco, ‘que causa espanto’, (un paisaje dantesco), o kafkiano, ‘absurdo, angustioso’, (una situación kafkiana). Son adjetivos en cierta manera autónomos: no es necesario haber leído a Homero, Kafka o a Dante para saber sus significados, basta acudir al diccionario.

La inmortalidad literaria es un adjetivo, una simple palabra que remite al mundo de un escritor, pero lo ha trascendido y se aplica a un ambiente, a un concepto, un hecho, una circunstancia o una persona de la vida real que se le parece, en cualquier época y lugar.

Hacerse lengua, cristalizar en una palabra, en un adjetivo. El proceso de la lengua se cumple, se cierra el ciclo, cuando un artista de la palabra se hace palabra él mismo, para estar en boca de cualquier hablante, como esta mañana, cuando una periodista hablaba en la radio de la situación dantesca vivida recientemente en algunas residencias de mayores, cuando un amigo, indignado e histriónico, nos divierte con el proceso kafkiano en el que se ha visto inmerso por la titularidad de una pequeña parcela de olivar, o cuando el crítico del suplemento literario del periódico recomienda una obra que contiene “los elementos del drama homérico”.

Se cierra así el ciclo. Al principio era el verbo. Al final resultó el adjetivo. 

martes, 10 de noviembre de 2020

El campo de tiro y el cementerio (XLV)


A la vista del cementerio, Café. «¡Singular cartel —se dice nuestro paseante—, pero bien puesto para dar sed! Seguramente, el dueño de esta taberna sabe apreciar a Horacio y a los poetas discípulos de Epicuro. Puede incluso que conozca el refinamiento profundo de los antiguos egipcios, para quienes no había buen festín sin esqueleto, o sin un emblema cualquiera de la brevedad de la vida.»

            Y entró, bebió un vaso de cerveza frente a las tumbas y se fumó lentamente un cigarro. Luego le pudo la fantasía de bajar al cementerio —la hierba tan alta, tan invitadora—, en el que reinaba un muy rico sol.

            En efecto, la luz y el calor daban fuerte, y parecía que el sol ebrio se dejaba caer a todo lo largo sobre una alfombra de flores magníficas fertilizadas por la destrucción. Un inmenso rumor de vida llenaba el aire —la vida de los infinitamente pequeños— cortado a intervalos regulares por el crepitar de los disparos de un campo de tiro vecino, que estallaban como la explosión de los tapones del champán en el zumbido de una sinfonía en sordina.

            Entonces, bajo el sol que le calentaba la cabeza y en la atmósfera de los ardientes perfumes de la Muerte, oyó una voz que cuchicheaba bajo la tumba en que se había sentado. Y aquella voz decía: “¡Malditos sean vuestros blancos y vuestras escopetas, turbulentos vivos, que tan poco os preocupáis de los difuntos y de su divino reposo! ¡Malditas sean vuestras ambiciones, malditos sean vuestros cálculos, mortales impacientes, que venís a estudiar el arte de matar junto al santuario de la Muerte! ¡Si supierais qué fácil es ganar el premio, lo fácil que es alcanzar la meta, y cómo todo es nada, excepto la Muerte, no os fatigaríais tanto, laboriosos vivientes, y no turbaríais tan a menudo el sueño de los que desde hace mucho tiempo han dado en el Blanco, en el único verdadero blanco de la detestable vida!”


domingo, 8 de noviembre de 2020

¿Beneficio?

          En un artículo de Javier Pérez Royo[1] sobre la polarización política en Estados Unidos y la inconsecuente conclusión que de ello ha sacado el presidente del Partido Popular, leo estas palabras —«En el fondo hay una contraposición entre dos concepciones de la democracia. Los republicanos la aceptan “a beneficio de inventario”. La democracia está bien siempre que gobernemos nosotros»—, y me doy cuenta de que no las entiendo cabalmente, porque desconozco el significado de esa locución entrecomillada por el autor, que no es nueva para mí, que hace muchos años que no me encuentro escrita, y que nunca hasta hoy he consultado en el diccionario. El contexto ayuda —¿a regañadientes quiere decir?—, pero no remata la claridad conceptual, así que recurro primero al Diccionario de uso de doña María Moliner.  

            En la entrada «beneficio», la lexicógrafa aragonesa distingue entre el concepto —qué es el beneficio de inventario— y el uso de la locución adverbial. El beneficio de inventario es un concepto jurídico establecido en el derecho civil como la facultad por la que un heredero no está obligado a pagar a los deudores más de lo que importe la herencia recibida, para lo cual se hace inventario de ella, de manera que podríamos decir, por ejemplo, La abogada invocó el beneficio de inventario antes de liquidar las deudas con los acreedores.

            Para la locución «a beneficio de inventario» doña María distingue tres usos: I) Manera de tomar una herencia, utilizando ese beneficio. II) En sentido figurado, y refiriéndose a la manera de acoger una noticia, una promesa, etc., con reserva: Tomaremos sus propósitos de enmienda a beneficio de inventario. III) Tomando la cosa de que se trata solamente en lo que beneficia y despreocupándose de las obligaciones que implica: Toman el cargo a beneficio de inventario.

¿De una herencia y del pago de deudas está hablando el señor Pérez Royo en las palabras citadas? No, no apuntan éstas a un pleito civil, sino a una cuestión ideológica y de ética política.

Desechada la primera posibilidad, ¿en qué sentido hemos de entender la oración “Los republicanos aceptan la democracia a beneficio de inventario”? ¿La aceptan con precaución o cautela para no descubrir lo que realmente piensan? ¿Con discreción, circunspección o comedimiento? ¿Con desacuerdo, con recelo y desconfianza? ¿Simplemente como vehículo para sus propios fines, desentendiéndose de lo que implica una democracia? ¿O acaso “sin seriedad o esfuerzo, de manera frívola o despreocupada”, como explica la RAE que puede entenderse también la expresión que nos ocupa? Creo que el articulista se refiere a la peculiar manera que tienen los republicanos estadounidenses de entender —y asumir— la democracia: es aceptable cuando los lleva al poder, pero no cuando lo hace con los demócratas, de lo cual podría deducirse que aquellos en realidad no creen en la democracia, es decir, en la igualdad de todas las opciones políticas amparadas por una constitución consensuada. Un punto de vista sobre la democracia, por cierto, que también se observa en representantes y votantes de ultraderecha en nuestro país.

Estamos ante una frase de argot, ante un tecnicismo del ámbito jurídico que ha pasado al lenguaje común ampliando su significado desde un simple procedimiento legal hasta la expresión de duda, comedimiento, desacuerdo, desconfianza o frivolidad. Supongo que este crecimiento semántico está basado en la propia experiencia, en la aplicación de ese derecho en determinados casos y en la actitud de los acreedores, que dudarían de poder saldar la totalidad de las deudas de la persona finada con los bienes que ésta dejara a sus herederos, es decir, en la desconfianza ante el cobro de una deuda siempre que haya bienes para saldarla.

Fuera del ámbito jurídico, donde tenía un sentido unívoco, cerrado, la locución ha seguido viva en otros usos y ha ido creciendo significativamente, aunque me da la impresión de que resulta enigmática para buen número de hablantes. Del natural sentimiento de duda ante lo contingente —lo que puede suceder o no—, la expresión ha pasado a señalar también la ligereza con que a veces se afrontan determinadas circunstancias o conceptos, y vale incluso, como señalaba María Moliner, para designar una actitud falsa, como se deja ver en la frase de Javier Pérez Royo que citamos al comienzo.



[1] Javier Pérez Royo, «¿Dónde se informa Pablo Casado?», eldiario.es, 6 noviembre 2010).

jueves, 5 de noviembre de 2020

Solución / Disolución

        Ayer por la tarde, en los prolegómenos al volumen I de las cartas de Franz Kafka (Galaxia Gutenberg, 2018) encontré por tres veces una expresión que siempre me ha producido antipatía, si es que las palabras pueden provocarnos esa reacción, porque tiende una celada en la que muchos hablantes, y escribientes, caen: solución de continuidad / sin solución de continuidad.

            La dificultad de esta frase reside en que partimos del concepto más generalizado de «solución» como ‘resolución’ —de un problema, una duda o una dificultad—, entendiendo que -si algo se soluciona con continuidad, es decir, si tiene solución de continuidad, es que salta o evita el obstáculo y la cosa sigue adelante, continúa su curso: lo que tiene solución de continuidad es lo que avanza, lo que prosigue en su desarrollo. En consecuencia, de un hecho o un proceso sin solución de continuidad podremos entender que se interrumpe. Ahí está la añagaza, el trampantojo lingüístico que nos hace pensar que cuando algo tiene solución es que se ha logrado eliminar cualquier dificultad que lo empece. Si consultamos el diccionario académico, comprobaremos que la primera acepción del término «solución» es la ‘acción y efecto de disolver’, es decir, que en su etimológico y primer sentido, «solución» es sinónimo de «disolución», como ‘solutio’ y ‘dissolutio’ lo eran en latín, donde ambas palabras apuntaban a los conceptos de separación, desunión, destrucción, ruptura de la unidad entre las distintas partes de un todo. Acostumbrados, además, por el uso más generalizado a que el prefijo dis- indique dificultad (dislexia, dispepsia) o distinga parejas antónimas (gusto-disgusto, conforme-disconforme), se nos pasa que soluble y disoluble son sinónimos.

            Si no anda uno muy errado, el uso en español de ‘solución’ y de ‘disolución’ como palabras equivalentes proviene del mundo científico. En Dicciomed, un prestigioso diccionario médico disponible en la red, encontramos esta definición de ‘herida’: “Lesión que produce una solución o pérdida de continuidad en la piel provocada por un traumatismo”. Por la misma regla, podríamos decir que la fractura de un hueso es una solución de continuidad ósea, o que la muerte es la solución de continuidad de la vida. Queda claro, pues, que ‘solución de continuidad’ significa corte, ruptura, cese. Es evidente que los científicos, para apartarse del popularizado ‘solución’ = ‘resolución de un problema o dificultad’, acudieron a nuestra lengua madre, adoptando para la palabra ‘solución’ el concepto menos usado de ‘disolución’, dando así oportunidad a que una persona desconocedora del latín, y de la ciencia, confundiera el término ‘solución’ como significativamente opuesto a ‘disolución’.

            Visto esto —en latín, los sinónimos ‘solutio’ y ‘dissolutio’ comparten el significado de ruptura, interrupción; en nuestra lengua ocurre lo mismo con ‘solución’ y ‘disolución’— las expresiones solución de continuidad y sin solución de continuidad significan ‘interrupción’ y ‘continuación’ respectivamente. Sí, lo contrario de lo que parecen sugerir. Ante cualquiera de las dos expresiones, tendemos a dejarnos llevar por la generalización y no percibimos la íntima contradicción entre el significado aparente y el real: seguir / no seguir. En sin solución de continuidad se da el caso, además, de una doble negación, que tampoco percibimos —la indicada por la preposición y la contenida en el concepto ‘solución’ (ruptura, cese)—, y que da un sentido afirmativo, continuativo, al texto: ininterrumpidamente.

            ¿He resuelto o dado solución a las dudas que algún lector pudiera albergar respecto al uso de estas locuciones? Por si acaso, volvamos ahora a las que leí en la presentación de las cartas de Kafka para afianzarnos en su uso correcto. En la primera cita —“El texto de las cartas se da, en líneas generales, tal y como lo distribuyó Kafka: con las mismas divisiones de párrafos, y respetando la fórmula de encabezamiento, unas veces en línea aparte, otras sin solución de continuidad respecto a lo que sigue” (XXXIII, el subrayado es nuestro), no dudaremos: el autor afirma que en las cartas de Kafka el cuerpo de la misma va en ocasiones a continuación, inmediatamente después, del encabezamiento. Tampoco en la segunda —“Apenas se hace empleo de corchetes para indicar la existencia de un membrete, la intervención en la carta de una mano ajena a la de Kafka o la solución de continuidad del texto, indicada con los convencionales puntos suspensivos, debido a un pasaje ilegible (puy pocos) o a la ausencia de algún fragmento” (XXIII)—, ni en la tercera —“y sin solución de continuidad, el padre afirma…”—, en que los subrayados pueden sustituirse cabal y respectivamente por ‘interrupción’ y por ‘a continuación’.

            Nunca, que yo recuerde, he utilizado estas locuciones en mis escritos. Me resultan pedantes, innecesarias por artificiosas y confusas. Tampoco creo que comience a usarlas a partir de ahora, aunque tenga bien claro su significado, porque siguen pareciéndome modismos distanciantes, frases que denotan un erudito y prescindible afán de estilo. Pero basta ya de dichos y estilísticas, y demos aquí solución de continuidad a esta entrada.

¿O debería haber dicho que ésta es una entrada sin solución de continuidad?


martes, 3 de noviembre de 2020

La sopa y las nubes (XLIV)

Mi querida locuela me servía la cena y por la ventana abierta del comedor yo contemplaba las móviles arquitecturas que Dios hace con los vapores, las maravillosas construcciones de lo impalpable. Y me decía a través de mi contemplación: “Todas estas fantasmagorías son casi tan hermosas como los ojos de mi bella amada, la locuela monstruosa de los ojos verdes.”

            Y de repente recibí un violento puñetazo en la espalda, y escuché una voz ronca y encantadora, una voz histérica y como enronquecida por el aguardiente, la voz de mi queridita bien amada, que decía: ¿Te vas a comer pronto la sopa, maldito h… de p… comerciante de nubes?