martes, 8 de junio de 2021

El hombre del pan


He acabado de leer estos días de otoño el primer episodio de la serie que Almudena Grandes dedica a la resistencia antifranquista después de 1.939.

Inés o la alegría es una historia de amor y de compromisos personales incrustada en la historia real de España, en los días de otro otoño, el de 1.944, en que cuatro mil soldados republicanos de la UNE cruzaron la frontera pirenaica con el objetivo de derrocar el ilegítimo gobierno de Franco. El plan, ideado por el dirigente comunista Jesús Monzón, era tomar el valle de Arán, nombrar Viella sede provisional del gobierno bajo la presidencia de Juan Negrín y, con el apoyo popular y el de los países aliados —ay, pérfida Albión—, regresar a Madrid y reinstaurar la 2ª República. La aventura acabó como podemos imaginar, y la dictadura franquista murió de longevidad al cabo de 36 años.

No entro aquí en más detalles sobre la novela. Otro día lo haré. Quiero hablar ahora de una historia que me ha recordado su lectura y que bien podría haber merecido unos párrafos de Almudena Grandes. Es una historia de familia, y para tramarla son necesarios varios hilos.

Uno de ellos viene del año 1942, del día en que José, un muchacho de 16 años, hijo de un guardia civil destinado en Fernán Núñez, comienza a trabajar de albañil en El Pardito, el cortijo de don Benito Arana, director de la SECEM de Córdoba. José ha ido poco a la escuela, sabe leer y escribir, y las cuatro reglas, pero son siete de familia, los tiempos duros y hay que llevar a casa lo que se pueda. Sabe lo que es trabajar desde los diez años, cuando empezó como aprendiz de zapatero, y luego de recadero en una farmacia. En El Pardito no falta el trabajo y todos los días la casera ha de preparar comida para veinticinco o treinta hombres entre albañiles, gañanes y otros operarios. La comida es buena y el pan abundante, amasado y cocido a diario en el horno de la cortijada por un hombre al que llaman Emilio.

Al Pardito acuden también pobres y vagabundos que siempre encuentran un plato caliente. Son órdenes de la señora, de doña Enriqueta, la esposa de don Benito, una mujer caritativa que más de un día baja del coche en compañía de un pobre desharrapado y hambriento que ha recogido en la carretera.

—Señora —quiso protestarle el chófer a doña Enriqueta una tarde que volvían a Córdoba—, cada vez que metemos a uno de esos en el coche tengo que quitarme los piojos.

—También me los quito yo, y soy la dueña, así que calla y conduce.

Pasan los años. Don Benito Arana muere en Madrid en 1953, después de haber levantado en las afueras de Córdoba, junto a la factoría de la SECEM, la barriada de la Electromecánicas, con casas para los trabajadores, escuela, iglesia, mercado, barbería, cuartel de la Guardia Civil y zona noble para los ingenieros. Cuatro años más tarde, el 16 de febrero de 1957, muere en Córdoba doña Enriqueta Suárez-Varela de la Secada.

En ese cuartel de la Electromecánicas aparecen y se cruzan nuevos hilos de esta historia. José, el joven albañil del Pardito, trabajó luego unos meses en el olivar de la casa ducal de Fernán Núñez, hasta que a los dieciocho se alistó voluntario como soldado de Artillería; antes del año ingresó en la Guardia Civil. Su segundo destino, en junio de 1.947, es el cuartel de la Electromecánicas.

Meses antes ha llegado a ese mismo cuartel un sargento veterano de Marruecos, de la guerra civil y del “servicio de persecución de huidos”, en cuyo expediente brillan felicitaciones de Alfonso XIII, ascensos por méritos de guerra, dos cruces al mérito militar y la medalla al sufrimiento por la patria. El sargento, viudo desde 1.941, vive en Córdoba con sus tres hijos. La más pequeña, Juana, se casará años más tarde, el 21 de mayo de 1953, con el guardia José. Son mis padres.

Mi abuelo Anselmo, el sargento Zarco, otro hilo en la trama, se jubila al año siguiente y alquila unas habitaciones en el caserío de la Huerta de Santa Isabel, al otro lado del viaducto de Medina Azahara, pasadas las vías y los depósitos del agua, con vistas a la impresionante mole de la entonces “Residencia Nueva”. Anselmo va y viene andando todos los días a Córdoba. Por las mañanas entra a tomar café en El Chocolate, frente al cuartel de Artillería, en la esquina de Medina Azahara con la calle Albéniz. Luego cruza República Argentina, entra por Puerta Gallegos y se dirige al Café de Labradores, donde pasa la mañana en tertulia, leyendo el periódico, mirando por los ventanales de Gran Capitán. Sobre la una vuelve a la huerta, pero antes hace una parada en el último número de Medina Azahara, en los bajos de los “pisos de Cañete”, en el bar Alhambra. Si no es a la ida, en El Chocolate, es a la vuelta, en el Alhambra, donde se encuentra con su amigo Mariano Medina, al que conoció en Palma del Río. Este Mariano Medina es el administrador de las fincas de la familia de don Benito Arana. Vuelven a encontrarse hilos.

Un día, Mariano Medina le presenta a un hombre de confianza de doña Enriqueta, se llama Emilio, el hombre del pan en El Pardito. El administrador le pide un favor a Anselmo: Emilio es aficionado a la caza y quisiera tener un permiso de armas. Tiempos difíciles para eso, desde luego, pero Anselmo, que en sus últimos años ha trabajado en la brigadilla —el Servicio de Información de la Guardia Civil— tiene buenos contactos en la comandancia, le arregla los papeles y le soluciona incluso un problema con el carnet de identidad. Emilio y Anselmo se hacen amigos, primero ellos, y luego las familias. Para entonces ya habíamos nacido mi hermana y yo. El panadero del Pardito y mi padre, el joven albañil de Fernán Núñez, se reconocen, recuerdan viejos tiempos, anécdotas de doña Enriqueta, y de vez en cuando van a cazar conejos a La Alcaidía, en la sierra de Alcolea. Las familias entran en confianza, se visitan, salen juntas y hacen perol más de un domingo en El Aljibejo, la huerta que Emilio tiene en la vega del Guadalquivir, por la parte de El Higuerón. Yo mismo creo tener vaguísimo recuerdo de uno de esos peroles, no sé si propio, o prestado por las muchas veces que mi madre ha hablado de aquellos días felices. Y debí ver a Emilio más de una mañana, cuando íbamos desde el pueblo a Córdoba y mi madre nos llevaba al Café de Labradores a ver al abuelo. Eran los primeros años sesenta. Emilio y Anselmo se habían hecho inseparables.

Un día, Emilio no aparece por Labradores. Ni al día siguiente, ni a la semana, ni al mes. Nadie sabe nada. Nadie abre tampoco la puerta de su casa ni coge el teléfono. Los vecinos también los han echado en falta. Emilio y su familia han desaparecido de la noche a la mañana. Mi abuelo nunca volverá a verlos, y murió con esa pena.

Meses después de la desaparición, y ante las preguntas y la preocupación de mi abuelo, el administrador, que estaba en el secreto, se decidió a desvelarlo: Emilio y su familia estaban en Francia, en Burdeos. En Córdoba sólo había quedado su hija mayor. Todo se precipitó cuando ésta empezó a mover los papeles para casarse.

—Ella se quedó en Córdoba —recuerda mi madre al otro lado del teléfono—, y se casó con el hijo de los dueños de una tienda de tejidos muy famosa en Córdoba, Almacenes Encarnita, enfrente del cine Góngora. Pura, la mujer de Emilio, murió en Francia. Trabajaban en una huerta. De los cuatro o cinco hijos, solo sé que uno puso un supermercado allí, en Burdeos, y otro entró como electricista y encargado de mantenimiento en el consulado español.

Emilio volvió a Córdoba tras la muerte de Franco, con la amnistía del 77.

—Se compró un piso en Ciudad Jardín y vivía solo — continúa mi madre. ¿Tú no te acuerdas de un día, al poco de volver de Francia, que vino a comer a casa?

Sí me acuerdo, pensé, y ese día yo no comí en casa. Eran mis años de rebeldía y continuo callejeo hasta la madrugada.

—Murió hace poco, ya nos habíamos mudado al piso nuevo, en el 2005. Una mañana que íbamos tu padre y yo dando un paseo nos lo encontramos sentado en un banco de Gran Vía Parque y estuvimos un buen rato hablando. Estaba ya muy mayor, pero bien de salud. Fue la última vez que lo vimos. Un día, a los pocos meses, lo encontraron muerto en su casa, pobre Emilio.

Cuando la hija decide casarse, pedir certificados de nacimiento, de bautismo, nombres y datos de los padres, a Emilio se le viene el cielo encima. Y más que el cielo, la imagen de la cárcel y la desgracia para su familia, como le había pasado a tantos compañeros. Franco no olvidaba, seguía firmando sentencias de muerte y condenas de 30 años, y Emilio no se llamaba Emilio, sino José, y Valderrama de apellido, como el famoso cantaor, porque eran primos hermanos, nacidos en el mismo pueblo de Jaén, en Torredelcampo, en la misma familia de pequeños propietarios de olivar.

—Su familia era de izquierdas —ahora es mi padre el que ha cogido el teléfono. Emilio era comunista y había luchado por la República en la guerra civil.

Aquí se me acaba el hilo. Nada más saben mis padres de esta historia. No sé si la hija estaba al tanto de la militancia comunista del padre, ni qué razones se dieron una y otro en aquellos días de los primeros años sesenta. Tampoco sé si Emilio consideraba su pasado comunista un pasajero y excusable ardor de juventud —como lo hizo su primo, el cantaor, militante juvenil en un batallón de la CNT—, o si era un hombre del Partido, un clandestino militante que mantenía viva la lucha, quizá en la misma SECEM, que con sus cientos de trabajadores repartidos en turnos de mañana, tarde y noche, terminó convirtiéndose en el referente histórico de la reivindicación obrera y de la lucha antifranquista en la vieja ciudad de los califas.

La hija se casó con el heredero de Almacenes Encarnita y el padre hubo de poner tierra por medio con el resto de la familia después de veinte años de relativa calma, oculto y protegido primero en El Pardito por doña Enriqueta, ayudado luego y legalizado por amigos como mi abuelo Anselmo, que además lo había presentado y apadrinado como nuevo socio en el Círculo de Labradores.

Hubo muchos Emilios en este país, demasiados, que tuvieron que callar quiénes eran, quiénes habían sido, quiénes no debían ser. Gente oculta, escondida, clandestinos que hubieron de fingir, de silenciar su pasado y hacer como que olvidaban, como que nunca las habían tenido, sus ideas, sus banderas y su compromiso. El panadero de El Pardito fue otro más de tantos, sólo que por azar el hilo de su historia se cruzó con los de mi familia y ha llegado hasta estos días de otoño en que la novela de Almudena Grandes me lo ha recordado.

Pero aún queda un hilo suelto en esta trama: ¿Cómo llegó el joven comunista de Torredelcampo al Pardito? ¿Por qué don Benito Arana Beascoechea, director de la Sociedad Española de Construcciones Electromecánicas de Córdoba, un hombre público, relacionado con la jerarquía franquista, hijo adoptivo de la ciudad y condecorado por el régimen, se arriesga a esconder a un soldado republicano? ¿Qué papel juega doña Enriqueta?

—Según yo conozco —es mi padre el que pone el epílogo—, a doña Enriqueta le pilló el comienzo de la guerra en zona republicana, y él fue el que hizo las gestiones y la pasó a zona nacional, por eso, cuando acabó la guerra y acudió en busca de ayuda, doña Enriqueta no dudó, habló con su marido, lo ocultó en El Pardito, le dio el trabajo de panadero y empezó a llamarlo Emilio.

Hoy es sábado, 27 de noviembre de 2010. Después de hablar por teléfono con mis padres me he venido a la huerta, he encendido la candela y me he puesto a escribir esta historia. De vez en cuando dejo de teclear en el ordenador, enciendo un cigarrillo y miro por la ventana: un herrerillo en el olivo, un petirrojo en la cerca de piedra, Rabón y Juan Sin Tierra, los gatos, disputándose la caseta de madera que les he construido, la urraca junto al pozo; en la parte de atrás cacarean las gallinas, kikiriquean los gallos, zurean las palomas. Duna, la perra, dormita junto al fuego...

...Me avergüenza la historia de este país. Qué lástima de República —me digo—, de vidas arrasadas por la guerra y la posguerra; qué pena de ideas y de esperanzas, de hombres y mujeres en la derrota, en la cárcel, en las cunetas, en el exilio, en el silencio; en qué manos ha estado este país... Pero miro las llamas y me reconozco un hombre con esperanza, con recuerdos, convencido de que sin memoria no hay futuro.

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NOTA: Por razones que no sé dar, este texto desapareció del blog. Lo rescato ahora tal cual apareció.

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