Qué penetrantes son los atardeceres de otoño. ¡Ay! penetrantes hasta el dolor, porque hay deliciosas sensaciones cuya imprecisión no excluye la intensidad; y no hay punta más acerada que la del Infinito.
Qué gran delicia perder la mirada en la inmensidad del cielo y del mar. Soledad, silencio, incomparable pureza del azul, una pequeña vela agitándose en el horizonte, que por su pequeñez y su aislamiento semeja mi irremediable existencia, monótona melodía de la marejada, todas las cosas piensan por mí, o yo pienso por ellas (pues en la grandeza del sueño, pronto se pierde el yo); piensan, me digo, pero musicalmente, y a su manera, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones.
Sin embargo, estos pensamientos, que surgen de mí o que nacen de las cosas, pronto se hacen demasiado intensos. La energía en la voluptuosidad crea un malestar y un sufrimiento positivo. Mis nervios, demasiado tensos, solo producen vibraciones agudas y dolorosas.
Y ahora la profundidad del cielo me consterna, me irrita su nitidez. La insensibilidad del mar, la inmutabilidad del espectáculo me sublevan. ¡Ay! ¿Hace falta sufrir eternamente, o eternamente huir de lo bello? Naturaleza, encantadora sin piedad, rival siempre victoriosa, ¡déjame! Deja de tentar mis deseos y mi orgullo. El estudio de la belleza es un duelo en que el artista grita de espanto antes de ser vencido.