miércoles, 22 de diciembre de 2010

Nuevas Crónicas del Tío de las Barbas

I

Hace años asistí a un congreso sobre la novela andaluza en una de cuyas mesas se habló del realismo mágico, dejándose claro que no fue exclusivo de los novelistas hispanoamericanos del boom, porque los narradores andaluces de los sesenta y primeros setenta —los narraluces —también mostraban personajes y situaciones que bien podían haber figurado en Cien años de soledad. No recuerdo si fue José María Vaz de Soto o Fernando Quiñones, quien desgranó una sarta de personajes que había conocido o que le llegaron de oídas, dignos de ser vecinos de Macondo. Uno de esos personajes reales era un hombre que siempre hacía las cosas dos veces: peinarse, lavarse, comer, atarse los cordones de los zapatos, vestirse, cerrar o abrir las puertas, dar los pésames o leer el periódico, hasta que alguien le hizo la fatal pregunta —¿se iba a morir también dos veces?— que lo llevó en pocos días a la tumba, víctima de la angustia y la desesperación, después de dejar por escrito, y doblemente pagado, que lo enterraran dos veces.

Cualquiera de nosotros sabe de alguien que, si no para una novela, como Alonso Quijano, da por lo menos para un cuento mágico. Son personas que marcan la diferencia con el común, no necesariamente orates, sino tocadas por un dios, que las hace peculiares y dignas de la memoria popular.

Cuando vivía en Córdoba, alguien me habló una vez del tío de las barbas, que ha merecido el siguiente artículo en Cordobapedia: «Personaje de anciana edad que vivió en los años cuarenta y principios de los cincuenta del siglo XX. Conocido en los barrios de Santa Marina y San Agustín de Córdoba, ya que residía en la calle Zarco, junto al Cine Olimpia. Se comentaba en el barrio que era jubilado como capitán de la Guardia Civil.

Se le llamaba por este apodo por poseer barbas blancas, muy largas, con un bigote de mostachón con puntas afiladas siempre muy pulcras y aseadas.

De alta estatura, ancho de cuerpo y atléticas formas; vestía en invierno capa corta de color verde, cubriendo las piernas con polainas de cuero y la cabeza con sombrero; su paso era firme, de zancada mediana y lenta. Tenía una mirada perdida, como si mirara al infinito. Se puede decir que era de corte mayestático con formas militares.

Poco comunicador y solitario, pero afable en el saludo de sus convecinos. Demostraba una predilección por los niños que manifestaba dándoles en ocasiones caramelos y mostraba su afecto pasándoles la mano por la cabeza. Solía decirles: "Sé bueno y obediente".

A pesar de ello, algunas madres para amedrentar a sus niños traviesos los conminaban diciéndoles: "Niño, que viene el Tío de las barbas" y los chiquillos salían a esconderse asustadizos.

Era muy religioso. En las iglesias que frecuentaba, en el momento silencioso de la consagración, cuando se elevaba la hostia y el cáliz y sólo se oía la campanilla que tocaba el monaguillo, él con voz potente y recia pronunciaba pausadamente la frase: "Señor mío y Dios mío".

Aquella manifestación de fe expresada por este señor era acogida con respeto por los demás fieles en la solemnidad del momento, quedando sorprendidos y llenos de admiración los feligreses que no lo conocían y oían por primera su rotunda manifestación.

Este personaje nos invita a reflexionar sobre un mundo donde lo inmutable se hace mutable con el paso del tiempo.»

Encontré esta entrada de la enciclopedia virtual cordobesa buscando alguna referencia sobre otro tío de las barbas, del que guardan memoria los mayores de Torrecampo, y del que he oído hablar en varias ocasiones. No, no son la misma persona el hombre de Santa Marina y el de Torrecampo, pero sí hay concomitancias que el lector descubrirá.

Mi suegra, que me ha confirmado un par de datos, recuerda haberlo visto de niña. Igual que Félix, que me habló el sábado pasado de él.

Conocía a Félix de vista, pero nunca habíamos estado de conversa hasta la noche del sábado en el bar Sandalio. Como había cerveza y vasos largos por medio, y ya empezaba a helar la madrugada, quedé con él a la mañana siguiente, a las doce, en el plazar de las Peñas.

Félix tiene sesentaiún años y ha trabajado toda su vida de pastor. En la finca de Charquitos estuvo 24 años, luego marchó a Soria; volvió más tarde al valle de Alcudia, a cuidar las ovejas del cortijo de La Monja, mujer de muy mal carácter —la echaron del convento por mala, asegura con una sonrisa entre pilla y maliciosa—, así que pronto dejó a la monja con sus ovejas y traspuso hasta La Rioja. Después de tres meses, pasó a la finca de un marqués en Guadalajara. Allí se le acabó el tajo. Ahora lleva siete meses en el pueblo.

Durante la hora larga que estuvimos sentados en un banco al sol del plazar, Félix me habló del Tío de las Barbas. Con seis años —su padre había muerto para entonces—, a Félix lo mandaron de porquero donde Amalio, en la sierra de San Benito, al cuidado de una piara de 16 cochinos. Por allí andaba también de pastor su tío Felipe.

—Dieciséis cochinos, más una —puntualiza—, que era para criar.

Seis años, pienso mientras anoto en el cuaderno, seis años. Y en el monte. Eso es briega.

—18 duros al mes, más la comida, eso me pagaban —sonríe Félix con mueca resignada, ensanchando el pecho, encogiendo los hombros y abriendo los brazos, considerando la miseria de su niñez y del no había otro remedio de aquel entonces. Corrían los años cincuenta.

El niño porquero. Seis años tienen dos sobrinos míos ahora, me dije, y lo dejé ahí.

—Un pez enjarinao —me dice del Tío de las Barbas. Mi suegra también emplea el mismo adjetivo para describirlo.

El aspecto “enharinado”, rebozado en tierra y suciedad, es fácil de explicar: cuando caía la noche, el hombre de las barbas arrollaba a un lado las ascuas y se acostaba en el suelo para aprovechar el calor de la tierra sobre la que había estado la lumbre.

—Era un hombre alto, delgado. Tenía la cueva por el camino de La Culebrilla, en la sierra de San Benito. Por las mañanas, cuando los sambeniteros salían al campo, se acercaba a los caminos y les mostraba una cesta, y los hombres le daban un trozo de morcillla o del tocino de su almuerzo. De vez en cuando, los pastores lo llevaban a su chozo y lo afeitaban y le cortaban el pelo, o lo vestían, pero no llegaba vestido a la noche. La mayor parte del año andaba con un taparrabos.

Durante los años de guerra, el hombre de las barbas merodeaba por los alrededores del pueblo; raramente se aventuraba por las calles; se le veía sobre todo por la parte de la carretera de La Jara:

—Cuando las mujeres iban a lavar al pozo Paco —recuerda mi suegra—, se acercaba a pedir comida, y si alguna le preguntaba por qué llevaba aquella vida, él respondía que era promesa, y no decía más.

—Era muy beato —habla ahora Félix—, nunca le oías palabrotas, aunque se enfadaba y perdía el tino cuando no le daban comida. Yo lo vi la primera vez al poco de irme a guardar los cochinos donde Amalio y mi tío Felipe. “Niño, no te asustes. No te asustes, niño”, me decía, pero yo salí pitando y Amalio y mi tío se reían cuando se lo conté. Luego me acostumbré. Por la manera de hablar se ve que era un hombre educado. Era oficial del ejército, de Valencia. Se hizo amigo de mi tío Felipe, y lo enseñó a leer en los ratos que se iba al chozo al caer la tarde. Durante una temporada, eso era cuando andaba todavía cerca del pueblo, tuvo una perrucha a la que le había hecho una soga con trapos viejos que era más grande que el animal. Los muchachos íbamos detrás de él diciéndole cosas, riéndonos del pobre hombre.

Al sol de la mañana de domingo, Félix desgrana otros recuerdos sueltos de nuestro personaje, como que se ocultaba de los guardias civiles, que pedía, pero nunca robaba, que estaba enamorado de una paisana, o que alguna vez quisieron llevarlo a Valencia con su familia, pero él se negó.

—“Ha muerto el tío de las barbas” —recuerda Félix que así dieron la noticia en radio Pozoblanco; se queda unos segundos en silencio y niega luego suavemente con la cabeza—, pero no me acuerdo del año. Creo que está enterrado en Puertollano. Murió a primeros de los años sesenta, el año que tocó la lotería en el pueblo, o por ahí cerca.

En lo esencial, la versión de Félix y de mi suegra coinciden: nuestro tío de las barbas vivió veinticinco años por estos parajes, comía de la caridad de los lugareños, era de origen valenciano y había sido oficial; a pesar de su aspecto desastrado y sucio, resultaba persona cabal, culta y educada; y más que miedo, inspiraba compasión.

Nadie recuerda su nombre ni en qué fecha apareció por el pueblo, aunque más de un vecino me ha contado cómo su padre o su abuelo le dieron muchas veces de comer, le avisaban de por dónde andaban los guardias civiles o le advertían que no se llegara donde hubiera mujeres solas, cosa que el hombre cumplía a rajatabla.

Tampoco recuerda nadie la fecha en que murió ni cómo. Hay quien afirma que fue por la picadura de una víbora, y quien recuerda haberlo visto como muerto junto a un venero, en muy mal estado y con el brazo medio gangrenado, pero sobrevivió al veneno y murió de otra cosa tiempo después. Otros vecinos me han dicho que hasta dos veces las autoridades lo llevaron con su familia a Valencia y al cabo de unas semanas volvió.

Nada más sé de este misterioso buen salvaje, salvo dos detalles: una fotografía y un cuadro. La fotografía se la hizo otro personaje local con leyenda: Esteban Márquez, cronista —y tronista— de la villa, geólogo, creador del museo de la Posada del Moro, literato —un poco poeta y otro tanto novelista, novelero, pintor, historiador, erudito académico de la provincial, inventor y gran derrochador en las bonanzas, fotografió además buena parte de su vida. Creo haber visto esa fotografía en alguna parte.

El cuadro es de José Patrocinio Romero, el pintor de la localidad que firmó sus obras como Torrecampo. En junio de 1978 hizo su primera exposición en la galería Serrano 19 de Madrid, con el título de Recuerdos: fiestas y tradiciones, juegos, romances de ciego, vida religiosa, coplillas carnavaleras. Uno de los personajes retratados es El tío de las barbas.

Dejo estas dos por abrir en mi investigación, y de par en par abierta la puerta de la colaboración vecinal, por si alguien tiene a bien aportar datos que ayuden a conocer mejor al personaje que nos ocupa en estas crónicas.

Salud y prosperidad.

lunes, 13 de diciembre de 2010

El loco y la Venus


Un día admirable. El gran parque desfallece bajo el ojo ardiente del sol, como la juventud bajo el poder del Amor.

Ningún ruido expresa el éxtasis universal de las cosas; hasta las mismas aguas están como adormecidas. Muy al contrario de las fiestas humanas, ésta es una orgía silenciosa.

Diríase que una luz siempre creciente hace resplandecer cada vez más los objetos; que las flores excitadas arden en deseo de rivalizar con el azul del cielo por la energía de sus colores, y que el calor, volviendo visibles los perfumes, los hace subir hacia el astro como humaredas.

Pero en este goce universal, he encontrado a un ser afligido.

A los pies de una colosal Venus, uno de esos locos artificiales, uno de esos bufones voluntarios encargados de hacer reír a los reyes cuando los obsesionan los Remordimientos o el Aburrimiento, disfrazado con su vestido llamativo y ridículo, con un tocado de cuernos y cascabeles, acurrucado contra el pedestal, levanta sus ojos llenos de lágrimas hacia la inmortal Diosa.

Y sus ojos dicen: “Soy el último y el más solitario de los humanos, privado del amor y de la amistad, inferior en mucho al más imperfecto de los animales. Y sin embargo, fui creado, yo también, para comprender y sentir la inmortal Belleza. ¡Ay, Diosa, ten piedad de mi tristeza y mi delirio!

Mas la implacable Venus mira a lo lejos no sé qué con sus ojos de mármol.

martes, 7 de diciembre de 2010

Cada cual con su quimera


Bajo un inmenso cielo gris, en una inmensa llanura polvorienta, sin caminos, sin hierba, sin un cardo, sin una ortiga, me encontré con varios hombres que caminaban encorvados.
Cada uno de ellos llevaba a la espalda una enorme Quimera, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la impedimenta de un soldado romano.
Pero la monstruosa bestia no era un peso inerte; por el contrario, envolvía y oprimía al hombre con sus músculos elásticos y poderosos; se asía con sus dos enormes garras al pecho de su montura; y su fantástica cabeza coronaba la frente del hombre como uno de aquellos cascos horribles con los cuales los antiguos guerreros pretendían aumentar el terror en su enemigo.
Interrogué a uno de aquellos hombres y le pregunté a dónde iban así. Me respondió que no lo sabían, ni él, ni los otros; pero que sin duda iban a alguna parte, porque se sentían empujados por una irresistible necesidad de caminar.
Cosa curiosa: ninguno de estos viajeros parecía irritado con la bestia feroz colgada de su cuello y pegada a su espalda; se diría que la consideraba parte de sí mismo. Ninguno de aquellos rostros fatigados y serios reflejaba desesperación alguna; bajo la cúpula hastiante del cielo, los pies hundidos en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo, caminaban con el aspecto de los condenados por siempre a esperar.
Y el cortejo pasó a mi lado y se perdió en la atmósfera del horizonte, por donde la superficie redondeada del planeta se oculta a la curiosidad de la mirada humana.
Y durante unos instantes me obstiné en querer comprender aquel misterio; pero pronto la irresistible Indiferencia se abatió sobre mí, y me sentí más agobiado que ellos con sus opresivas Quimeras.


Goya, Capricho nº 42

lunes, 6 de diciembre de 2010

La habitación doble


Una habitación parecida a un ensueño, una habitación verdaderamente espiritual, cuya atmósfera en calma está ligeramente teñida de rosa y de azul.

El alma toma aquí un baño de pereza, aromatizado de pesar y de deseo. —Es algo crepuscular, azulado y rosáceo; un sueño de voluptuosidad durante un eclipse.

Los muebles tienen formas alargadas, postradas, lánguidas, parecen soñar; se diría que están dotados de una vida sonámbula, como el vegetal y el mineral. Las telas hablan una lengua muda, como las flores, como los cielos, como los crepúsculos.

Ninguna abominación artística en las paredes. En relación con el sueño puro, con la impresión no analizada, el arte definido, el arte positivo, es una blasfemia. Aquí, todo tiene la suficiente claridad y la deliciosa oscuridad de la armonía.

Una fragancia infinitesimal de la más escogida calidad, a la que se mezcla una ligerísima humedad, nada en esta atmósfera, donde el espíritu adormecido es acunado por sensaciones de cálido invernadero.

La muselina llueve abundante delante de las ventanas y del lecho; se derrama en níveas cascadas. En la cama está acostado el Ídolo, la soberana de los sueños. Pero, ¿cómo está aquí? ¿Quién la ha traído? ¿Qué poder mágico la ha instalado en ese trono de ensueño y de placer? ¿Qué importa? Ahí está, la reconozco.

He ahí esos ojos cuya llama atraviesa el crepúsculo; ese sutil y terrible mirar que reconozco en su espantosa malicia. Atraen, subyugan, devoran la mirada del imprudente que los contempla. He estudiado a menudo esas estrellas negras que imponen la curiosidad y la admiración.

¿A qué benévolo espíritu le debo estar así, rodeado de misterio, de silencio, de paz y de perfumes? Oh, beatitud! ¡Lo que llamamos normalmente la vida, incluso en su expansión más dichosa, nada tiene en común con esta vida superior que ahora conozco y saboreo minuto a minuto, segundo a segundo!

¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segundos! ¡El tiempo ha desaparecido; ahora reina la Eternidad, una eternidad de delicias!
Pero un golpe terrible, pesado, ha resonado en la puerta, y, como en los sueños infernales, me ha parecido un golpe de azada en el estómago.

Y después ha entrado un Espectro. Es un alguacil que viene a torturarme en nombre de la ley; una infame concubina que viene a gritar miseria y a añadir las trivialidades de su vida a los dolores de la mía; o bien el ordenanza de un director de periódico que reclama la continuación del manuscrito.

La habitación paradisíaca, el ídolo, la soberana de los sueños, la Sílfide, como decía el gran René, toda esta magia ha desaparecido al golpe brutal del Espectro.

¡Horror! ¡Ya me acuerdo! ¡Ya me acuerdo! ¡Sí! Este cuchitril, esta estancia del eterno aburrimiento es la mía. ¡Aquí están los muebles necios, polvorientos, desvencijados; la chimenea sin llamas y sin brasas, llena de escupitajos; las tristes ventanas donde la lluvia ha trazado surcos en el polvo; los manuscritos, con tachaduras o incompletos; el almanaque donde el lápiz ha marcado las fechas siniestras!

Y ese perfume del otro mundo con el que me embriagaba en una sensibilidad perfeccionada, de pronto, lo sustituye ahora un fétido olor a tabaco mezclado a no sé qué nauseabundo moho. Ahora se respira aquí lo rancio de la desolación.

En este mundo estrecho, pero tan lleno de repugnancia, un solo objeto conocido me sonríe: la ampolla de láudano; una vieja y terrible amiga; como todas las amigas, ¡ay!, fecunda en caricias y en traiciones.

¡Oh! ¡Sí! ¡El Tiempo ha reaparecido; el Tiempo vuelve a reinar soberano; y con el repugnante viejo ha vuelto todo su demoníaco cortejo de Recuerdos, de Pesares, de Espasmos, de Miedos, de Angustias, de Pesadillas, de Cóleras y de Neurosis.

Os aseguro que ahora los segundos están fuerte y solemnemente acentuados, y cada uno, surgiendo del péndulo, dice: —¡Soy la Vida, la insoportable, la implacable Vida!

Sólo hay un Segundo en la vida humana que tenga la misión de anunciar una buena noticia, la buena nueva que a todos nos produce un inexplicable miedo.

¡Sí! El Tiempo reina; ha retomado su brutal dictadura. Y me empuja, como si yo fuera un buey, con su doble aguijón. —¡Arre, borrico! ¡Suda, esclavo! ¡Vive, condenado!


miércoles, 1 de diciembre de 2010

El hombre del pan

He acabado de leer estos días de otoño el primer episodio de la serie que Almudena Grandes dedica a la resistencia antifranquista después de 1.939.

Inés o la alegría es una historia de amor y de compromisos personales incrustada en la historia real de España, en los días de otro otoño, el de 1.944, en que cuatro mil soldados republicanos de la UNE cruzaron la frontera pirenaica con el objetivo de derrocar el ilegítimo gobierno de Franco. El plan, ideado por el dirigente comunista Jesús Monzón, era tomar el valle de Arán, nombrar Viella sede provisional del gobierno bajo la presidencia de Juan Negrín y, con el apoyo popular y el de los países aliados —ay, pérfida Albión—, regresar a Madrid y reinstaurar la 2ª República. La aventura acabó como podemos imaginar, y la dictadura franquista murió de longevidad al cabo de 36 años.

No entro aquí en más detalles sobre la novela. Otro día lo haré. Quiero hablar ahora de una historia que me ha recordado su lectura y que bien podría haber merecido unos párrafos de Almudena Grandes. Es una historia de familia, y para tramarla son necesarios varios hilos.

Uno de ellos viene del año 1942, del día en que José, un muchacho de 16 años, hijo de un guardia civil destinado en Fernán Núñez, comienza a trabajar de albañil en El Pardito, el cortijo de don Benito Arana, director de la SECEM de Córdoba. José ha ido poco a la escuela, sabe leer y escribir, y las cuatro reglas, pero son siete de familia, los tiempos duros y hay que llevar a casa lo que se pueda. Sabe lo que es trabajar desde los diez años, cuando empezó como aprendiz de zapatero, y luego de recadero en una farmacia. En El Pardito no falta el trabajo y todos los días la casera ha de preparar comida para veinticinco o treinta hombres entre albañiles, gañanes y otros operarios. La comida es buena y el pan abundante, amasado y cocido a diario en el horno de la cortijada por un hombre al que llaman Emilio.

Al Pardito acuden también pobres y vagabundos que siempre encuentran un plato caliente. Son órdenes de la señora, de doña Enriqueta, la esposa de don Benito, una mujer caritativa que más de un día baja del coche en compañía de un pobre desharrapado y hambriento que ha recogido en la carretera.

—Señora —quiso protestarle el chófer a doña Enriqueta una tarde que volvían a Córdoba—, cada vez que metemos a uno de esos en el coche tengo que quitarme los piojos.

—También me los quito yo, y soy la dueña, así que calla y conduce.

Pasan los años. Don Benito Arana muere en Madrid en 1953, después de haber levantado en las afueras de Córdoba, junto a la factoría de la SECEM, la barriada de la Electromecánicas, con casas para los trabajadores, escuela, iglesia, mercado, barbería, cuartel de la Guardia Civil y zona noble para los ingenieros. Cuatro años más tarde, el 16 de febrero de 1957, muere en Córdoba doña Enriqueta Suárez-Varela de la Secada.

En ese cuartel de la Electromecánicas aparecen y se cruzan nuevos hilos de esta historia. José, el joven albañil del Pardito, trabajó luego unos meses en el olivar de la casa ducal de Fernán Núñez, hasta que a los dieciocho se alistó voluntario como soldado de Artillería; antes del año ingresó en la Guardia Civil. Su segundo destino, en junio de 1.947, es el cuartel de la Electromecánicas.

Meses antes ha llegado a ese mismo cuartel un sargento veterano de Marruecos, de la guerra civil y del “servicio de persecución de huidos”, en cuyo expediente brillan felicitaciones de Alfonso XIII, ascensos por méritos de guerra, dos cruces al mérito militar y la medalla al sufrimiento por la patria. El sargento, viudo desde 1.941, vive en Córdoba con sus tres hijos. La más pequeña, Juana, se casará años más tarde, el 21 de mayo de 1953, con el guardia José. Son mis padres.

Mi abuelo Anselmo, el sargento Zarco, otro hilo en la trama, se jubila al año siguiente y alquila unas habitaciones en el caserío de la Huerta de Santa Isabel, al otro lado del viaducto de Medina Azahara, pasadas las vías y los depósitos del agua, con vistas a la impresionante mole de la entonces “Residencia Nueva”. Anselmo va y viene andando todos los días a Córdoba. Por las mañanas entra a tomar café en El Chocolate, frente al cuartel de Artillería, en la esquina de Medina Azahara con la calle Albéniz. Luego cruza República Argentina, entra por Puerta Gallegos y se dirige al Café de Labradores, donde pasa la mañana en tertulia, leyendo el periódico, mirando por los ventanales de Gran Capitán. Sobre la una vuelve a la huerta, pero antes hace una parada en el último número de Medina Azahara, en los bajos de los “pisos de Cañete”, en el bar Alhambra. Si no es a la ida, en El Chocolate, es a la vuelta, en el Alhambra, donde se encuentra con su amigo Mariano Medina, al que conoció en Palma del Río. Este Mariano Medina es el administrador de las fincas de la familia de don Benito Arana. Vuelven a encontrarse hilos.

Un día, Mariano Medina le presenta a un hombre de confianza de doña Enriqueta, se llama Emilio, el hombre del pan en El Pardito. El administrador le pide un favor a Anselmo: Emilio es aficionado a la caza y quisiera tener un permiso de armas. Tiempos difíciles para eso, desde luego, pero Anselmo, que en sus últimos años ha trabajado en la brigadilla —el Servicio de Información de la Guardia Civil— tiene buenos contactos en la comandancia, le arregla los papeles y le soluciona incluso un problema con el carnet de identidad. Emilio y Anselmo se hacen amigos, primero ellos, y luego las familias. Para entonces ya habíamos nacido mi hermana y yo. El panadero del Pardito y mi padre, el joven albañil de Fernán Núñez, se reconocen, recuerdan viejos tiempos, anécdotas de doña Enriqueta, y de vez en cuando van a cazar conejos a La Alcaidía, en la sierra de Alcolea. Las familias entran en confianza, se visitan, salen juntas y hacen perol más de un domingo en El Aljibejo, la huerta que Emilio tiene en la vega del Guadalquivir, por la parte de El Higuerón. Yo mismo creo tener vaguísimo recuerdo de uno de esos peroles, no sé si propio, o prestado por las muchas veces que mi madre ha hablado de aquellos días felices. Y debí ver a Emilio más de una mañana, cuando íbamos desde el pueblo a Córdoba y mi madre nos llevaba al Café de Labradores a ver al abuelo. Eran los primeros años sesenta. Emilio y Anselmo se habían hecho inseparables.

Un día, Emilio no aparece por Labradores. Ni al día siguiente, ni a la semana, ni al mes. Nadie sabe nada. Nadie abre tampoco la puerta de su casa ni coge el teléfono. Los vecinos también los han echado en falta. Emilio y su familia han desaparecido de la noche a la mañana. Mi abuelo nunca volverá a verlos, y murió con esa pena.

Meses después de la desaparición, y ante las preguntas y la preocupación de mi abuelo, el administrador, que estaba en el secreto, se decidió a desvelarlo: Emilio y su familia estaban en Francia, en Burdeos. En Córdoba sólo había quedado su hija mayor. Todo se precipitó cuando ésta empezó a mover los papeles para casarse.

—Ella se quedó en Córdoba —recuerda mi madre al otro lado del teléfono—, y se casó con el hijo de los dueños de una tienda de tejidos muy famosa en Córdoba, Almacenes Encarnita, enfrente del cine Góngora. Pura, la mujer de Emilio, murió en Francia. Trabajaban en una huerta. De los cuatro o cinco hijos, solo sé que uno puso un supermercado allí, en Burdeos, y otro entró como electricista y encargado de mantenimiento en el consulado español.

Emilio volvió a Córdoba tras la muerte de Franco, con la amnistía del 77.

—Se compró un piso en Ciudad Jardín y vivía solo — continúa mi madre. ¿Tú no te acuerdas de un día, al poco de volver de Francia, que vino a comer a casa?

Sí me acuerdo, pensé, y ese día yo no comí en casa. Eran mis años de rebeldía y continuo callejeo hasta la madrugada.

—Murió hace poco, ya nos habíamos mudado al piso nuevo, en el 2005. Una mañana que íbamos tu padre y yo dando un paseo nos lo encontramos sentado en un banco de Gran Vía Parque y estuvimos un buen rato hablando. Estaba ya muy mayor, pero bien de salud. Fue la última vez que lo vimos. Un día, a los pocos meses, lo encontraron muerto en su casa, pobre Emilio.

Cuando la hija decide casarse, pedir certificados de nacimiento, de bautismo, nombres y datos de los padres, a Emilio se le viene el cielo encima. Y más que el cielo, la imagen de la cárcel y la desgracia para su familia, como le había pasado a tantos compañeros. Franco no olvidaba, seguía firmando sentencias de muerte y condenas de 30 años, y Emilio no se llamaba Emilio, sino José, y Valderrama de apellido, como el famoso cantaor, porque eran primos hermanos, nacidos en el mismo pueblo de Jaén, en Torredelcampo, en la misma familia de pequeños propietarios de olivar.

—Su familia era de izquierdas —ahora es mi padre el que ha cogido el teléfono. Emilio era comunista y había luchado por la República en la guerra civil.

Aquí se me acaba el hilo. Nada más saben mis padres de esta historia. No sé si la hija estaba al tanto de la militancia comunista del padre, ni qué razones se dieron una y otro en aquellos días de los primeros años sesenta. Tampoco sé si Emilio consideraba su pasado comunista un pasajero y excusable ardor de juventud —como lo hizo su primo, el cantaor, militante juvenil en un batallón de la CNT—, o si era un hombre del Partido, un clandestino militante que mantenía viva la lucha, quizá en la misma SECEM, que con sus cientos de trabajadores repartidos en turnos de mañana, tarde y noche, terminó convirtiéndose en el referente histórico de la reivindicación obrera y de la lucha antifranquista en la vieja ciudad de los califas.

La hija se casó con el heredero de Almacenes Encarnita y el padre hubo de poner tierra por medio con el resto de la familia después de veinte años de relativa calma, oculto y protegido primero en El Pardito por doña Enriqueta, ayudado luego y legalizado por amigos como mi abuelo Anselmo, que además lo había presentado y apadrinado como nuevo socio en el Círculo de Labradores.

Hubo muchos Emilios en este país, demasiados, que tuvieron que callar quiénes eran, quiénes habían sido, quiénes no debían ser. Gente oculta, escondida, clandestinos que hubieron de fingir, de silenciar su pasado y hacer como que olvidaban, como que nunca las habían tenido, sus ideas, sus banderas y su compromiso. El panadero de El Pardito fue otro más de tantos, sólo que por azar el hilo de su historia se cruzó con los de mi familia y ha llegado hasta estos días de otoño en que la novela de Almudena Grandes me lo ha recordado.

Pero aún queda un hilo suelto en esta trama: ¿cómo llegó el joven comunista de Torredelcampo al Pardito? ¿por qué don Benito Arana Beascoechea, director de la Sociedad Española de Construcciones Electromecánicas de Córdoba, un hombre público, relacionado con la jerarquía franquista, hijo adoptivo de la ciudad y condecorado por el régimen, se arriesga a esconder a un soldado republicano? ¿qué papel juega doña Enriqueta?

—Según yo conozco —es mi padre el que pone el epílogo—, a doña Enriqueta le pilló el comienzo de la guerra en zona republicana, y él fue el que hizo las gestiones y la pasó a zona nacional, por eso, cuando acabó la guerra y acudió en busca de ayuda, doña Enriqueta no dudó, habló con su marido, lo ocultó en El Pardito, le dio el trabajo de panadero y empezó a llamarlo Emilio.

Hoy es sábado, 27 de noviembre de 2010. Después de hablar por teléfono con mis padres me he venido a la huerta, he encendido la candela y me he puesto a escribir esta historia. De vez en cuando dejo de teclear en el ordenador, enciendo un cigarrillo y miro por la ventana: un herrerillo en el olivo, un petirrojo en la cerca de piedra, Rabón y Juan Sin Tierra, los gatos, disputándose la caseta de madera que les he construido, la urraca junto al pozo; en la parte de atrás cacarean las gallinas, kikiriquean los gallos, zurean las palomas. Duna, la perra, dormita junto al fuego...

... Me avergüenza la historia de este país. Qué lástima de República —me digo—, de vidas arrasadas por la guerra y la posguerra; qué pena de ideas y de esperanzas, de hombres y mujeres en la derrota, en la cárcel, en las cunetas, en el exilio, en el silencio; en qué manos ha estado este país... Pero miro las llamas y me reconozco un hombre con esperanza, con recuerdos, convencido de que sin memoria no hay futuro.