Localizó los
aperos —rastrillo, escoba de jardinero, pala y espátula, azada, escardillo,
horca, legona, almocafre de corazón; la hoz, oxidada, se quedó junto al bambú—
desperdigados, y los juntó al pie del mismo olivo.
Recogió las cañas —ay, mulata, no eran d’asúcar, como tú —,
las seleccionó, las ató en haces y las dejó debidamente dispuestas fuera del
cobertizo.
Buscó luego y recogió piezas del riego:
empalmes, llaves de paso, goteros de lápiz, trozos desechables y aprovechables.
Amontonó sobre el banco de trabajo dos serruchos oxidados, martillos (de
mecánico, de carpintero, de herrero), unas tenazas y cuatro o cinco destornilladores,
planos y de estrella.
Metió en una bolsa de basura jirones
de plástico negro, trozos inservibles de rafia negra, arandelas de goma
partidas por la presión y por la cal, gurruños de alambrillo, bridas cortadas.
Clasificó los sobres y los
cartuchos con simientes.
Acercó la leña menuda al mismo
rodal.
Saludó al
vecino, el tío Domingo, hablaron de los ajos, de las patatas, de la faena que
nunca falta y del dulzor de las
almendras.
También
dejó ordenados por tamaño los tiestos vacíos y unas pocas de las innúmeras
varillas de forja que se crían en las huertas, imprescindibles para marcar y
trazar los bancales. Y retiró de los poyetes de la casilla guantes de trabajo,
botes de caldo concentrado contra ácaros, pulgones y hormigas, y el de Tres en uno.
Luego se
lavó en la cubeta con agua del pozo. Qué frescor. Qué gozada.
Mientras
volvía a casa encendió la radio del coche.
—¡Me cago en la prima de riesgo y en el sistema financiero!
—se sorprendió gritando, y apagó la radio y se lió con aquella del Compay
Segundo.