De los muchos momentos especiales —homenajes los llamaba yo, y sonreían condescendientes mis
acompañantes (María, Paula, Concha, Luis, Javier, Pablo)— vividos en París este
verano pasado, no quiero olvidar los que pasé junto a Luis en la cripta del
cementerio del padre Lachaise donde reposan las cenizas de María Callas.
Durante los 5:36 minutos que duraba la grabación que llevaba en el móvil—Casta diva—, la prodigiosa y pura voz de
la soprano griega se extendió por el columbario y se obró el milagro de la
emoción, de la vida, de la belleza, agradecidos por los muchos ratos en que su
voz nos había acompañado, por todas las sensaciones y sueños y recuerdos que
nos había despertado, por toda la belleza que a su manera había llevado a
nuestras vidas.
Tampoco
olvidaré la sorpresa y las fiestas que hicieron todos cuando les leí en la
terraza de un restaurante junto a la plaza de La Contrescarpe, justo enfrente
de donde arranca París era una fiesta,
de Hemingway, el comienzo de aquel
poema de Apollinaire, «Las nueve puertas de tu cuerpo», que llevaba apuntado en
el cuaderno, ni la improvisada recitación que Javier y yo hicimos del Polifemo gongorino junto a la fuente de
los Médicis en el jardín del Luxemburgo. Hubo más, pero sirvan estos como
ejemplo de lo que uno entiende por homenajes
a hombres y mujeres a quienes admira por una razón u otra.
Como escritor,
pero sobre todo como lector, creo que el mejor homenaje que se le puede hacer a
un escritor es leer su obra, y no importa si sus huesos están en París o en
Fernando Poo. En el fondo, es lo de menos. Cierto que la escenografía puede
ayudar, y que a lo mejor uno entre miles de turistas que se han fotografiado
ante la tumba de Baudelaire, se sienta picado por la curiosidad y de vuelta a
casa se enfrasque en Las flores del mal.
No sé. El turismo funerario en masa me parece tan vacío como el que recorre
aborregado y veloz las catedrales, los palacios o los museos.
Hace ya unas
semanas, cuando los noticieros difundieron la «Operación buscar a Cervantes» me
compadecí de él. Pobre hombre, y pobre autor, pensé: si bien estaba donde él,
agradecido a quienes habían ayudado en su liberación del cautiverio en Argel,
mandó que le enterrasen para descansar en paz de su asendereada vida, a cuento
de qué venían ahora a remover sus huesos y llevarlos de acá para allá y
manosearlos y olisquearlos y escanearlos, compararlos, recomponerlos,
adeneizarlos. Pobre Cervantes.
El equipo
humano de este operativo —hasta 36 personas leo en algunas crónicas; otras lo
reducen a 23— es asombroso: forenses, historiadores, arqueólogos, médicos,
antropólogos, geofísicos, odontólogos, expertos en momificación y en textiles,
genealogistas, técnicos informáticos, toxicólogos, un sacerdote especialista en
asuntos funerarios clericales y hasta un alpinista que ha coronado varios
ochomiles.
¿Qué pasará?
¿Hallarán restos del plomo de Lepanto en uno de los esternones? ¿Huellas de la
diabetes hidropésica? ¿Serán capaces de distinguir entre el revoltijo de huesos
la desdentada calavera cervantina? ¿Qué se hará con ello? ¿Trasladarán sus
restos? ¿Los dejarán en su sitio? ¿Levantarán un túmulo con mármoles y
granitos? ¿Una simple y discreta inscripción en el suelo?
No es
Cervantes el único ejemplo de cómo trata este país a sus figuras más preclaras.
A los de Lope de Vega, Calderón y Velázquez remito; incluso al de Goya, cuyo
cráneo aún está por aparecer. No, España no es país agradecido con sus mejores
ingenios ni respetuoso con sus restos. Mucho presumir de ellos, mucho
incluirlos ahora en ese invento de la “marca España”, pero nada se hizo en su
momento para que Miguel de Cervantes Saavedra, autor del famoso y universal Don Quijote, descansara en la posteridad a salvo de la
incuria y el ninguneo.
Por desgracia,
ya está uno acostumbrado a esa falta de sensibilidad, y no necesita saber el
lugar exacto en que ¿reposan? los restos cervantinos para rendirle el mejor
homenaje: leer su novela.
¿Se
incrementará en España el número de lectores del Quijote si el equipo de científicos identifica los restos de su
autor? Ojalá. Pero lo dudo.
El «caso
Cervantes» me recuerda al de Antonio Machado y al de Lorca. Con tumba conocida
y visitada uno, y desconocida el otro, bien enterrados están. Quiero decir que
si, como se oye de vez en cuando, las autoridades españoles lograran trasladar
a España los restos del poeta sevillano, o si otro equipo de expertos logra
identificar el ADN lorquiano entre los restos de los muchos fusilados en el
barranco de Víznar y aledaños, y erigir su tumba en otro lugar, se acabaría
olvidando por qué están enterrados precisamente donde lo están.
Lo decía más
arriba: es cierto que la escenografía funeraria ayuda a que las emociones
afloren, pero siempre que haya habido trato con la persona, es decir, con el
escritor que nos ha proporcionado momentos de dicha, que le ha puesto palabras
a estados de ánimo, a sensaciones y emociones que nosotros de ninguna manera
acertaríamos a expresar, que ha reconfortado y ensanchado nuestro espíritu, que
nos ha hecho, si no mejores, sí distintos a como éramos antes de conocerlos y
adentrarnos en sus páginas.
¿De qué vale a
la literatura, al escritor Cervantes, que al cabo de los siglos se formen colas
milenarias de gentes con sus móviles cuyo único interés es sacar una foto de su
tumba, si casi ninguna de ellas ha entretenido sus ocios con el coloquio de
Cipión y Berganza, con los discursos de don Quijote y las bellaquerías de
Sancho, con la tristísima despedida —Adiós gracias, adiós donaires— en el prólogo a Los Trabajos de Persiles y Sigismunda?
Lástima que
Cervantes, conociendo como bien conocía a sus contemporáneos, no adivinara los
tumbos que iban a dar sus huesos y no dejara escrita una manda como la que se
lee en la tumba de su contemporáneo Shakespeare:
Buen amigo, por Jesús, abstente
de cavar el polvo
aquí encerrado.
Bendito sea el hombre que respete estas piedras
y maldito el que
remueva mis huesos.
Imágenes:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/6/66/Cervates_jauregui.jpg
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/3/37/Monasterio_de_San_Ildefonso_y_San_Juan_de_la_Mata_-_Cervantes.jpg