jueves, 8 de agosto de 2019

¿Qué hay de nuevo, viejo?


A menudo se nos olvida que un poema es un artefacto verbal, un texto sometido a la tensión —a las reglas— del ritmo y de la retórica, es decir, una producción lingüística artificiosa, resultado de aplicar a las palabras un tratamiento más o menos complejo de encriptación. En este sentido, la expresión verbal de la lírica es antinatural, o menos natural que la de la narración y el teatro, que, pese a las convenciones genéricas, y con sus excepciones, utilizan un lenguaje más cercano al hablar común y corriente.
Un poema se caracteriza también por la condensación —emocional, conceptual—, producto de la brevedad y de la consecuente necesidad de eliminar farfolla. La lírica es búsqueda de la esencialidad de la palabra: mínima sustancia fónica y máxima expresión semántica. Más por menos, por ahí anda la fórmula del buen poema.
En su afán de mostrar su ingenio y de sorprender con su originalidad, los poetas caen a veces en el exceso, y convierten estos rasgos de lo lírico —sometimiento a las leyes del canto, de la retórica, condensación de la materia sonora, riqueza significativa— en una barrera que dificulta, si no impide, el disfrute poético. Sirvan de ejemplo los poetas del Barroco, conceptistas o culteranos.
Los llamados «recursos retóricos»  o «figuras estilísticas», responden a esa búsqueda de la novedad y de la singularidad expresiva. Son herramientas de estilo, técnicas encaminadas a buscar lo llamativo y sorprendente en la expresión, a cautivar al lector mediante el juego con los sonidos, con la gramática o con la semántica. Cualquier persona con la instrucción escolar obligatoria y aficionada a la lectura está familiarizada con el uso de figuras estilísticas tan comunes como metáforas y comparaciones, exageraciones o hipérboles, enumeraciones, paralelismos, asonancias y consonancias, paradojas, epítetos, el asíndeton y el polisíndeton, o la interrogación retórica…
El desarrollo de estas técnicas expresivas es tan viejo como la literatura. Cuando los aedas invocaban a las musas o a los dioses para que les fueran favorables —La cólera canta, oh diosa, del pélida Aquiles—; cuando añadían un adjetivo caracterizador cada vez que nombraban a un héroe, a un dios o a una ciudad —Agamenón, rey de hombres; Atenea, la de los ojos de lechuza; Ítaca, la que se ve de lejos—; cuando en el canto III de la Ilíada leemos que el ejército troyano marchaba a la batalla con gran vocerío, “igual que pájaros, tal como se alza delante del cielo el chillido de las grullas”; cuando sucumbe un guerrero en combate y se nos dice que el velo de la muerte cubrió sus ojos; cuando el relato se somete al ritmo dactílico en seis pies, estamos ante un recurso literario: apóstrofe, epíteto épico, símil, imagen, hexámetro.
Junto a los recursos más usuales, encontramos desde antiguo otros muchos “manierismos formales” —cacenphaton[1], tautología[2], sínquisis o cacosíndeton (extrema dislocación sintáctica consecuencia de hipérbatos de todo tipo), versos ropálicos[3], caligramas, lipogramas[4], centones y poemas monosilábicos (formados por palabras monosílabas), letreados (todas las palabras comienzan con la misma letra), con ecos, múltiples (admiten lecturas de sentidos contrarios), retrógrados (se leen también desde el final hacia el comienzo)…— que se suelen catalogar como rarezas, extravagancias, frivolidades, intrascendencias, bagatelas, meros divertimentos, curiosidades o formas difíciles del ingenio literario.
Uno de estos sorprendentes juegos literarios —cultivado ya en el siglo II d.C. por Tertuliano, padre de la Iglesia, y por el burdigalense Ausonio, autor del célebre poema tópico Collige, virgo, rosas…—, es el «centón polilingüe», una composición literaria creada con versos o fragmentos de grandes poetas (Virgilio, Petrarca, Tasso, Ariosto, Camoens…), que se puso de moda en la época barroca, pero del que hallamos un breve antecedente en Garcilaso de la Vega, cuyo soneto XXII, «Con ansia extrema de mirar qué tiene» acaba con un verso de Petrarca en su lengua toscana: non essermi passato oltra la gonna (No traspasaba más que mis ropajes).
En  Divina poesía (Lisboa, 1608), el jienense Juan de Luque[5] afirma haber compuesto un soneto “en siete lenguas (dos versos en cada una), que me costó no poco trabajo: española, toscana, latina, francesa, portuguesa, griega y árabe, ¡que ya es capricho!” Junto a otros muchos poetas y humanistas, también se dio el capricho polilingüe Lope de Vega con el soneto «Le donne, y cavalier, le arme, gli amori».
En su Diccionario básico de recursos expresivos[6], Fernando Marcos Álvarez define el concepto cenismo como la mezcla de lenguas o dialectos en un mismo texto, y añade ejemplos de Vélez de Guevara, Ramón Pérez de Ayala, César Vallejo y el soneto gongorino que reproducimos a continuación:

Las tablas del bajel despedazadas
(signum naufragii pium et crudele)
del tempio sacro con le rotte vele
ficaraon nas paredes penduradas.

Del tiempo las injurias perdonadas
et Orionis vi nimbosae stellae
racoglio le smarritte pecorelle
nas ribeiras do Betis espalhadas.

Volveré a ser pastor, pues marinero
quel dio non vuo, che col suo strale sprona
do austro os assopros è do oceám as agoas;

 haciendo al triste son, aunque grosero
di questa canna, già selvaggia donna,
saudade à as feras, è aos penedos magoas.





[1] Cacenphaton: buscar la dificultad de pronunciación.
[2] Tautología: Acumulación reiterativa de un significado ya aportado desde el primer término de una enunciación, como en persona humana.
[3] Versos ropálicos: cada palabra tiene una sílaba más que la anterior.
[4] Lipograma: texto en el que se ha evitado una determinada letra.
[5] Citado por José Fradejas Lebrero, «Juan de Luque y su Divina Poesía», en Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, Nº. 184, 2003, p. 244.
[6] Fernando Marcos Álvarez, Diccionario básico de recursos expresivos, ed. del autor, 2012, p. 103.

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