El día 5 de
octubre de 1949, Helene Hanff, una “escritora pobre amante de los libros
antiguos”, afincada en Nueva York, después de ver un anuncio en una revista
literaria, escribe una carta a la librería de viejo londinense Marks & Co.,
ubicada en el 84 de Charing Cross Road, adjuntándole una lista de libros que no
encuentra en las librerías de su ciudad y que, si los encuentra, o son carísimos,
o están mugrientos y “llenos de anotaciones escolares”.
Así comienza
la historia de una relación epistolar que se cierra 20 años después. El grueso
de esa correspondencia —48 cartas—, abarca los años 1949 a 1952. El resto se
reparte de manera desigual —tres cartas al año, dos, una, o ninguna— durante
diecisiete años, hasta octubre de 1969. El libro se cierra con una última carta
de Sheila Doel a Helene Hanff y un post
scriptum del editor Thomas Simonnet, y deja una sensación agridulce en
nuestro ánimo, mezcla del goce de haber leído una hermosa y emotiva historia, y
de melancolía por comprobar cómo el paso del tiempo acaba con las personas y
las cosas queridas.
Cuando
leemos la primera carta del libro, no imaginamos que esa relación comercial
entre cliente y vendedor crezca de la manera que lo hace. De familia de
inmigrantes judíos, nacida en Filadelfia en 1916, Helene Hanff es en realidad
una escritora inédita y desconocida, que no ha conseguido colocar, en los diez
años que lleva en Nueva York, un solo texto teatral en las carteleras de
Broadway. A sus treinta años, sus prioridades son lograr un trabajo estable
relacionado con la escritura y completar una buena formación lectora que no
pudo adquirir antes por no haber pasado por la Universidad. En este aspecto, su
objetivo es familiarizarse con el canon literario anglosajón: Stevenson,
Geofrey Keynes, Samuel Pepys, Lawrence Sterne, Alexis Tocqueville, Richard
Burton, Samuel Johnson, Geoffrey Chaucer, John Donne, G. B. Shaw… En cuanto a
sus trabajos literarios, vamos viendo cómo la escritora comienza a levantar
cabeza con guiones para series de televisión, encargos de ensayos históricos,
libros infantiles, cuentos, una autobiografía, hasta que le llega el éxito, a
los 54 años, con el libro que nos ocupa, del que se hicieron adaptaciones
teatrales, un telefilme producido por la BBC y una película protagonizada por
Anne Bancroft y Anthony Hopkins. Tal como se muestra en sus cartas, es una
mujer de vida algo bohemia y desordenada en casa, su aspecto, confiesa, “es tan
elegante como el de una mendiga de Broadway. Visto jerséis apolillados y
pantalones de lana, porque donde vivo —14 East 95 th Street— no encienden la
calefacción durante el día” (25), fumadora, bebedora de ginebra, con sentido
del humor y de la ironía, que enseguida se hace cercana, tanto al lector como a
sus corresponsales del otro lado del Atlántico, jamás compra un libro que no
haya leído antes, es amante de la literatura histórica —ensayos, biografías,
diarios, memorias, libros de viajes…—, y no frecuenta el género novelesco,
excepción hecha de Jane Austen, pues no siente interés por “cosas que sé que
jamás les ocurrieron a personas que no existieron” (63).
En cuanto a
la otra parte, a los corresponsales londinenses, enseguida nos sorprende
también empezar a conocer sus vidas y su carácter. Las primeras cartas de la
librería Marks & Co. van firmadas con unas simples iniciales, FPD, hasta la
del 20 de diciembre de 1949, en que aparece el nombre de uno de los empleados
de la librería, Frank Doel, un excelente profesional, respetado en el gremio,
hombre sereno y equilibrado, que gasta la mejor flema inglesa, nunca le escribe
una palabra mayúscula a la escritora, al contrario, siempre explica serenamente
las razones de sus tardanzas o de sus errores, y no se inmuta ante los enfados
y gritos, más fingidos que reales, de Helene Hanff cuando recibe un libro mal
traducido: “¿QUÉ PORQUERÍA DE BIBLIA
PROTESTANTE ES ESTA?”, las mayúsculas son suyas (14); cuando el libro está
expurgado: “¿Y A ESTO LO LLAMA USTED UN DIARIO DE PEPYS” (50); o cuando tardan
en enviarle alguno de sus pedidos: “Querido Relámpago: Me aturde usted
enviándome a semejante velocidad vertiginosa el Leigh Hunt y la Vulgata. Probablemente no se da usted
cuenta de que apenas hace poco más de dos años que se los pedí. Si sigue
manteniendo este ritmo, va a sufrir un ataque cardíaco… (53).
Pero no es
Frank Doel el único en escribir a la amiga americana. Para agradecerle el envío
de algunas provisiones —conservas de pescado, carne, huevos, galletas…—, que
les hagan más llevadero el fuerte racionamiento establecido en Inglaterra desde
el final de la II Guerra Mundial hasta finales del verano de 1953, pronto se
incorporan al epistolario otros empleados de la librería: Cecily Farr, casada
con un piloto de la RAF destinado en un emirato árabe; Megan Wells, que piensa
irse a Suráfrica; Bill Humpries, catalogador de la librería; Mary Boulton, la
vecina octogenaria de los Doel, que le ha enviado a Helene un mantel bordado a
mano; la propia señora Doel, Nora, que le cuenta de sus hijas Sheila y Mary,
maestra una y bibliotecaria la otra, que se han comprado un coche, que le envía
la receta del pudin de Yorkshire o que la invita unos días de vacaciones.
De todas
estas menudencias privadas, y de otras que dejamos al lector, nos vamos
enterando conforme avanzamos en este epistolario, que nunca deja de ser
comercial, pues se habla de libros, de sus precios, de sus contenidos, de su
aspecto exterior, aunque también tiene mucho de epistolario privado, sin que se
omitan alusiones a acontecimientos históricos —aparte del duro racionamiento de
posguerra—, como el milagro alemán o la rápida modernización de Japón, las
elecciones inglesas de 1951, tras las que Winston Churchill volvió a ser elegido, la muerte del rey Jorge VI y la coronación de Isabel II,
retransmitida por la radio y la televisión, la liga de béisbol estadounidense
—Helene Hanff era seguidora de los Dodgers de Brooklyn; Frank Doel, de los Spurs
de Totenham—, los Beatles, el turismo de masas en Londres y los jóvenes mods y hippies que invadían Carnaby Street. La historia contemporánea
colándose en este simple intercambio de cartas entre una librería londinense y
una clienta neoyorquina.
84, Charing Cross Road es un buen libro
que se ha escrito sin querer, sin premeditación, siguiendo el hilo de la vida
de los corresponsales, con la naturalidad propia de quien ni por asomo piensa
que sus cartas tengan interés para alguien ajeno, o que vayan a ser publicadas.
No creo que en nuestro país, ni en otros de su entorno, pudiera darse hoy una
relación como la que se desarrolla en este epistolario, porque supone un tipo
de comunicación —la carta— que hemos desterrado de nuestras vidas, y ese es uno
de los motivos de melancolía que nos revolotea cuando cerramos el libro.
Este libro
viene a demostrar una vez más que las sencillas novelas de la vida son con frecuencia
mucho más atractivas y sorprendentes, de mayor calado emotivo, que las novelas
de ficción: las mejores historias suelen estar en la vida, no en la imaginación
de los escritores.