martes, 28 de septiembre de 2021

Paris nos recibe


De cabo a rabo la terminal de Barajas en busca del mostrador de la agencia de viajes. Desde la cafetería vemos el trasiego de aviones en las pistas. Etiquetado del equipaje. Escáner. Como sardinas enlatadas en el avión. Asiento de ventanilla. Miedo en las alturas. Media España nevada. Cruzamos los Pirineos. Inquieto. Estadísticas de accidentes. Aterrizaje perfecto.

París nos recibe con frío. En Orly, el empleado de la agencia pasa lista y nos indica el autobús. Rodeamos la ciudad por el lado este. En el trayecto se presenta el guía —Marchelo— y empieza con las ofertas: Versalles, Disneylandia, París la nuit, paseos por el Sena, recorridos en autobús, Molino Rojo. Algunas parejas se interesan y desde ese momento Marchelo se desentiende de los demás. Nos da su número de teléfono y nos marca la hora en que el autobús nos recogerá el domingo por la mañana.

Cuando nos bajamos en la puerta del hotel caían unos copos de nieve que se deshacían al tocar el suelo. Antes de una hora ya pateábamos Montmartre. Subimos por la calle Blanche y nos adentramos en el barrio calle Lepic arriba. Sacré Coeur y plaza del Tertre. Un italiano recorta en un santiamén mi silueta en papel y me la ofrece por 10 euros. Unos cafés noisettes en «Au Clairon des Chasseurs». Pigalle y las tiendas de sexo.

El primer escritor al que saludé en París fue Stefan Zweig. Ocurrió el viernes 27 de febrero de 2004, a las 9,54 de la mañana. Si preciso la fecha y hora exacta no es por mi buena memoria sino porque quedaron registradas en la cámara digital de Claudio, que sacó la instantánea del encuentro que ahora veo en la pantalla del ordenador. Un poeta junto a otro poeta, dijo Bárbara, como si le pusiera título a la fotografía.

Aquella era nuestra primera mañana en París. Como buenos turistas habíamos madrugado. Después de un abundante desayuno en el hotel —en una cava pequeña con muros y bóvedas de ladrillo— fijamos el itinerario del día: jardines de Luxemburgo, Barrio Latino, Nôtre Dame, las Tullerías y los Campos Elíseos.

Tomamos el metro en Pigalle y en menos de media hora salimos al cielo de París, desvaído, como velado su azul por el frío. Casi nadie a estas horas: un grupo de escolares cruza en dirección a la calle Vaugirard, un par de gendarmes hace ronda con las manos en los bolsillos, unos pocos turistas madrugadores como nosotros, algún corredor, operarios municipales recogiendo las papeleras y trasplantando flores. Una capa de escarcha sobre la hierba. Helado el estanque. Sobre las copas peladas de los árboles destaca la mole negruzca de la torre de Montparnasse. Por todos lados, sillas metálicas cubiertas también de escarcha. Dos gendarmes hacen guardia a la puerta del Senado.

Frente a la alegoría sobre el tiempo, la gloria y el arte en homenaje a Delacroix, un hombre de treinta y pocos años inmóvil en perfecto equilibrio, apoyado sobre la pierna derecha ligeramente flexionada, doblada en ángulo recto la otra, los brazos en paralelo extendidos hacia adelante, enfrentadas las palmas de las manos, no sabemos si alguien concentrado en la meditación o un mimo preparando su espectáculo callejero. Lo cierto es que componía una verdadera estatua que no se inmutó mientras nosotros andábamos por allí haciendo fotos.

A la entrada de la fuente de los Médicis, abrigado y concentrado, un hombre leía. Fue al dejar atrás aquel rincón cuando descubrí la cabeza en bronce:

¡Es Zweig! ¡Zweig! ¡Stefan Zweig!

Les dije que era un escritor austríaco. Les hablé de su vida y de sus obras —tenían aún fresca la lectura de El mundo de ayer, sus memorias; conté a mis amigos cómo un 23 de febrero de 1942, el escritor y su mujer le dijeron adiós a este mundo en su casa de Petrópolis, en Brasil, después de tomar una sobredosis de veronal; de la nota que dejó escrita de agradecimiento al país carioca y de pesar por haber tenido que abandonar una Europa que nuevamente se desangraba en la Segunda Guerra Mundial. Zweig sabía que el antiguo palacio de María de Médicis había servido como prisión en el periodo revolucionario, pero no llegó a verlo convertido en cuartel general de la Luftwaffe por los nazis durante la ocupación, ni por supuesto pudo imaginar que una mañana de febrero alguien llegado de un pueblo del norte de Córdoba iba a reconocerlo y agradecerle los buenos ratos de lectura con sus libros. De llevarlas conmigo habría leído a mis amigos estas líneas de sus memorias sobre el París ocupado que sí alcanzó a ver: “Ahora el hecho está consumado: la bandera de la cruz svástica ondea en la torre Eiffel, las negras tropas de asalto desfilan arrogantes por los Campos Elíseos de Napoleón, y desde la distancia siento, y comparto, el dolor de los bonachones burgueses de otrora que en sus casas, miran humillados, con el corazón estrujado y dolorido, cómo las botas de los conquistadores huellan sus bistrós y cafés recoletos. Ninguna desgracia me ha confundido, conmovido y desesperado jamás tanto como la de esta ciudad, que tenía como ninguna otra el don de dar felicidad a todo el que se le acercaba, y que hoy yace ultrajada por la fuerza bruta”. 

Por no parecer cargante, y porque no sabía si les apetecía a aquellas horas y con aquel frío una breve charla literaria, opté por la travesura propia de un turista irreverente, y puse mi sombrero sobre aquella cabeza de bronce, con su nariz judía y su bigotito recortado, y sonreí para la foto. Fue mi forma de abrazarlo, de abrigarlo, de susurrarle con el pensamiento que nada vale la muerte de un hombre.


viernes, 24 de septiembre de 2021

El juego de las diferencias

 


Al coger del estante la antología de Manuel Machado en la colección Austral de Espasa-Calpe, recordé que tenía dos ejemplares, uno de la novena edición, hecha en 1975, y otro de la undécima, en 1979. En apariencia son el mismo libro, pero no.

El volumen de la undécima es ligeramente más delgado que el de la novena, no porque aquel tuviera más páginas con los poemas de Manuel Machado, sino porque en el ejemplar de la novena se habían añadido 13 páginas con el listado de volúmenes aparecidos en dicha colección Austral hasta el número 1576.

Perceptible por desgracia a simple vista es la desigual integridad física de ambos libros. En la edición de 1975, las hojas, levemente encoladas, se han desprendido del lomo ‒es el problema de las encuadernaciones a mínimos costes‒, por el mucho tiempo y por el mucho abrir y cerrar, unas veces sueltas, otras en pequeños fascículos de cuatro, siete u ocho páginas, mientras que el de 1979 permanece uno y compacto, como recién comprado y apenas abierto para ser leído.

En la portada del ejemplar de la novena edición, aparece el exlibris que usé durante años: la figura de un ave de vistoso plumaje estampada en tinta roja, y mi nombre, cuando ocultaba el Pérez y firmaba como J. P. Zarco.

Otra diferencia palpable se encuentra en el interior de los libros: si las páginas de la undécima edición aparecen impolutas, sólo con los versos machadianos, en las de la novena se dejan ver signos y breves anotaciones a lápiz, versos destacados ‒Tengo el alma de nardo del árabe español‒; sintagmas subrayados ‒noche morena, noche sultana, nemorosos patios, noche musulmana‒; asteriscos para destacar una estrofa ‒De la noche a la mañana // se me ha ido tu querer. // Agüita que se derrama // no se puede recoger‒; algún cantar sentencioso ‒Hasta que el pueblo las canta, // las coplas coplas son, // y cuando las canta el pueblo, // ya nadie es su autor‒; esquemas métricos, incluso versos que se oían en la radio para anunciar un vino montillano:

Vino, sentimiento, guitarra y poesía

hacen los cantares de la patria mía.

Cantares…

Quien dice cantares dice Andalucía.

La poesía de Manuel Machado surgía de una dual inspiración, el folclore andaluz y el modernismo rubendariano. Respecto a la primera veta, podemos decir que fue un continuador, un letrista de la tradición andaluza en sus diversas manifestaciones, con versos al más puro estilo del cante jondo (soleares, soleariyas, malagueñas, tonás…), o con creaciones más costumbristas, como la copla o las sevillanas. En cuanto a la inspiración modernista, Rubén Darío estaba presente, no imitado, sino bien asimilado: cultismos (clorótica, antífona, nielar), motivos temáticos (el hastío y el vacío existencial, la sensualidad, una religiosidad no problemática, cierto malditismo de estirpe romántica (hetairas y poetas somos hermanos), evasión del presente y evocación de un pasado idealizado (ambientes medievales, renacentistas), uso de símbolos (el ocaso), la búsqueda parnasiana de la perfección formal y de la interrelación de las artes en sus recreaciones de cuadros de Velázquez, El Greco, Murillo, El Tiziano, Botticelli.

A Manuel Machado lo han comparado siempre con su hermano, y aunque fuera mayor que Antonio, lo han considerado por lo general poeta segundón, falto de compromiso social, de profundidad lírica y existencial, cuando no ha sido denigrado por el sorprendente y rápido, es cierto, ingreso en la Academia de la Lengua en 1938, con su ditirambo franquista y su palinodia republicana, y aunque también es cierto que en los últimos veinte o treinta años poetas y estudiosos han reivindicado la valía del autor de poemas como el simbolista «Ocaso», el magnífico «Castilla», el sonetillo «Verano» o sus dos autorretratos, la realidad –la diferencia‒ es que Manuel Machado ocupa mucho menos espacio que su hermano Antonio en tesis doctorales, periódicos, revistas, manuales e historias de la literatura.

Al margen de las evidentes diferencias y de los profundos nexos entre las obras de los dos hermanos poetas ‒que no es el motivo principal de este artículo‒, por encima del deterioro físico o de las marcas y anotaciones a lápiz, hay algo que hace único, y valioso para mí el ejemplar de la novena edición: en el ángulo inferior derecho de una de las páginas de cortesía aparece la firma y fecha en que compré el libro: 18 de febrero de 1978: el día en que cumplía 22 años. El número 131 de la colección Austral fue mi regalo de cumpleaños.

En esa fecha ‒cinco meses antes de acabar Filología Hispánica y de comenzar a trabajar como profesor de Lengua, Literatura, Historia, Latín, Griego y Márquetin en el colegio marista de Córdoba, prorrogando así mi incorporación al entonces obligatorio servicio militar ‒, ya escribía uno versos ‒¿versos? me atrevo a preguntar ahora‒ que no compartía con nadie y que guardaba celosamente en lo más hondo del cajón de mi escritorio. Me ha conmovido encontrar este libro, con esas anotaciones en aquella fecha, porque me ha llevado al yo que uno era entonces, al joven universitario con la cabeza llena de conceptos y de teorías, al inexperto amante ‒unos besos apenas en su historial‒ que vagaba solitario, becqueriano, por la judería en busca de unos ojos donde encontrarse, al inexperto profesor  unos años apenas mayor que sus alumnos, al lector a quien faltaban tantos libros y autores por descubrir, al hijo que ya necesitaba abandonar el nido familiar de Maese Luis y volar por su cuenta y riesgo, al desencantado ‒¿pasota?‒ que había vivido la muerte del dictador y esperaba en vano la revolución. Aquel era el joven que se regaló y leyó y anotó la antología de Manuel Machado el día en que cumplió 22 años.

Ya sabes, paciente lector, qué libro quedará en mis estantes.




martes, 21 de septiembre de 2021

París es una ciudad soñada

 

París es una ciudad soñada. Por eso es tan hermosa.

París de Baudelaire y de Verlaine, de Napoleón, de Víctor Hugo y de Marcel Proust. París de Alfred Jarry y de los vanguardistas, de los triunfadores y de los fracasados. El París de Voltaire y de los goliardos, el de Molière, el de Sartre y la Beauvoir. El París de los exiliados, el de la loca de Chaillot, el de las barricadas, el de la Bastilla y el de los adoquines del 68. El París de Juliette Gréco, de Moustaki, de Brassens. El París de la Resistencia, el de Óscar Wilde, el del affaire Dreyfus, el de Toulouse-Lautrec y el de Van Gogh. El París del Jorobado y del bandido François Villon. El París escueto de Kafka, el de Cortázar y el de Buñuel, el de Picasso, el de Rilke y el de Hemingway. El París de Baroja, de Rubén Darío, de los Machado, de Albert Camus, de Joyce y de Beckett…

Novelas, ensayos, poemas. Cuadros, películas, fotografías. París es la ciudad que otros nos han contado y en la que todos nos hemos imaginado alguna vez. Ese es el destino maravilloso de algunas ciudades: convertirse en lugares míticos que uno ama aunque no los haya visitado nunca, como tampoco ha estado nunca en San Petersburgo, en Troya o en Venecia, pero en cierta forma sí las conoce y sabe que son ciudades inmortales porque por encima de su existencia real alientan en las páginas de Tolstoi, de Homero o de Thomas Mann.

Ese París que se ha convertido en un género literario.

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