Vivíamos todavía en el Campo de la Verdad. Mi tío Rafael acababa
de llegar de Inglaterra y me pidió que le trajera la maleta del
coche. Cuando abrí el maletero, flipé, nunca me habría esperado
eso de él, que era el hombre de confianza de Esteban Orbegozo y
andaba siempre de viajes por Europa, buscando mercado.
El
fondo del maletero del Mercedes granate estaba cubierto de discos de
45 r.p.m. de música inglesa. Ojalá tuviese un padre así.
Cuando
llegué a casa y le dejé la maleta en la habitación, no pude
resistirme. Le pedí permiso para coger un par de discos. Y es lo que
hice, solo dos: el Magical Mystery Tour
fue el primero; luego me
decidí por otro con
«Paperback
writer», «Rain», «The Word» y «Nowhere man». Todavía recuerdo
los comienzos y los estribillos. Los dos discos, tres en realidad,
porque MMT era un
doble, acabaron gentilmente en manos de dos coleccionistas de vinilos
después de muchos años, cuando lo digital. No me arrepiento. Hay
que compartir el placer.
Escuché
esas canciones cientos
de veces, primero en un pick-up y luego en un
tocadiscos compacto, de aquellos en que la cubierta era también
altavoz.
El
del Magical Mystry Tour
era un libreto con fotografías. Me
encantaba. Pasaba ratos y ratos mirando las fotos. Imaginando.
Poniendo una y otra vez mi
canción favorita: Day after day alone on the hill…
Maravillosa, soñadora, con su ironía y su sabiduría, con
su loco allá en lo alto de la colina, incomprendido, al que nadie
presta atención.
Como
muchos otros, al loco de la colina de la radio empezamos a conocerlo
en los años ochenta. Descubrí entonces que Jesús Quintero era el
protagonista de mi canción favorita: un buen tipo que saca la mejor
versión de los demás. Un periodista como hay que serlo.