miércoles, 19 de julio de 2023

Lo español


Normalmente, somos los lectores quienes buscamos, en la librería o en la biblioteca, tal libro que nos interesa, pero también ocurre a veces que es el libro el que nos busca a nosotros en día y ocasión inesperada, con la consiguiente sorpresa y alegría por nuestra parte.

Si uno se interesa por Hemingway y el hotel Florida de Madrid, donde se alojó durante la guerra civil como corresponsal para la North American Newspaper Alliance, se encuentra inevitablemente con otro escritor norteamericano, John Dos Passos, el autor de Manhattan Transfer. Los dos escritores llegaron a Madrid en 1937 como amigos y salieron de ella enemistados, tras el arresto y desaparición de José Robles, amigo y traductor de Dos Passos, un turbio asunto en el que estaban implicados agentes comunistas republicanos y el corresponsal ruso del diario Pravda, Mijail Koltsov.

Antes de 1937, Dos Passos había viajado ya en tres ocasiones por nuestro país y conocía buena parte de nuestra literatura: el cantar del Cid, Hita, Jorge Manrique, Cervantes, Lope de Vega, Francisco Giner de los Ríos, Benavente, Antonio Machado, Joan Maragall, Valle-Inclán. En 1922 publicó Rocinante vuelve al camino ‒el libro que me encontró hace unas semanas en una librería de segunda mano en Madrid‒, un particular libro de viajes sobre España, que volvió a editarse, corregido y renovado, en 1949.

Con elementos novelescos, como unos modernos Don Quijote y Sancho, o los viajeros Telémaco y Lieo, el relato de Dos Passos se convierte desde el comienzo en una búsqueda de la identidad hispánica, en una indagación sobre el gesto que defina lo español, la verdadera esencia de nuestro ser como nación. No faltan escenas pintorescas y tipos característicos de la España de los años 20, descripciones de paisajes rurales y urbanos, acertados juicios sobre los personajes cervantinos, sobre las pinturas de El Greco, las novelas de Baroja o las de Blasco Ibáñez, pero el mayor esfuerzo se vuelca en un intento de caracterización psicológica de los españoles, que entronca con la famosa polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz: qué es España y desde cuándo lo es, qué es lo español. La postura de Dos Passos coincide con la de éste último, al considerar que ya en los remotos pobladores iberos existía un rasgo de carácter ‒el individualismo‒ que las posteriores colonizaciones e invasiones de la península ‒fenicios, griegos, romanos, godos, árabes...‒ no lograron domeñar ni modificar:


«Aquí yace la fuerza y la debilidad de España. Este intenso individualismo nacido de una historia cuyos cimientos descansan en pueblos aislados ‒sobre la inmutable faz de los cuales, como la hierba sobre el campo, los hechos brotan, maduran y mueren‒ es la verdadera base de la vida española. No ha habido revolución bastante fuerte para derrumbarlo. Invasión tras invasión: los godos, los romanos, los moros, las ideas cristianas, las novedades y convicciones del Renacimiento han barrido el país, cambiando costumbres superficiales y modas de pensamiento o de lenguaje, sólo para ser metamorfoseadas de acuerdo con el inmutable espíritu ibérico» (p. 44).


Dos Passos es consciente de que uno de los problemas políticos del país radica en la existencia de comunidades históricas, cuatro de ellas con sus propias lenguas, que no están dispuestas a dejarse asimilar en una supranacionalidad indiferenciadora. A la diversidad física ‒«la inmensa variedad de topografías en las diferentes partes de España»‒ corresponde la diversidad espiritual, caracterizada por una fuerte resistencia a perderse frente al empeño centralizador. El individualismo es la madre del independentismo, de la consideración de España como nación de naciones con un irrenunciable sentido identitario, que no se ha tenido en cuenta a la hora de articular el Estado: «la historia de España ha sido un continuo esfuerzo para encajar un taco cuadrado en un agujero redondo… el persistente esfuerzo de centralizar en pensamiento, en arte, en gobierno, en religión, un país cuya energía va por otro camino» (50). Para Dos Passos, esta falta de reconocimiento de los particularismos hace imposible la noción misma de nación, de país, a pesar de los intentos liberales y revolucionarios del siglo XIX: «[España] como nación moderna centralizada, es una ilusión, una desdichada ilusión; porque la presente atrofia, la desoladora esterilidad de un siglo de revoluciones pudieran muy bien ser debidas en gran parte a la imposición artificial de un gobierno centralizado en una tierra esencialmente centrífuga» (46).

Lo español es producto siempre de ese individualismo que nos legaron los iberos, individualismo extático, como el de Ignacio de Loyola, Felipe II, San Juan de la Cruz, o individualismo jovial y materialista, como de del Arcipreste de Hita o Don Juan Tenorio, dos caracteres complementarios que históricamente han ido «cambiando, combinándose, ramificándose, pero siempre los mismos en substancia» (45).

Ese continuo intento de centralizar, que no casa con el individualismo español ni con su poderosa vitalidad y creatividad, ese conducir al pueblo por un camino equivocado, es un sacrificio inútil, decepcionante, como explica Dos Passos cuando analiza las novelas sociales de Pío Baroja y las pone en relación con las de Máximo Gorki: «En lugar de la tumultuosa primavera de una nueva raza que bulle tras cada página del ruso, hay la fría desesperación de una raza vieja, de una raza que ha vivido largo tiempo bajo una fórmula de la vida a la cual ha sacrificado mucho, sólo para descubrir al final que la fórmula no sirve» (73).

Estemos o no de acuerdo con la visión de John Dos Passos, su Rocinante vuelve al camino, es un buen retrato de la España de comienzos de los años 20 del siglo pasado, y nos plantea cuestiones en los mismos términos que hoy: ¿Es el feroz individualismo la esencia de lo español? ¿Sentimos vivamente la llamada de nuestra sangre ibera o vamos aprendiendo a tolerar, a dialogar, a acoger? 

*

John Dos Passos, Rocinante vuelve al camino. Alfaguara, Madrid, 2002.

lunes, 10 de julio de 2023

Un mundo como un árbol desgajado

 Hace unas semanas compré en El Rastro Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia, los dos primeros libros de Blas de Otero, en la edición de Losada, impresa en Buenos Aires en 1960. Conocía bien esas obras del poeta bilbaíno, que había leído también en un solo volumen de la misma editorial, publicado en 1973, cuando comencé mis estudios universitarios. Creí que conservaba todavía ese ejemplar, pero no, debió de desaparecer en un expurgo. Los libros de Losada ‒precios baratos, papel barato, encuadernación barata‒ eran frágiles y exigían suma delicadeza en el trato. Supongo que del mucho manejo el libro acabó perdiendo lustre y mutilado, razón por la que debió ser sometido a sumarísimo escrutinio y condenado a la pulpa, en espera de encontrar una edición de mayor calidad. He dicho baratos, pero no lo resultaban tanto para un estudiante de raquítico presupuesto, por lo que buscaba siempre la oportunidad de sacar algún dinero y comprar libros o discos: lo que me daban en casa como aguinaldo o por mi cumpleaños, repartir guías telefónicas, instalar en el vecindario antenas para la televisión en color, trabajar como aprendiz de mancebo en la farmacia del barrio, cultivar, con mi padre, espárragos y venderlos en La Corredera, o nardos y gladiolos para una floristería...

Lo primero que se me viene cuando oigo o leo el nombre del poeta Blas de Otero es la palabra troje ‒«estas manos que son trojes // del hambre»‒, que hube de buscar en el diccionario, junto a llambria, galayos y cantil; también el poema dedicado a su institutriz francesa ‒mademoiselle Isabelle‒ y versos sueltos: «Humanamente hablando es un suplicio // ser hombre y soportarlo hasta las heces»; «alzo la mano, y tú me la cercenas»… El Blas de Otero que primero conocí era el existencialista, el hombre que mantenía unos diálogos estremecedores con Dios, a quien reprochaba su indiferencia y su silencio ante el dolor humano en un tono coloquial, pero apasionado, sincero y desgarrado, como no había leído hasta entonces:


Luchando cuerpo a cuerpo, con la muerte,

al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.

 

Aquello sí era en verdad hablar con Dios, dejarle las cosas claras a un ser lejano y terrible, como el Dios del Antiguo Testamento, rebelarse contra su poder insolidario:



Oh, cállate, Señor, calla tu boca
cerrada, no me digas tu palabra
de silencio…


Aunque tras la ruptura solo quedara el abismo, la soledad más dramática: «Para abismo, con el mío tengo bastante». Sí, quedaba muy claro que el poeta rechazaba y abandonaba un soporte trascendente que no lo libraba de su soledad ni de su dolor, de saberse un ser temporal abocado a la desaparición, que sólo podía contar con su propia existencia, y con su libertad, para irse construyendo, y nada más. El amor, en todo caso, podía librarlo temporalmente de ese agujero negro del vivir.

Sorprendía también la dedicatoria de Ángel fieramente humano, tomada del prefacio a Cantos de vida y esperanza, del exquisito Rubén Darío ‒«Yo no soy un poeta ‘de mayorías’; pero sé que, indefectiblemente, tengo que ir a ellas»‒, con una ligera variación, pues el nicaragüense había escrito “muchedumbres” en lugar de “mayorías”. La vocación colectiva de los versos de Otero quedaba clara desde el principio, y entraba en conflicto ético y estético con la dedicatoria que Juan Ramón Jiménez había escrito al frente de Poesía y de Belleza: “A la inmensa minoría, siempre”. El poeta aspiraba a la comunicación con el otro, rompía la barrera exclusiva del yo para instalarse en el territorio compartido del tú, de los otros, del nosotros, de manera que esa crisis existencial del individuo que aflora en sus dos primeros libros, refleja también el sentimiento de devastación de buena parte de la sociedad española, que acaba de dejar atrás una atroz guerra civil, luego una guerra mundial, y vive en un mundo física y espiritualmente en ruinas, en una atmósfera opresiva, donde conviven el dolor, la angustia, la soledad. Corrobora esa tendencia colectiva, ese querer hacerse voz de los otros, el poema que abre Redoble de conciencia:


Es a la inmensa mayoría, fronda
de turbias frentes y sufrientes pechos,
a los que luchan contra Dios, deshechos
de un solo golpe en su tiniebla honda.

A ti, y a ti, y a ti, tapia redonda
de un sol con sed, famélicos barbechos,
a todos, oh sí, a todos van, derechos,
estos poemas hechos carne y ronda.
 

Cuatro años después, en Pido la paz y la palabra (1955), Blas de Otero escribe otro poema con ese título, «A la inmensa mayoría», situado ya abiertamente en el ámbito de la poesía social:


Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre

aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos su versos.

Cuando se me apareció el libro en el tenderete del Rastro recordé también un mitin en la plaza de toros de Córdoba durante la campaña de las primeras elecciones generales tras la muerte del dictador, en el 77. Blas de Otero, Gabriel Celaya y Rafael Alberti eran entonces la gran triada de la poesía social. Mi preferido, con diferencia, Blas de Otero. En el mitin de que hablo logré pasar sin dificultad al lateral del escenario donde estaban las personas que iban a intervenir. En un grupito de tres o cuatro distinguí a Blas de Otero. Por pudor, no me atreví a darle la mano y saludarlo, a decirle que sabía poemas suyos de memoria y que Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia me habían entusiasmado. Para esas fechas transicionales, había leído, prestados por amigos o sacados de la biblioteca, sus libros más sociales: Pido la paz y la palabra, Que trata de España y En castellano: poesía humanamente comprometida que incorporaba lo mejor de nuestra tradición literaria: San Juan de la Cruz, fray Luis de León, Antonio Machado, Góngora y Quevedo, Larra, los viejos romances…

El dramatismo con que Blas de Otero enfrentó su crisis religiosa sobrecogía por su sinceridad, por su visceralidad, por la violencia de algunos versos ‒Abro los ojos: me los sajas vivos‒, pero contrastaba con mi actitud: a esas alturas, cumplidos los 21 años, yo simplemente había olvidado a Dios, me había desentendido. Salvo al comienzo de la adolescencia, cuando uno se pregunta y surgen dudas, temores, angustias, mi ruptura con la religión fue pacífica, sin trauma: no creía. Dios no era una instancia presente en mi vida.

Donde sí coincidía, como tantos jóvenes, con el poeta era en el entusiasmo y en la esperanza colectiva que había florecido a la muerte de Franco, en el deseo común de libertad, de elecciones libres y democracia progresista. Si mi “vida religiosa” estaba ya finiquitada, mi experiencia política estaba en sus inicios: las primeras elecciones libres desde 1936, y yo podía votar en ellas. Una ocasión histórica para el país. También para mí. Lo mismo que aquel mitin en la plaza de toros de Córdoba en la primavera del 77. En aquellos años finales de la dictadura y primeros de la transición muchos universitarios pensaban como yo, o yo pensaba como muchos universitarios. Respondíamos de cierta manera a un cliché: tocaba estar contra Franco, ser de izquierdas, ir a los mítines y fiestas del PC… Y leer a Blas de Otero.

Estos días lo he hecho en el ejemplar que encontré en El Rastro ‒papel amarillento, seco, quebradizo‒, propiedad de una desconocida Julia Bamio, que lo compró en Madrid en 1966, según la anotación hecha con lápiz rojo en la primera página. Me encantan estos encuentros de libros, son la alegría del lector, que los echa de menos cuando desaparecen de su biblioteca. Vuelven las mismas emociones, pero más enriquecidas por los casi cincuenta años desde que uno leyó por primera vez los versos desgarrados, sinceros y comprometidos de Blas de Otero.