A pesar de la siesta y del mes de julio, Félix bajaba hacia la biblioteca para fotocopiar unos periódicos antiguos. Se la encontró junto al Palacio del Cine. Tuvo la fugaz tentación de decirle “Adiós” y seguir su camino, pero desistió: «Debo pararme y hablar con ella. Qué va a pasar. No somos unos desconocidos y hace años que no nos vemos. Las heridas están cerradas, aunque nunca nos olvidaremos uno del otro».
No recuerdo ahora las palabras de Félix mientras se detuvo delante de ella. Hubo risas y alegrías por estar allí parados en medio de la calle, contándose sus vidas y sus matrimonios, sus hijos y sus trabajos.
Al despedirse, Félix no evitó el deseo de llevar su mano al brazo desnudo de ella. Quería notar otra vez el tacto de aquel cuerpo. Me contó que fue un momento de felicidad y que por alcanzar otros más como aquel estaba dispuesto a todo, y que su cadena de la monotonía ya se había de romper.
Esta mañana los he visto desde la ventana. Vinieron a recoger a los niños para llevarlos a la sierra. Me parecieron felices. Y al contemplar su felicidad, yo misma me he sentido bien después de dos años atada a la pena de una mujer abandonada.
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