Muchas veces el azar, la casualidad de un hecho, nos hace buscar un libro que actúa como puerta a otros y pasamos una temporada enfrascados en lo mismo. Otras lecturas vienen según ande el ánimo: si nos pide épica, escuchemos la voz de Homero; si meditación, a los haijines japoneses; si chismorreos y escenas de la vida literaria, abramos las páginas de un diario o de una biografía; y si lo que nos pide el cuerpo es estudio y precisión, consultemos diccionarios, manuales, enciclopedias. Un lector lo es de toda clase de papeles, desde las novelas de Tolstoi a las facturas de la luz, pasando por los prospectos médicos y las cartas de los restaurantes.
Estos días he leído el libro de un napolitano que ha tenido que esconderse por hablar de la delincuencia organizada con pruebas, nombres y apellidos, la Gomorra de Roberto Saviano.
Uno, que de pequeño seguía en televisión los episodios de Eliot Ness y miraba con temor la cara cortada de Al Capone, y que ha visto más de siete veces El Padrino –en su orden y en desorden, en versión épica, en la definitiva, en castellano, en inglés, con comentarios de Coppola-, sabía que detrás de la ficción estaba la realidad de los hechos, pero nunca se había interesado por los mafiosos de verdad: los boss, las familias, los clanes, los camorristas napolitanos, los sicilianos de la cosa nostra, los calabreses de la ´Ndrangheta, los baresi de la sacra corona unita, hombres y mujeres del Sistema, feroces empresarios criminales que recorren completo el mapa del delito para amasar millones con sus negocios de canteras y de ladrillos, con sus hoteles y pizzerías, con sus franquicias made in Italy (Tokio, Lisboa, Hamburgo, Sarajevo, París, Aberdeen, Madrid…), con sus fábricas clandestinas –esclavistas- de ropa y de zapatos, con sus agencias inmobiliarias, de seguros, de viajes, con sus transportes de leche, de fruta, de basuras, de carros blindados Leopard, de kaláshnikovs, de cámaras fotográficas o de cadáveres, de drogas o de mercaderías de la China, sirviéndose de un ejército de killers, pali, soldados, afiliados, submarinos, contables, políticos corruptos, títeres y esclavos, que incendia comercios y ametralla escaparates, secuestra, amenaza, extorsiona, envenena, prostituye, mutila, degüella, apalea, estrangula, apuñala, descuartiza o echa en ácido a quien de alguna manera no esté en su bando, sea jefe, afiliado, arrepentido, madre, hermana, novia, prima, adolescente o niñas que juegan en la calle. En la página 140 -iba trazando rayas en el margen- ya perdí la cuenta de los muertos.
Un verdadero asco de personas estos mafiosos de Roberto Saviano. Uno agradece no haber nacido en tal semillero de brutalidad y de violencia, no tener que asumir, como se dice en el libro, que aquella tierra puede ser un paraíso si sólo miramos al cielo, y jamás hacia abajo, en perpetua y vergonzante omertà.
Saviano ha sido un hombre valiente, podía haber escrito una novela y callarse o disfrazar nombres, incluso haber acatado la ley de silencio y seguir callejeando Nápoles en su Vespa, pero ha escrito lo que sabía, lo que veía abajo, a su alrededor: el cáncer de la mafia, la vergüenza de unos paisanos despiadados y sanguinarios.
Estos días he leído el libro de un napolitano que ha tenido que esconderse por hablar de la delincuencia organizada con pruebas, nombres y apellidos, la Gomorra de Roberto Saviano.
Uno, que de pequeño seguía en televisión los episodios de Eliot Ness y miraba con temor la cara cortada de Al Capone, y que ha visto más de siete veces El Padrino –en su orden y en desorden, en versión épica, en la definitiva, en castellano, en inglés, con comentarios de Coppola-, sabía que detrás de la ficción estaba la realidad de los hechos, pero nunca se había interesado por los mafiosos de verdad: los boss, las familias, los clanes, los camorristas napolitanos, los sicilianos de la cosa nostra, los calabreses de la ´Ndrangheta, los baresi de la sacra corona unita, hombres y mujeres del Sistema, feroces empresarios criminales que recorren completo el mapa del delito para amasar millones con sus negocios de canteras y de ladrillos, con sus hoteles y pizzerías, con sus franquicias made in Italy (Tokio, Lisboa, Hamburgo, Sarajevo, París, Aberdeen, Madrid…), con sus fábricas clandestinas –esclavistas- de ropa y de zapatos, con sus agencias inmobiliarias, de seguros, de viajes, con sus transportes de leche, de fruta, de basuras, de carros blindados Leopard, de kaláshnikovs, de cámaras fotográficas o de cadáveres, de drogas o de mercaderías de la China, sirviéndose de un ejército de killers, pali, soldados, afiliados, submarinos, contables, políticos corruptos, títeres y esclavos, que incendia comercios y ametralla escaparates, secuestra, amenaza, extorsiona, envenena, prostituye, mutila, degüella, apalea, estrangula, apuñala, descuartiza o echa en ácido a quien de alguna manera no esté en su bando, sea jefe, afiliado, arrepentido, madre, hermana, novia, prima, adolescente o niñas que juegan en la calle. En la página 140 -iba trazando rayas en el margen- ya perdí la cuenta de los muertos.
Un verdadero asco de personas estos mafiosos de Roberto Saviano. Uno agradece no haber nacido en tal semillero de brutalidad y de violencia, no tener que asumir, como se dice en el libro, que aquella tierra puede ser un paraíso si sólo miramos al cielo, y jamás hacia abajo, en perpetua y vergonzante omertà.
Saviano ha sido un hombre valiente, podía haber escrito una novela y callarse o disfrazar nombres, incluso haber acatado la ley de silencio y seguir callejeando Nápoles en su Vespa, pero ha escrito lo que sabía, lo que veía abajo, a su alrededor: el cáncer de la mafia, la vergüenza de unos paisanos despiadados y sanguinarios.
Bueno, ya era hora de que escribiera un comentario en tu precioso Blog. Gracias por este artículo pues me ha llevado a leer "Gomorra". Un libro que, además del valor que tiene por lo que cuenta, está muy bien escrito, con pasión y fuerza literaria. Una persona no elige el lugar donde nace.El lugar se nos impone y pasa a formar parte de nosotros mismos. Qué podía hacer un joven inteligente, íntegro y sensible como Roberto Saviano en un lugar como Nápoles. Podía bajar la cabeza o mirar hacia el cielo y no ver. Podía haber huido. Pero eligió utilizar la única arma legítima: la palabra. Por eso hay que darle las gracias y desearle suerte. Porque su suerte es también la de todos.
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