De la actuación de El Brujo la otra noche en la plaza de la iglesia de Torrecampo sólo puedo hacer elogios: dominio magistral de la voz -¿en cuántas formas y tonos oímos la seña de identidad del protagonista, la palabra hambre?; alternancia de registros y ritmos en la elocución –desde la monodia pregoneril y la musiquilla de romances y plegarias, al vertiginoso recitado de fragmentos de la vida de Lázaro González Pérez, pasando por salmodias –parodias- latinescas, la lengua coloquial o la imitación de voces populares, como el abuelo de La Solana o las viejas de Sabiñánigo; una rica gestualidad, histriónica en momentos, que enriquece y a veces sustituye a las palabras –cuando barre y medio baila y tararea latines en la casa del cura de Maqueda, cuando explica el ardid de la sutil fuentecilla en la jarra de vino o el cambiazo de longaniza por nabillo; un escenario desnudo y un atrezo pobre, del que se extrae el mayor jugo dramático –trompetilla de pregonero y palo de ciego, taburete, que por la magia del teatro se transforma en la imperial Toledo, un arca que finalmente sale a escena y una bota que no llega a aparecer, no sabemos si por despiste del actor o por inoperancia del regidor, si es que lo había. Hubo también luces que no lucieron en su momento y tres o cuatro transiciones musicales de ambientación histórica. Fue una gozada escuchar y ver al actor en aquel escenario desnudo. Disfruté y reí como hacía tiempo que no lo hacía en un teatro. ¡Viva Lusena!
En el texto del monólogo confluían tres correntías de distinta naturaleza e intención. Por el cauce principal discurrían los tres primeros tratados y el último de la novela anónima aparecida en 1554, adaptada y ligeramente actualizada por Fernando Fernán Gómez, maestro cómico de la legua donde los haya, cauce que, tal Guadiana, aparecía y volvía a aparecer leguas adelante, cuando cesaban las otras dos corrientes textuales, que llamaremos IPG (Improvisaciones Previstas en el Guión) e ISR (Improvisaciones Surgidas durante la Representación). Las interpolaciones tipo IPG estaban integradas por comentarios y chistes sobre un pueblo cuyo nombre no voy a decir, sobre el nivel intelectual del público y sobre supuestas equivocaciones o confusiones del actor. De esta corriente textual formaban parte también las anécdotas relatadas en el descanso-entremés de la función. Por su lado, las interpolaciones tipo ISR consistían mayormente en ironías y recriminaciones sobre las luces que no lucen, sobre el tablaje que se hunde en una parte, la bota que no aparece o el espectador que atiende a una llamada del móvil en plena función.
El efecto conseguido con esta amalgama de corrientes es el que da título germano a esta entrada, Verfremdungseffkt, el efecto de distanciamiento, con el que se busca que el público no llegue a identificarse emocionalmente con el sufrimiento o las alegrías del héroe dramático, no entre en purgación o catarsis y sea consciente en todo momento, de manera reflexiva y crítica, de que está asistiendo a una obra de teatro: ¿A quién se le olvidó con las risas que estaba en la plaza de la iglesia de Torrecampo en una noche estrellada de agosto, y que, mientras recordaba o escuchaba por primera vez las tretas y hambrunas del picarillo, el actor se quejaba por las deficiencias materiales y técnicas, ironizaba sobre la corrupción de los políticos (dicen que la ocasión hace al ladrón), convertía en farsa y risión la avaricia y cruel insolidaridad de la iglesia con los más desvalidos (un niño hambriento) o ponía al desnudo la inoperancia e hipocresía de la nobleza de sangre más roñosa y ruinosa de nuestra historia?
No perdamos de vista que Lázaro de Tormes, bajo los andrajos y la moral del antihéroe, es un héroe, el primero de nuestra historia literaria en señalar las miserias y lacras morales de la sociedad española de su tiempo, en dirigir su j’accuse contra unos valores y unas instituciones asentados en la impostura moral, la mentira, la crueldad, la insolidaridad y el personal afán de lucro.
Bien mirada, la distancia entre los siglos áureos y estos días nuestros no es tanta como debiera, habida cuenta de que se repiten circunstancias, hechos y actitudes: recuerde el lector la situación de millones de niños en el llamado tercer mundo; considere el egoísmo de los ricos estados del bienestar, que procuran mantener alejados, cuando no los explotan sin escrúpulos, cuando no los expulsan sin contemplaciones, a los parias, a los que huyen de la miseria y de la nada de su hogar; abra las páginas de un periódico y se encontrará con los mismos bulderos -los Madoff- de aquellos días imperiales, los mismos políticos conchabados, los mismos jueces prevaricadores, los mismos eclesiásticos avarientos o lujuriosos, incluso las mismas pobres gentes, como Lázaro González Pérez, que han llegado a la cima de su buena ventura –miserable oficio de pregonar vinos- a cambio de una cornamenta consentida y conocida por todos los vecinos de su barrio de San Salvador.
Sí, me divertí la otra noche con este Lázaro embrujado; reí a mandíbula batiente y lancé carcajadas a la noche estrellada con la declaración de sus trapacerías y el relato de sus desventuras; disfruté con la voz y el gesto de este gran cómico de la legua, mas nunca al extremo de olvidar que la sombra acusadora del pícaro era tan certera, tan crítica y tan necesaria en el siglo XVI como en el nuestro. He ahí el dichoso Verfremdungseffekt o, dicho de otra manera, la vigencia de los clásicos.

Sí, todos disfrutamos con la maestría de El Brujo. Hay que tener arte para salir airoso de tantos imprevistos (¿serían reales o provocados?). Años de tablas hacen tanta espontaneidad.
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