Me desperté temprano –era el aire batiendo en el toldo del patio- y me levanté. Con gusto hubiera seguido en la cama, calentito junto a mi mujer, pero tenía faena: componer el emparrado. Cosas de hortelano. A las ocho ya me había tomado dos cafés donde Los Mellizos y entraba con el coche en el almacén de materiales de construcción. Pelaba el frío. El encargado sacó los tubos y los cortó con la radial. Con las manos heladas y torpes coloqué y apreté la broca, perforé los tubos y los cargué en el coche. Asomaban por la ventanilla delantera y por la parte de atrás, que llevaba la puerta abierta, atada con una cuerda, así que conduje con precaución. Cuando llegué a la huerta, las gallinas salieron de su lugar y corrieron a su cómica manera a darme la bienvenida. Les correspondí con los restos de lechuga que llevaba y enseguida puse manos a la labor. La helada de la noche había logrado una buena capa de escarcha en los charcos y en el agua acumulada en la carretilla que dejé ayer a la entrada con lanchas de pizarra para un futuro empedrado. Al frío de la hora se le había aliado un recio viento siberiano con cuchillas que varias veces me voló la gorra al suelo...
Componer un emparrado tiene su conque, sobre todo si quiere uno dotarlo de una estructura sólida y segura, no basada en el alambre y en maderas podridas, como la que empecé a desmantelar. En mi corta experiencia de hortelano he podido comprobar que nada hay más seductor para algunos hortelanos que el alambre. O, más bien, el alambrillo, un alambrillo cualquiera. Otro día hablaré de los arriatados con goma de cámara de camión y de los de rafia negra. Y de toda la ferralla y la basura plástica que un hortelano descuidado es capaz de acumular...
Quiero hablar ahora de la tierra. De sus secretos y de sus misterios. Sé que es difícil de explicar. Sé que no tengo título de geólogo ni de historiador. Sé que mis únicas herramientas han sido mis manos y una improvisada barrena con que iba ahondando un agujero junto a una pared de piedra para asentar y asegurar la nueva estructura metálica del emparrado. El boquete, de unos 15 centímetros de diámetro y medio metro de profundidad, me ha permitido conocer los estratos más superficiales del suelo de la huerta. El primero es de humus, tan blando que se puede escarbar sólo con la mano. El segundo es de tierra más compacta, con piedrecillas de cuarzo, y necesita la ayuda de la barrena para perforar. El tercero está compuesto por lo que aquí llaman tierra tosca, una arena granulosa procedente de la descomposición del granito. Más abajo, ahí no llegué, solo queda el batolito, me dije, la gran roca madre de granito en que se asienta toda esta comarca. Antes de llegar al estrato de tosca, en uno de los puñados de tierra que sacaba con la mano venía algo rígido, que primero supuse un trozo de hierro y luego comprobé que era un casquillo de bala, la vaina de latón de una bala de fusil...
Hice alto en la faena. Me senté en una banqueta, encendí un cigarrillo y sopesando el casquillo le di al magín. Recordé cómo de vez en cuando todavía alguien encuentra una granada o una bomba sin explotar de la guerra civil, cómo de niños nos contaban los mayores fatales accidentes con alguno de estos artefactos; y recordé también haber visto más de una vez en huertas y cortijos casquillos vacíos de obús o de cañón que servían de adorno o para meter las tenazas de la candela, como en el cortijo de mi amigo Mateo...
—Esta bala tiene su historia —dije para mí—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Quién la disparó? ¿Contra qué o contra quién? ¿Un cazador acaso? ¿El hortelano del lugar, que la disparó contra un zorro? ¿Contra un lobo quizá, cuando los había por estos contornos? ¿Hay una muerte detrás? ¿Un fusilamiento? ¿Un crimen pasional? ¿El punto final de una rencilla por lindes o por herencias? ¿Un asesinato sin resolver? ¿Un turbio y olvidado ajuste de cuentas? ¿Qué manos y con qué intención metieron la bala en el cargador y apretaron el gatillo? ¿A qué hora del día? ¿En qué época del año? ¿Qué última imagen se llevó la víctima al otro mundo? ¿Habrá restos de ella por aquí?...
Me acordé entonces del pobre García Lorca, del revuelo montado estos días porque sus restos, y los de quienes fueron fusilados junto a él, no han aparecido, ni parecen haber estado nunca, donde se suponía. Excepto una muesca de bala en la roca, nada ha encontrado el equipo de expertos. La ciencia ha demostrado que jamás ha habido restos humanos en la superficie rastreada. Alguien mintió, o se confundió de lugar, o sugirió sin fundamento, llevado por rumores o falsas informaciones. Estos días ha salido además un nuevo libro sobre el último paseo del poeta granadino, que añade nuevas perspectivas y más confusión a los hechos, pues se viene a decir que uno de los “señaladores” del lugar donde fue enterrado García Lorca indicó, por tres veces además, el primero que se le ocurrió. ¿Está Lorca enterrado en El Caracolar, a unos quinientos metros del lugar excavado, o en el cercano barranco de Víznar, junto a tres mil fusilados más? ¿Intervino el aparato franquista y se llevó los restos al ignominioso Valle de los Caídos? Hay otra teoría, peregrina, que se recoge en un reportaje a cuatro páginas de El País, según la cual el autor de La casa de Bernarda Alba sobrevivió a su fusilamiento, “pero perdió la memoria por las heridas y fue acogido por unas monjas”. Al parecer, se trata de una ficción ideada por un novelista, que luego dio paso a un documental televisivo y que más de uno considera cierta desde entonces. Lo del Valle de los Caídos tiene su razón de ser: yo mismo he visto en los archivos de este pueblo las circulares y la documentación para llevar hasta la sierra madrileña los restos de los “vecinos caídos en la Cruzada de Liberación”, así que no resulta descabellada la hipótesis...
El hilo de la muerte de Lorca me ha llevado a la historia del piano de tita Luisa que me contó hace tiempo un amigo que vive en Granada. Cuando viene al pueblo, Miguel siempre acaba contándonos alguna historia de su familia, como la del conocido Pepiniqui, el mayor de los Rosales, que hoy rememora Manuel Vicent en su columna de El País. La del piano de tita Luisa tiene que ver con la madre de mi amigo, hija de una familia burguesa en la Granada de primeros de siglo, cuyos hermanos, como ella misma, vivieron toda su vida del capital familiar y nunca se vieron, aunque tuvieron títulos universitarios, en la obligación de trabajar. Una de las tías de la madre de Miguel, tita Luisa, era también tía del poeta Luis Rosales, una hermana de su madre que vivía con ellos y en cuyas habitaciones se refugió durante unos días Federico García Lorca antes de que lo llevaran detenido al Gobierno Civil. La historia de esos días que se cuenta en la familia de Miguel coincide hecho por hecho con la que se lee en el libro de Ian Gibson. Se planteó la posibilidad de que Lorca se pasara una noche a la zona republicana, incluso la de que Lorca fuese llevado al frente, con otro de los Rosales, para eludir su casi segura muerte. Las propuesta no prosperaron y el poeta permaneció con los Rosales hasta que una tarde apareció por la casa un tal Ruiz... Cuenta la tradición familiar que, en medio del peligro que corría su vida, Lorca pasó algún rato, quizá para olvidar su miedo, tocando el piano que había en una de las salas de la casa. Era el piano de tita Luisa. ¿Qué aires sonarían en la casa solariega aquellos días de agosto de 1936? ¿Quizá los del prendimiento y muerte de Antoñito El Camborio? ¿O quizá los del cazador y la paloma de Anda jaleo?
Cuando en la familia Rosales hubo que repartir la herencia de tita Luisa, el piano en que Lorca tocó por última vez fue tasado en 50.000 pesetas, un precio desorbitado, con la esperanza de que no saliera de aquella casa, y no porque el piano fuese una maravilla de instrumento —sólo el mueble tenía algo de valor, por la antigüedad—, sino porque la leyenda Lorca ya había comenzado. ¿Qué sones arrancaría el corazón tembloroso del poeta de aquel piano de tita Luisa?
La madre de Miguel, que había hecho en su juventud algunos cursos de piano, y ya casada con un labrador de Iznalloz, mostró interés por aquel viejo instrumento cuyas teclas habían sentido el alma en vilo del gran poeta. Si el piano se tasó en un precio tan alto fue con la seguridad de que aquella sobrina no iba a volver a verlo. Pero aquí entra en juego Miguel Romero, el padre de mi amigo, un hombre entregado a mantener y hacer prosperar su cortijo olivarero de La Parra, en Iznalloz, un tipo rudo, campesino, que había logrado enamorar a la niña bien, a la burguesita acostumbrada a vivir en los refinamientos y exquisiteces de la ciudad, y quiso tener un detalle de su amor, demostrarle a su mujer que, a pesar de lo recio de su carácter y de ser un hombre criado en el campo, los Romeros de Iznalloz también eran sensibles y delicados, quiso, como decía, hacer una romerada, y se presentó en la casa de los Rosales:
—¿En cuánto habéis tasado el piano?
—Cincuenta mil pesetas —le dijeron, pensando que el Romero campesino desistiría.
—Casualmente las traigo en el bolsillo. Toma, cincuenta mil pesetas, y el piano para mi mujer.
Mi amigo Miguel se crió con ese piano en casa. Hace unos años, en vista de que su hija estudiaba piano, llamó a un lutier que lo examinó y le dijo que no era un buen instrumento, que su hija, por mucho y buen arreglo que le hiciera, preferiría uno moderno, así que desistió y allá anda todavía el piano en casa de sus padres...
Todavía no se lo he dicho a mi amigo, pero la próxima vez que vaya a Granada le pediré que me lleve a casa de sus padres para ver el piano de tita Luisa...
Acabado el cigarrillo, puse la vaina sobre un lancha de pizarra y volví a la faena del emparrado, pero ya no se me iba de la cabeza la historia de los últimos días de Lorca, ni la que pudiera tener aquel casquillo que acababa de encontrar...