jueves, 24 de diciembre de 2009

Ensalada navideña

Debo encontrarle un adjetivo –un isótopo- al libro de Sánchez Ferlosio que he empezado a leer esta noche: un escritor, un intelectual de alto vuelo metido a lingüista, cavilando sobre positivos y superlativos, sinónimos, sufijos, significaciones e isotopías. De momento, conceptualización y estilo científico.
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La Poesía, en el JRJ de La estación total, es conciencia, creación, unidad y plenitud del mundo. Metapoesía. Metafísica. Metanoia. JRJ en el cielo de la Poesía. De la vida. De sí mismo.
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Antes de irse a trabajar, mi mujer entra en la habitación donde trabajo. Me encuentra con la mesa y alrededores repleta de libros, enfrascado en las traducciones de las últimas cartas de Fran Kafka. Qué haces, me pregunta:
—Ya ves, kafkármela —y le sonrío y dejo los diccionarios y los papeles y le doy un sonoro beso de despedida.
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Escribir a ventura seríe grant folía, asegura el fraile benedictino Gonzalo de Berceo refiriéndose a que no se atreve a inventar después que se le ha perdido el manuscrito latino que traducía y adaptaba a la lengua romance. Nuestro primer escritor de nombre conocido respeta el principio libresco de la clerecía, pero le aprieta el cíngulo y le hace un nudo personal. Continúa la tradición –la ingenua intención- de los milagros marianos, pero prescinde del latín para contárselos a sus paisanos y a los romeros que aparecen por su monasterio. Éste es su primer atrevimiento, su primera sensatez literaria: el pueblo es analfabeto, y ni lee ni habla latín, escribámosle, hablémosle, en la lengua que utiliza a diario. Contemporicemos. Ese o parecido argumento debió utilizar nuestro clérigo secular para convencer a su abad del uso de la lengua romance en el cuento de sus milagros y hagiografías. No inventó el asunto de sus obras, pero sí dio comienzo a una lengua literaria. Cambió de lengua para escribir y contribuyó el primero en el prestigio culto de un idioma que ya se venía hablando. No es pequeño el logro de este fraile.
Berceo tiene gracia para decir que inventar lo que no viene en el libro es una locura artística, sin embargo, él mismo introduce en sus narraciones añadidos personales, cae en la grant folía de incorporar elementos que no venían en los libros latinos: tipos, anécdotas, pinceladas costumbristas y paisajísticas, algún dialectalismo terruñero, que hacían más de la tierra, más cercanas, sus sencillas y ejemplares historias.
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Barrio
Ha estado bien el paseo nocturno bajo la lluvia. No me sentía solo a pesar de ser de los pocos y contados que andaba por las calles del barrio a esas horas. Digo bien solo, tan bien, que no iba aquejado de soledad ni de melancolías. Mi intención era tomarme una copa, pero en este barrio los bares cierran a la hora de cenar, y no era ocasión de trasponer más allá de Puerta Gallegos. Desistí de la copa y alargué el paseo bajo el paraguas: la noche cerrada en lluvia y este barrio cerrado con siete llaves... de vez en cuando la ráfaga de unos neumáticos, el claxon de una despedida a la puerta de casa, las risotadas de unos adolescentes en botellón, los pasitos apresurados de una joven solitaria para esquivar al hombre del paraguas en el primer portal... el chapoteo de las gotas en las marquesinas de los autobuses, en el asfalto, en los árboles, sobre tus pasos mismos, que podías haber dejado a la aventura, pero que no tuviste más remedio que dirigir a Vicente Aleixandre 15, para que tus viejos durmieran tranquilos.
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lunes, 21 de diciembre de 2009

Hilos y estratos de la historia

Me desperté temprano –era el aire batiendo en el toldo del patio- y me levanté. Con gusto hubiera seguido en la cama, calentito junto a mi mujer, pero tenía faena: componer el emparrado. Cosas de hortelano. A las ocho ya me había tomado dos cafés donde Los Mellizos y entraba con el coche en el almacén de materiales de construcción. Pelaba el frío. El encargado sacó los tubos y los cortó con la radial. Con las manos heladas y torpes coloqué y apreté la broca, perforé los tubos y los cargué en el coche. Asomaban por la ventanilla delantera y por la parte de atrás, que llevaba la puerta abierta, atada con una cuerda, así que conduje con precaución. Cuando llegué a la huerta, las gallinas salieron de su lugar y corrieron a su cómica manera a darme la bienvenida. Les correspondí con los restos de lechuga que llevaba y enseguida puse manos a la labor. La helada de la noche había logrado una buena capa de escarcha en los charcos y en el agua acumulada en la carretilla que dejé ayer a la entrada con lanchas de pizarra para un futuro empedrado. Al frío de la hora se le había aliado un recio viento siberiano con cuchillas que varias veces me voló la gorra al suelo...

Componer un emparrado tiene su conque, sobre todo si quiere uno dotarlo de una estructura sólida y segura, no basada en el alambre y en maderas podridas, como la que empecé a desmantelar. En mi corta experiencia de hortelano he podido comprobar que nada hay más seductor para algunos hortelanos que el alambre. O, más bien, el alambrillo, un alambrillo cualquiera. Otro día hablaré de los arriatados con goma de cámara de camión y de los de rafia negra. Y de toda la ferralla y la basura plástica que un hortelano descuidado es capaz de acumular...

Quiero hablar ahora de la tierra. De sus secretos y de sus misterios. Sé que es difícil de explicar. Sé que no tengo título de geólogo ni de historiador. Sé que mis únicas herramientas han sido mis manos y una improvisada barrena con que iba ahondando un agujero junto a una pared de piedra para asentar y asegurar la nueva estructura metálica del emparrado. El boquete, de unos 15 centímetros de diámetro y medio metro de profundidad, me ha permitido conocer los estratos más superficiales del suelo de la huerta. El primero es de humus, tan blando que se puede escarbar sólo con la mano. El segundo es de tierra más compacta, con piedrecillas de cuarzo, y necesita la ayuda de la barrena para perforar. El tercero está compuesto por lo que aquí llaman tierra tosca, una arena granulosa procedente de la descomposición del granito. Más abajo, ahí no llegué, solo queda el batolito, me dije, la gran roca madre de granito en que se asienta toda esta comarca. Antes de llegar al estrato de tosca, en uno de los puñados de tierra que sacaba con la mano venía algo rígido, que primero supuse un trozo de hierro y luego comprobé que era un casquillo de bala, la vaina de latón de una bala de fusil...

Hice alto en la faena. Me senté en una banqueta, encendí un cigarrillo y sopesando el casquillo le di al magín. Recordé cómo de vez en cuando todavía alguien encuentra una granada o una bomba sin explotar de la guerra civil, cómo de niños nos contaban los mayores fatales accidentes con alguno de estos artefactos; y recordé también haber visto más de una vez en huertas y cortijos casquillos vacíos de obús o de cañón que servían de adorno o para meter las tenazas de la candela, como en el cortijo de mi amigo Mateo...

—Esta bala tiene su historia —dije para mí—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Quién la disparó? ¿Contra qué o contra quién? ¿Un cazador acaso? ¿El hortelano del lugar, que la disparó contra un zorro? ¿Contra un lobo quizá, cuando los había por estos contornos? ¿Hay una muerte detrás? ¿Un fusilamiento? ¿Un crimen pasional? ¿El punto final de una rencilla por lindes o por herencias? ¿Un asesinato sin resolver? ¿Un turbio y olvidado ajuste de cuentas? ¿Qué manos y con qué intención metieron la bala en el cargador y apretaron el gatillo? ¿A qué hora del día? ¿En qué época del año? ¿Qué última imagen se llevó la víctima al otro mundo? ¿Habrá restos de ella por aquí?...

Me acordé entonces del pobre García Lorca, del revuelo montado estos días porque sus restos, y los de quienes fueron fusilados junto a él, no han aparecido, ni parecen haber estado nunca, donde se suponía. Excepto una muesca de bala en la roca, nada ha encontrado el equipo de expertos. La ciencia ha demostrado que jamás ha habido restos humanos en la superficie rastreada. Alguien mintió, o se confundió de lugar, o sugirió sin fundamento, llevado por rumores o falsas informaciones. Estos días ha salido además un nuevo libro sobre el último paseo del poeta granadino, que añade nuevas perspectivas y más confusión a los hechos, pues se viene a decir que uno de los “señaladores” del lugar donde fue enterrado García Lorca indicó, por tres veces además, el primero que se le ocurrió. ¿Está Lorca enterrado en El Caracolar, a unos quinientos metros del lugar excavado, o en el cercano barranco de Víznar, junto a tres mil fusilados más? ¿Intervino el aparato franquista y se llevó los restos al ignominioso Valle de los Caídos? Hay otra teoría, peregrina, que se recoge en un reportaje a cuatro páginas de El País, según la cual el autor de La casa de Bernarda Alba sobrevivió a su fusilamiento, “pero perdió la memoria por las heridas y fue acogido por unas monjas”. Al parecer, se trata de una ficción ideada por un novelista, que luego dio paso a un documental televisivo y que más de uno considera cierta desde entonces. Lo del Valle de los Caídos tiene su razón de ser: yo mismo he visto en los archivos de este pueblo las circulares y la documentación para llevar hasta la sierra madrileña los restos de los “vecinos caídos en la Cruzada de Liberación”, así que no resulta descabellada la hipótesis...

El hilo de la muerte de Lorca me ha llevado a la historia del piano de tita Luisa que me contó hace tiempo un amigo que vive en Granada. Cuando viene al pueblo, Miguel siempre acaba contándonos alguna historia de su familia, como la del conocido Pepiniqui, el mayor de los Rosales, que hoy rememora Manuel Vicent en su columna de El País. La del piano de tita Luisa tiene que ver con la madre de mi amigo, hija de una familia burguesa en la Granada de primeros de siglo, cuyos hermanos, como ella misma, vivieron toda su vida del capital familiar y nunca se vieron, aunque tuvieron títulos universitarios, en la obligación de trabajar. Una de las tías de la madre de Miguel, tita Luisa, era también tía del poeta Luis Rosales, una hermana de su madre que vivía con ellos y en cuyas habitaciones se refugió durante unos días Federico García Lorca antes de que lo llevaran detenido al Gobierno Civil. La historia de esos días que se cuenta en la familia de Miguel coincide hecho por hecho con la que se lee en el libro de Ian Gibson. Se planteó la posibilidad de que Lorca se pasara una noche a la zona republicana, incluso la de que Lorca fuese llevado al frente, con otro de los Rosales, para eludir su casi segura muerte. Las propuesta no prosperaron y el poeta permaneció con los Rosales hasta que una tarde apareció por la casa un tal Ruiz... Cuenta la tradición familiar que, en medio del peligro que corría su vida, Lorca pasó algún rato, quizá para olvidar su miedo, tocando el piano que había en una de las salas de la casa. Era el piano de tita Luisa. ¿Qué aires sonarían en la casa solariega aquellos días de agosto de 1936? ¿Quizá los del prendimiento y muerte de Antoñito El Camborio? ¿O quizá los del cazador y la paloma de Anda jaleo?

Cuando en la familia Rosales hubo que repartir la herencia de tita Luisa, el piano en que Lorca tocó por última vez fue tasado en 50.000 pesetas, un precio desorbitado, con la esperanza de que no saliera de aquella casa, y no porque el piano fuese una maravilla de instrumento —sólo el mueble tenía algo de valor, por la antigüedad—, sino porque la leyenda Lorca ya había comenzado. ¿Qué sones arrancaría el corazón tembloroso del poeta de aquel piano de tita Luisa?

La madre de Miguel, que había hecho en su juventud algunos cursos de piano, y ya casada con un labrador de Iznalloz, mostró interés por aquel viejo instrumento cuyas teclas habían sentido el alma en vilo del gran poeta. Si el piano se tasó en un precio tan alto fue con la seguridad de que aquella sobrina no iba a volver a verlo. Pero aquí entra en juego Miguel Romero, el padre de mi amigo, un hombre entregado a mantener y hacer prosperar su cortijo olivarero de La Parra, en Iznalloz, un tipo rudo, campesino, que había logrado enamorar a la niña bien, a la burguesita acostumbrada a vivir en los refinamientos y exquisiteces de la ciudad, y quiso tener un detalle de su amor, demostrarle a su mujer que, a pesar de lo recio de su carácter y de ser un hombre criado en el campo, los Romeros de Iznalloz también eran sensibles y delicados, quiso, como decía, hacer una romerada, y se presentó en la casa de los Rosales:

—¿En cuánto habéis tasado el piano?
—Cincuenta mil pesetas —le dijeron, pensando que el Romero campesino desistiría.
—Casualmente las traigo en el bolsillo. Toma, cincuenta mil pesetas, y el piano para mi mujer.

Mi amigo Miguel se crió con ese piano en casa. Hace unos años, en vista de que su hija estudiaba piano, llamó a un lutier que lo examinó y le dijo que no era un buen instrumento, que su hija, por mucho y buen arreglo que le hiciera, preferiría uno moderno, así que desistió y allá anda todavía el piano en casa de sus padres...

Todavía no se lo he dicho a mi amigo, pero la próxima vez que vaya a Granada le pediré que me lleve a casa de sus padres para ver el piano de tita Luisa...

Acabado el cigarrillo, puse la vaina sobre un lancha de pizarra y volví a la faena del emparrado, pero ya no se me iba de la cabeza la historia de los últimos días de Lorca, ni la que pudiera tener aquel casquillo que acababa de encontrar...


martes, 8 de diciembre de 2009

Tópicos profesionales

—Es más flojo que la chaqueta de un guarda —sentenciaba mi madre cuando hablaba del gandul de Fulanito, de un holgazán. Otras veces era la vecina cotorra, que charlaba más que un sacamuelas, o mi padre, a quien recriminaba porque fumaba más que un carretero, o bien un pobre hombre desmedrado, que había pasado en su vida más fatigas y más hambre que un maestro de escuela.

Desde nuestra infancia venimos oyendo dichos sobre las más diversas profesiones: médicos, abogados, boticarios, taberneros, comerciantes, políticos, camioneros, guardias civiles, reyes, obispos y monjas, albañiles, notarios, sastres, jueces, mecánicos, funcionarios... No creo que haya ninguna que se salve. Sin embargo, hasta que no empecé a frecuentar este pueblo, nunca había oído tópicos de esta clase sobre el gremio zapatero, aunque es verdad que de uno que tenía su tabuco y asiento en la calle Altillo del Campo de la Verdad había cogido hilos en casa y en boca de los vecinos y sabía que a veces le daba al mollate y soltaba voces e impertinencias al primero que le llegara con unas tapas para recomponer.

En improvisadas tertulias de sobremesa al amor del brasero o tomando el fresco de la noche en el patio durante el verano, más de una vez nos ha entretenido y hecho reír Juana, mi suegra, contándonos anécdotas de su infancia y mocedad, cuando esta misma casa en que vivimos era la taberna de Lunares, su padre; la taberna tenía también algo de abacería con sus sacos de legumbres, sus latas de conservas, su cuba para el vinagre y sus piezas de bacalao; su algo de ultramarino, con el saco de café, y su poco de mercería, droguería, papelería y cordelería, con sus tintes y sus brochas, sus cuadernos y sus plumines de palillero, con sus madejas de cabos de cáñamo y sus cuerdas trenzadas para los carros y las caballerías. Algunas de estas anécdotas se referían a los menestrales de la lezna y el cerote...

Imagen: http://gremios.ih.csic.es/artesanos/images/stories/Ilustraciones/zapateros_b.jpg

Imaginemos una tarde como esta misma en que escribo, una tarde de hace muchos años, allá por los cuarenta. Una tarde fría y gris de otoño, con el silencio señoreándose por las calles solitarias del pueblo, iluminadas apenas por tristes barras de luz escasa y titubeante. Desde las chimeneas de las casas se elevan apacibles penachos de humo que pronto se disuelven en la penumbra neblinosa. Pronto será noche cerrada. A esta hora acuden los vecinos con su platillo de aluminio a comprar unas sardinas y unos tomates en conserva para la cena. La niña, Juana, ayuda a su padre a despachar. De vez en cuando echa una mirada risueña al rincón en que dos viejos compadres llevan bebiendo desde mediodía.

—Hoy han holgado, otra vez celebran San Crispín —le dice con sorna a una vecina que ha venido a por una pila de petaca, señalando con la cabeza el rincón de los bebedores.

Antolín y Pelele son zapateros; uno tiene su chiscón junto a la taberna, pared con pared; el otro, Antolín, en el barrio de abajo, detrás de la iglesia. Los compadres beben y guardan silencio. De la conversación chispeante de las primeras copas, de la exaltación de la fraternidad del gremio, de las jotas picantonas y de las murgas carnavalescas, Antolín y Pelele pasaron a las fatalidades de la vida y a los días de antaño, cuando eran jóvenes y se iban a comer el mundo. Entre bromas y veras, entre una copa y otra copa, el corazón se les ha ido poniendo turbio de malenconía, el pesar se desanuda en sus gargantas y prorrumpen en beodos sollozos que no disimulan acodados en el mostrador de madera.

—Es hora de echar el cierre, cada mochuelo a su olivo —ordena Lunares, y los compadres, sin rechistar, gachas las cabezas y los hombros, salen de la taberna dando camballadas.

—¡Usa, Pelele!—grita Pelele a la puerta de su casa, subiéndose con los antebrazos la cintura del pantalón. Cuando entra en la casa, cierra la puerta, abre el postigo y asomado a él empieza a cantar y a cantar. Pasará así unas cuantas horas.

Antolín enfila con torpes pies la suave pendiente abajo del callejón Cantero, se apoya con la mano izquierda en las paredes, de vez en cuando se detiene, incapaz de dar un paso, abiertas las piernas encorvadas, balanceándosele el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, hasta que es capaz de extender los brazos hacia adelante y logra seguir otros cuantos pasos. Cuando consigue llegar a su casa, se echa a dormir delante de la candela y allí pasa la noche, sin moverse, como si hubiera caído muerto. La madre, acostumbrada ya, cierra la puerta y se mete en su dormitorio con un rosario en la mano.

No es la primera vez que estos compadres zapateros agarran una moña. Tienen fama de borrachines, pero no son los únicos del gremio, el refranero popular lo atestigua. En la memoria del pueblo todavía perdura la coplilla dedicada a nuestros dos camaradas:

Antolín y Pelele
se acuestan juntos,
porque dicen que les da miedo
de los difuntos.

Lo que me ha hecho escribir sobre estos zapateriles homenajes a Baco, no es ya haberlos descubierto tarde, ni haber escuchado historias más o menos figuradas de remendones de este pueblo, sino comprobar que en otras latitudes, y ya desde antiguo, el gremio que tiene por patrón a San Crispín, goza de la misma fama: la otra noche, leyendo unos cuentos de Chéjov me encontré con estas palabras en boca del coronel Pedro Ivanovich, que entretiene a unas señoritas con el relato de sus aventuras juveniles: “Yo me había atiborrado de vodka y me encontraba borracho como cuarenta mil zapateros”, expresión rusa que equivale a nuestro castizo “borracho como una cuba”.

Pobres zapateros, ni en Rusia se libran de este sambenito.