En el Campo de la Verdad el verano empezaba cuando mamá nos traía de la plaza el botijito de La Rambla, un bucarillo precioso, blanco, deslumbrante al sol de junio, áspero al tacto, con polvo aún y quizá unas esquirlas de arcilla seca en su interior, que unas veces salían y otras no. Había que curarlo con agua unos días, hasta que aprendiera a sudar y a dar agua fresca, pero ganaba la impaciencia y después del primer enjuague, el piporro entraba en batalla.
Los hermanos andábamos búcaro en mano todo el rato, aprendiendo a beber a chorro, vaciándolos y llenándolos en el grifo de la pila, derramándolos, espurreándonos entre risas y carreras por la galería.
Pero a veces, la vida del botijo era fugacísima y no llegaba a la primera siesta. Entonces venían las lágrimas ante los tiestos esparcidos por el suelo, y vagábamos compungidos por la casa, desconsolados ante un verano que nada más comenzar había hecho añicos aquella alegría infantil del agua y las ropas empapadas.
*