sábado, 31 de mayo de 2025

Sublime sin interrupción

 

A Joaquín Arenas

De los amigos, Joaquín era el más disfrutón con la lectura. Solía descubrirnos libros y autores: sagas nórdicas, novelas del ciclo artúrico, Álvaro Cunqueiro, las Cartas desde mi molino, de Alphonse Daudet… Uno de ellos fue Las ninfas, de Francisco Umbral. Lo leí en la colección Áncora y Delfín de la editorial Destino. Un ejemplar en esa misma colección es el que buscaba el fin de semana pasado en el Rastro madrileño. No fue fácil encontrarlo. Se ve que Umbral no es autor revisitado por los lectores ni revisado por la crítica.

El ejemplar que compré por 1,95 euros tenía amarillento lo blanco de la cubierta y algo estropeados los bordes superiores; le faltaba un trocito en el lomo, justo donde iba impreso el dibujo del ancla y el delfín, y presentaba un doblez de por vida en una de las primeras hojas. Por lo demás, el libro tiene buen aspecto a sus 49 años, aseado, compacto, sin más heridas. Fue el único Umbral que vi en los puestos callejeros.

En febrero de 1976, cuando aparecieron las dos primeras ediciones de la novela, yo cumplía 20 años. Vivíamos aún en la calle Altillo, en el Campo de la Verdad. Llevaba el pelo largo, gafas de lágrima, pantalones vaqueros y camisas de cuadros. Así aparezco en algunas fotos borrosas de aquel cumpleaños junto a mis hermanas y Joaquín.

Todavía de luto el país, con Franco recién muerto. Gestándose ya la Transición. ETA. Los GRAPO. El Frente Polisario y la Marcha Verde. El Concorde. Pinochet en Chile. Los montoneros en Argentina. Bobby Fisher y Anatoli Karpov. Las canciones de Bob Dylan. El Born to run de Bruce Springsteen que me regaló Fátima. Las primeras películas de Woody Allen. El patio de Triana. Tiburón… Haciéndose uno. Adentrándose en su juventud. Aplicándome en los estudios de Filología. Enamorado y virgen. Escribiendo en secreto mis primeros poemas.

Las ninfas fue lo primero que leí de Umbral. Luego vendrían sus columnas periodísticas –Iba yo a comprar el pan, Spleen de Madrid, Los placeres y los días–, donde descubrí el adjetivo “convulso” y me lo apropié, porque así me sentía yo por aquellos días.

La novela cuenta en primera persona la adolescencia del protagonista en una pequeña ciudad castellana. Es un Bildungsroman, una novela de iniciación y aprendizaje en la que el narrador, Francisco, acaba comprobando que el conocimiento de la realidad conduce a la decepción, que las ilusiones suelen ser pompas de jabón. Umbral acaba ofreciéndonos también el retrato de una sociedad provinciana, regida por el aparentar, por una moralina estricta, clasista y cruel, reprimida y represiva, dominada a su vez por un clero obsesionado con el temor al pecado: “La religión –escribe el narrador– era eso: un quitarle el peligro a la vida pretendiendo quitarle el pecado. Un quitar la vida, en realidad. La religión presentaba siempre el peligro como pecado y el pecado como peligro» (57).

Podría ahora tender la novela en la mesa de disección, abrirla en canal, analizar el paso del tiempo –la adolescencia del protagonista–, encomiar la valía del autor en el retrato de personajes y en la descripción de ambientes, sistematizar los núcleos temáticos de la novela –familia, sexo, religión, bohemia, la ciudad, el oficio literario–; reflexionar sobre ciertas claves simbólicas del libro, como los trenes que pasan de largo o la habitación azul donde fraguan las ensoñaciones del protagonista; divagar sobre el dandismo –la sublimidad– de Baudelaire y del narrador, con sus guantes amarillos; extenderme en la larga noche de la posguerra del país o pormenorizar el lirismo del lenguaje, apuntar la eficacia de los adjetivos y la oportunidad de las comparaciones, pero se lo evitaré al lector. Lo invito simplemente a que busque esta novela y la lea.

Prefiero contestarme a la pregunta que yo mismo hace unos días me hice –¿por qué me gustó aquella novela de Umbral?–, y que me acabo de hacer después de releerla. Razones estrictamente literarias aparte, no negaré que envidiaba las experiencias eróticas del protagonista, pero sobre todo su valentía al romper con la familia, con la ciudad, con su novia, con sus amigos; su visión crítica de los curas y frailes que aparecían en la novela, su desdén por la sociedad “bienpensante”, el desapego por aquella ciudad que se convertiría en cárcel de seguir en ella. Y más aún, admiraba su determinación de consagrarse al oficio literario.

Sí, compartía rasgos con el narrador, como el amor por la poesía –leía a Walt Whitman y Baudelaire, a la Generación del 98 y a Juan Ramón Jiménez, a los modernistas y a los poetas del 27, a los anónimos autores de las canciones y los romances medievales...–; compartía también el asistir a lecturas, presentaciones y conferencias de escritores locales, y fue así como acabé leyendo a Ricardo Molina, conociendo a Juan Bernier, o coleccionando varios números de la revista Kábila, y alguno de Zubia, a cuyos miembros fundadores y colaboradores conocía de vista, de cruzármelos en la calle o de encontrarlos en alguna taberna, en algún pub, en un evento literario, en un concierto al aire libre o en alguna plazoleta de la Judería. Eran para mí días extraños, convulsos –gracias Umbral–, porque para entonces, en tercero de carrera, tenía clara mi verdadera querencia: leer, escribir sobre lo que había leído y, de vez en cuando, un poema, clásico y moderno a un tiempo, vanguardista y antiguo, novedoso y tópico. En fin, un afán, la persecución de un sueño en el que ando todavía, aunque debo reconocer que en 1976 era un iluso inmaduro al que le faltaban las palabras porque le faltaban experiencias, viajes, amores, atrevimiento y seguridad en sí mismo.


lunes, 26 de mayo de 2025

La línea de sombra en tu voz

Yo tenía 27 años y trabajaba como profesor de Lengua en la Academia Lope de Vega. El último día de clase del primer trimestre, ya con las notas entregadas, una alumna, Beatriz Santofimia, me buscó en la sala de profesores y me entregó, nerviosa, lo que parecía un libro envuelto en papel de regalo. Ábralo en su casa, me dijo, espero que le guste. A mí me ha encantado. Perdone los subrayados y los comentarios. Una manía. Dentro hay otro regalo.

Beatriz había abandonado su pueblo y los estudios con quince o dieciséis años para trabajar en una asesoría en Córdoba. El trabajo le permitía vivir en un piso compartido sin la ayuda de sus padres, pero no le ofrecía posibilidades de promoción, así que se había matriculado en la academia para hacer el segundo ciclo de Administración. Luego quería dar el salto a Derecho.

Cuando acabé el papeleo me despedí de mis compañeros y bajé por la calle de la Feria hasta la Sociedad de Plateros. A primera hora de la mañana apenas había jaleo en la taberna, ocupé una mesa pequeña en el patio, pedí un café y saqué el libro de su envoltorio. Era un ejemplar de la editorial Hiperión, con la cubierta en rojo. Lo conocía. Yo mismo lo había comprado la semana anterior. Su autora había logrado el premio Adonais con 21 años, y aparecía en periódicos, suplementos y revistas, en programas de radio y televisión, en lecturas poéticas, conferencias y simposios. Para algunos críticos, la joven poeta representó la eclosión de una nueva generación de poetas, los postnovísimos, que mayoritariamente optaron por la estética de  la tradición clásica o por la poética del silencio. En cambio, la autora del libro había elegido otro camino, había retomado la vía del surrealismo, sazonada con referencias culturalistas –Mozart, Bach, Rilke, JRJ, Baudelaire, Rimbaud, Virginia Woolf–, sirviéndose del versículo y de las técnicas de las cascadas de imágenes, las asociaciones inmediatas, la exploración de lo onírico y lo irracional. Para otros, el libro era pura palabrería ininteligible,  sin conciencia de la arquitectura del poema, simple sarta de palabras al azar que reivindicaba a destiempo el surrealismo. Aplicada a ese libro y a su autora oí por primera vez la palabra bluf.

Cuando abrí el libro, la entrada  ya apuntaba maneras. Escritos con pluma en tinta negra, dos versos y una data: «Con los labios grisáceos del viejo diciembre / aprendí los besos hasta entonces ignorados… Córdoba, 21 de diciembre 83». Me detuve apenas en las páginas de cortesía, donde aparecía una foto de la joven autora, en el prólogo de Francisco Umbral, con algunos subrayados a lápiz: dueña innata de una sintaxis lírica … escritura en vuelo y en vilo, siempre en trance … todos los animales, miedos, dedos, todos los bosques y todas las infancias … caminaron en un mismo sentido, constituyéndose en escritura…

En los márgenes del primer poema, «Di que querías ser caballo esbelto, nombre» encontré tres notas a lápiz, un verso destacado y tres subrayados: adelfa blanca, marihuana, lágrimas verdes. La primera nota a lápiz era simplemente «El sueño», y estaba escrita junto a este versículo: Dilo, caballo griego, que querías ser estatua desde hace diez mil años. La segunda nota, en el margen derecho era una precisión sobre la planta de la adelfa: «la pureza venenosa de la adelfa», supongo que en alusión a su toxicidad. La tercera nota era también explicativa: «la visión verde alucinada y sensual de la marihuana».

Desde ese momento me dediqué a buscar subrayados (anémonas de égloga, desiertos de tomillo, árboles como nervios crispados del día, y no puedo pensar en las palomas que habitan la palabra Alejandría) y notas («otra pureza letal, la de las anémonas», «la naturaleza: vida y muerte», «Pura hermana de amor y muerte»), olvidándome del resto. Comprobé que los subrayados eran mayormente alucinaciones del yo vidente (ahorcaron con algas, cimas de cianuro, pétalos desandados por el pie de la noche, hortensias vestidas de pupilas, montado por calavera sin anémonas, el alma hecha de ortigas) nombres de frutas y plantas (pomelos, zarzas negras, yedra mala, espliego falso, musgo, magnolia, álamo vihuela, malvas, jacinto, tojo, moras lilas) drogas, barbitúricos y venenos (veronal, opio, cicuta, arsénico). 

No me interesaba en ese momento el libro, que ya había leído en casa el día que lo compré, y que me había dejado perplejo, no tanto por la omnipresencia mediática de la autora, como por comprobar que aquellos versos, aquellos poemas a los que no hallaba pie ni cabeza, aquellas letanías non sense, aquellas visiones en trance, motu proprio o sustancia narcótica mediante, me hacían dudar de mis propios versos, de mi autoestima como poeta que buscaba la sencillez y la luz, la emoción sincera y la comunicación con el lector. Aquella verbosidad confusa no estaba hecha para mí. No entendía que la poesía hubiese de ser aquel exceso de imágenes, aquella suma y multiplicación de metáforas por metáforas y metáforas. Yo no quería ser un surrealista, ni un místico a deshora, sino poeta de mi tiempo, que asume la tradición y busca discretamente su maniera, su decir.

Pero no pensaba así Beatriz Santofimia, que parecía dispuesta a ser una postnovísima surrealista según pude comprobar con el poema manuscrito que encontré en una cuartilla plegada entre la solapa posterior, que tuvo a bien dedicarme y que reproduzco aquí. Se trataba de una composición en verso libre que recogía, con correcciones y algunos añadidos, inspiradas sin duda por la lectura del libro galardonado, las anotaciones a lápiz que fui encontrando en los márgenes.

El poema se incluyó en Radiografía de las nubes (1985). Tras un segundo poemario en la misma línea surrealista, Entropías (1991), Beatriz Santofimia abandonó la escritura. Establecida de nuevo en El Viso, en la actualidad compatibiliza el ejercicio de la abogacía con la explotación de una granja de caracoles.

***

Homenaje a una niña de provincias


Con los labios grises del viejo diciembre
conocí los besos hasta entonces presos en la piedra
la belleza letal de las adelfas
la verde sensualidad alucinada por la marihuana

Pura hermana de amor y muerte
de algas transmarinas y océanos mudos

Pura hermana dulce
como los labios de las lilas
como el árbol tabú del exorcismo
como la línea de sombra en tu voz

Oh Rimbaud es el caballo que galopa
frenético tu cuerpo helecho
tu cuerpo ámbar cuaternario
tu sexo de pájaro en el atardecer

Pura hermana temblor terrestre
de blancas visiones metamorfoseadas
en alba, nieve, magnolia o cristal.

Oh pura hermana blanca
de anémonas marchitas
en un mayo sonámbulo.

Oh Rilke Rilke el poeta
el ángel

miércoles, 14 de mayo de 2025

Relecturas


Los lectores tenemos a veces el capricho, la manía, o la necesidad, de releer un libro en la misma edición en que lo leímos por primera vez. En mi caso, fue así, por ejemplo, con un ensayo de Unamuno, lectura obligatoria en la asignatura de Lengua en el COU, una recopilación de artículos periodísticos titulada Contra esto y aquello –el carácter polémico del escritor bilbaíno se refleja hasta en sus títulos–, que había aparecido en la serie verde de la Colección Austral, de Espasa-Calpe. Hace unos años conseguí un ejemplar de la misma quinta edición que yo debí de leer durante aquel curso preuniversitario en la Córdoba de 1972. Ese mismo capricho –manía o necesidad– me llevó a buscar las obras de Bécquer y de Góngora en Aguilar, o la edición del Epistolario español de Rilke que se me había desestructurado y descuajaringado del mucho uso.


Hace unos días, para descansar de un tocho de setecientas páginas sobre la historia del IRA en los años 70, busqué en mi biblioteca algo de menos páginas y de autor español. No recuerdo el cómo ni el porqué me encontré ante la letra ele en las estanterías y busqué Laforet, la autora de Nada. Pero nada, Nada no aparecía por ninguna parte y hube de desistir. La historia de Andrea en la Barcelona de la inmediata posguerra había desaparecido. Las mudanzas. Un préstamo a un amigo. Una ausencia inexplicable. Una amiga me prestó un ejemplar, pero no podía leer en él: ni me gustaba el tamaño, ni el peso, ni el papel, así que dejé la lectura en las primeras páginas, le devolví gentilmente el libro y esperé a que me llegara el ejemplar de la edición que recordaba haber leído, en la Colección Áncora y Delfín, de la editorial Destino.

La querencia por recuperar la misma edición de un libro perdido de nuestra biblioteca no equivale exactamente a la relectura de un libro que lleva con nosotros mucho tiempo. En el primer caso, el libro en cuestión o se ha perdido o lo tenemos en una edición que incluso puede ser mejor en lo material o en el contenido, una edición crítica, por ejemplo, pero que no tiene para nosotros el enganche sentimental, íntimo, que supone recordar cuándo o en qué circunstancias de nuestra vida lo leímos, dónde lo compramos o quién nos lo regaló, eso que no tiene valor económico pero que para nosotros tiene un precio incalculable.

El segundo caso, volver a un libro que nos acompaña desde años ha, nos proporciona también la experiencia de reencontrarnos con un fantasma del pasado, con un yo con el que nos seguimos identificando o con un yo que no reconocemos ahora, que nos sonroja por su atrevimiento juvenil, porque hemos cambiado de ideas o porque el autor ha acabado por aburrirnos y desinteresarnos, sólo que ha estado ahí siempre, como un amigo de la infancia al que nunca renunciamos.

Con Nada estamos ante el libro que se vuelve a comprar en el mismo formato, en idéntica edición a la que teníamos. Es un rescate por el que incluso se pagan unos euros más. No se recupera nuestro original, pero al menos se restituye una copia fiel a los estantes y ya procurará uno que no se repita la desaparición.

Supongo que leí por primera vez la novela de Carmen Laforet en los últimos años de facultad o en los primeros de vida profesional y preparación de oposiciones. El otro día, cuando buscaba el libro en las estanterías, no recordaba con precisión la trama pero sí el estado emocional que dejaba la novela: aquel verano barcelonés, aquel piso de la calle Aribau poco a poco desmantelado para procurarse el sustento escaso de unas sopas de verduras, aquella familia de vencidos por la guerra civil, aquel clima opresivo, aquel niño de incierto futuro, aquel mundo aparte donde imperaban la violencia, el odio, los gritos, el maltrato y la resignación.

Tremendista en ciertos pasajes la novela, lírica y existencial, Carmen Laforet acertó a retratarnos la Barcelona partida aún por la reciente guerra, la Barcelona del hambre, la Barcelona de los derrotados, de los moralmente hundidos, de los silenciados y olvidados, y la Barcelona de los amigos de la protagonista, estudiantes universitarios, de la burguesía que apenas sintió el desastre y pronto se recuperó. Quien dice Barcelona, dice España, porque Nada es un retrato del país.

Una vez leída la novela, es difícil olvidar la sordidez en que se desenvuelve la familia de la protagonista, la frustración, el dolor, la desnudez material y afectiva que gobierna sus vidas, o ese acierto de la autora para identificar las descripciones de la ciudad y de la meteorología urbana con los estados de ánimo de la protagonista: Andrea, no deja de ser una víctima en aquella casa desangelada de la calle Aribau, donde la única escapatoria es la buhardilla en que se refugia el desgraciado tío Román.

A pesar del existencialismo de la novela, de la truculencia de algunas escenas, del engarce artificioso de alguna historia, Nada retrata con fidelidad un periodo terrible de nuestro pasado y es un ejemplo de cómo la literatura es capaz de mostrar a lo vivo la realidad, de cómo en la buena literatura, verdad y ficción no están reñidas. Pero la novelista va más allá del retrato, propone también, o así me lo parece, una nueva ética, individual y colectiva, una nueva manera de relacionarse que no conduzca al extremismo y la polarización, al odio ni a la barbarie de una guerra: «Es difícil entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran imponernos su modo de ver las cosas. Y en estos casos en que quieren hacernos ver con sus ojos, para que resulte medianamente bien el experimento se necesita gran tacto y sensibilidad en los mayores y admiración en los jóvenes».

Gratificante relectura de Nada.