sábado, 28 de diciembre de 2019

Sobre el arte de la poesía


Notas de Cecilio Carrero [1]

            El romanticismo se define en la fórmula «yo ante el mundo», y en su apostilla: en ese enfrentamiento sale derrotado el yo. Tal es la esencia romántica: una pérdida, una ausencia, una profunda herida.

*
            La actitud del poeta romántico es de total entrega, un apasionado encomendarse a la persecución de un ideal que se pretende también real, un buscar que deviene desencanto. El dolor romántico es conciencia de ese inconsolable vacío en el alma.

*
            Un poeta es alguien que mira a su alrededor, o dentro de sí mismo, medita sobre lo que ha contemplado, y luego lo ofrece hecho palabra, ritmo, canción.

*
            El gongorismo es romántico en cuanto persecución de un ideal estético, y antirromántico porque no es expresión del yo, sino del mundo externo.

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[1] Cecilio Carrero Cañizares (Torrecampo, 1765—Madrid, 1831). Jurisconsulto, cronista de sus viajes por Francia, Italia, Alemania e Inglaterra en Estampas europeas, y crítico literario defensor de la nueva sensibilidad que preludiaba la superación del racionalismo objetivista de la Ilustración, alternó en sus últimos años la enseñanza de Derecho Civil en la Complutense de Madrid con la composición de un manual de Preceptiva literaria (Imprenta Librería Viuda de Razola, Madrid, 1830), donde proponía como nuevos modelos literarios a los románticos Novalis y Heinrich Heine, Woordsworth, Coleridge, Shelley, Keats, Byron y Lamartine.

martes, 24 de diciembre de 2019

Esparragal, diciembre 1959


azul de infancia
el cielo de diciembre:
tus ojos niños.


martes, 17 de diciembre de 2019

El rey Pico


Junto a la oropéndola —el poético oriol: si bella es la combinación de sus colores o asombrosa la perfección de su nido, esférico, colgante, sobre las aguas del río, más maravillan los nítidos, melancólicos silbidos con que, oculto en la fronda, ameniza la ribera en las mañanas de verano—, además de la rara cigüeña negra —rojo pico anaranjado, negro y apenas blanco en su plumaje— en majestuoso planeo al ralentí sobre el cauce del Guadalmez, además del inquieto, vibrante, eléctrico verdiazul martín pescador en la laguna Cobos o en un recodo del río junto al molino de Pausides, el pájaro carpintero es otro de los tesoros ornitológicos de estos contornos.
            He oído su tableteo durante una mañana en el soto de la ermita de la Virgen de las Cruces. He visto, mientras cruzaba el valle de Claros en coche, volar un tramo a mi derecha el picus viridis: inconfundibles el verde y el amarillo en su cuerpo ahusado, rojos el píleo y la bigotera, negro el antifaz. He seguido el vuelo bajo del picapinos de una encina a otra en la Dehesa Nueva. Lo he visto en lo más alto —negro, blanco, rojo—, percutir con su poderoso pico un poste del teléfono a la salida del pueblo.
            El nombre científico del que llamamos picapinos es dendrocopos maior, es decir, el que corta (kopéo) el árbol (dendrós), mayor que las variedades minor y medius. En la antigua Roma, estaba consagrado al dios Marte, que además de señor de la guerra era protector de los bosques misteriosos donde habitan estos pájaros valerosos y arrogantes, en palabras de Plutarco, capaces de taladrar la dura madera con su pico y llegar al corazón de la encina. Se les atribuía mantiké, o sea, la capacidad de adivinar el futuro, según larga tradición recogida por Dionisio de Halicarnaso en sus Antigüedades romanas (I, 14, 5), donde leemos que en la ciudad de Tiora, en el territorio de los aborígenes, un pájaro enviado por el cielo, al que llamaban picus y los griegos driokolaptés, el picoteador (kolápter) de encinas (driós), pronosticaba el futuro desde lo alto de un pilar de madera. Por otra parte, entre el pueblo de los picenos nunca se puso en duda que la fundación de su principal ciudad, Ausculum —la actual Ascoli Piceno, en la costa del Adriático— se debió a que sus antepasados llegaron al lugar guiados por un pájaro carpintero, como atestiguan el sabio Estrabón, Plinio el Viejo y Pablo el Diácono.
            El picus viridis, ese mismo que un día voló a mi derecha en el valle de Claros, debe su nombre a un mítico rey del Lacio, cuya estatua en mármol nos describe así Virgilio (Eneida, VII, 200): “vestido con un traje corto en bandas de distintos colores, llevaba en una mano el báculo augural y en la izquierda un escudo. Era el Pico a quien su amante…” Por la ropa y adminículos, Pico está representado aquí como augur, pues viste la trabea (toga blanca con bandas púrpura y azafrán) característica de estos adivinos oficiales, y porta en una mano el lituus o bastón augural con que se señalaba la región del cielo en la que se iba a realizar el auspicium (de avis, 'ave' más spicio, 'mirar') la observación del vuelo de las aves para comunicar el buen augurio o el mal agüero. En cuanto al escudo que el legendario rey portaba en su mano izquierda —laevaeque ancile gerebat—, ningún autor duda en la alusión a Marte por medio de ese ancile, un escudo pequeño, escotado en forma de violín, que tenía carácter sagrado por suponerlo caído del cielo y que se conservaba en el templo de Marte, confundido con otros once idénticos, mandados fabricar por Numa Pompilio. Pájaros carpinteros, divinidades, augures, hechos portentosos… así se construye el mito.
            La historia de Pico, hijo de Saturno y de madre desconocida, rey de las tierras ausonias donde moraban los aborígenes, antepasados de los latinos, aficionado a los caballos de guerra, bello y joven como solo un dios puede serlo, es bien triste, una historia de terrible desquite, inmisericorde obra de una mujer despechada. En plena flor de la vida, no había cumplido aún los veinte años, hermoso de cuerpo y de espíritu, el rey Pico tenía enamoradas a todas las ninfas, dríades y náyades de los contornos, pero solo una había cautivado su corazón: la hermosa Canens, hija de Venilia y del bifronte Jano, con la que se unió en dichoso matrimonio. A su belleza se unía un maravilloso don  para el canto, que la asemejaba al divino Orfeo. Cuando Canens cantaba, se conmovían rocas y árboles, demoraban su curso para deleitarse las aguas de ríos y arroyos, cesaban las aves en sus cantos, se echaban mansamente a tierra las fieras para escuchar, y en el mundo reinaban los sentimientos excelsos y la armonía. Pero las Parcas nunca dejan su labor de hilar destinos y habían trazado el de Pico y Canens en el muro de bronce que nadie puede borrar.
            Una mañana, como otras tantas, Pico sale a cazar a caballo acompañado de un reducido séquito. Esta vez va en busca de un jabalí. Lleva dos lanzas en su mano izquierda y viste una hermosa clámide roja sujeta por un llamativo broche dorado. El grupo se interna en el espeso bosque laurente en busca de una presa…
            A ese mismo bosque —¿obra del azar o de las Moiras?— ha acudido desde la isla Eea, en el mar Tirreno, donde tiene su morada, la maga Circe, hija de la oceánida Perseis y del luciente Helios. Esta hechicera es vieja conocida en la literatura antigua: fue ella la que con sus cocimientos convirtió en cerdos a los compañeros de Ulises, que logró esquivar las malas artes de la maga gracias a la intervención de Hermes, que le dio la hierba moly como antídoto a la pócima metamorfoseante. Circe, paradigma de la femme fatale, también se hallaba esa mañana en el mismo bosque recolectando hierbas y plantas para sus malignas mixturas y encantadores bebedizos.
            Fue allí, oculta por la maleza, donde vio la apuesta figura del joven Pico en su caballo, y fue allí, en medio del bosque, donde la bellísima bruja recibió el flechazo y se quedó suspensa con la visión y se le cayeron las hierbas de las manos y sintió un intenso ardor en la sangre y una llama que ardía en lo más hondo de sus huesos y se reconoció cautiva de la más hermosa e irresistible pasión, tanto, tan intenso y alígero el  sentimiento que corrió enseguida hacia Pico para manifestarle su amor, pero este ya había picado espuelas y desaparecido como por ensalmo. No escaparás, dijo la maga para sí, aunque te lleve el viento, mis artes te traerán a mí.
            E ideó el embeleco, que no fue otro sino crear lo que hoy llamamos un holograma, un jabalí virtual —effigiem nullo cum corpore falsi fingit apri—, pura apariencia sin sustancia, haciéndolo aparecer a la vista de Pico, que lo siguió hasta lo más hondo e intrincado del bosque, donde lo esperaba emboscada la hechicera para declararle tan súbita e irrefrenable fascinación: “Por tus ojos, que se han apoderado de los míos —leemos en Ovidio (Metamorfosis, XIV, 372)— y por esa belleza, hermosísimo joven, que me hace suplicarte aunque sea una diosa, considera el fuego en que ardo y acepta como suegro al Sol que todo lo contempla, y no desdeñes cruel a la titánide Circe”.
            Non sum tuus. No sé quién eres, pero no soy tuyo, responde de inmediato y con seguridad el joven Pico, amo a Canens y le seré fiel.
En vano insiste una y otra y otra vez la maga hasta que por fin desiste, y enfurecida expresa su malquerencia por la feliz pareja: Ni saldrás impune —le dice—, ni volverás a ser de Canens, así aprenderás de qué es capaz Circe, una mujer enamorada, una mujer repudiada.
Se gira entonces Circe dos veces hacia el ocaso, otras dos hacia la salida del sol, toca tres veces con su vara mágica el cuerpo de Pico y entona tres conjuros, e inmediatamente obra el prodigio. Pico huye, pero ya es tarde, se da cuenta de que más que correr vuela, porque el hechizo lo ha transformado en pájaro, la purpúrea clámide es ahora rojizo plumaje, y el dorado broche, amarilla cerviz, y loco de dolor y desesperación golpea con su pico las recias encinas y perfora sus troncos.
Entretanto, ya disipadas las tinieblas que Circe había convocado para su encuentro con Pico, los acompañantes de este la encuentran e intuyen qué ha podido ocurrir, la acusan de la desaparición de su rey, le exigen que lo devuelva y están a punto de atravesarla con sus lanzas cuando la maga los rocía con uno de sus temibles brebajes y lanza alaridos estremecedores invocando a las fuerzas oscuras, a las divinidades nictálopes, al Érebo, al Caos y a Hécate, y de las profundidades de la tierra salían gemidos, las plantas se cubrieron de sangre, de las rocas salían roncos mugidos que se mezclaban con tremebundos ladridos de perros, miles de negras culebras reptaban por el suelo y las almas de los muertos vagaban en silencio, mientras va tocando con su maléfica vara los rostros de los acompañantes de Pico, que se transforman en animales de variadas clases.
Pero no acaba aquí la cruel venganza de la hechicera despechada.
Seis días con sus seis noches vagaba ya la desconsolada Canens en busca de su amado esposo, sola erraba desolada por montes y por valles a orillas del Tíber, sin más alimento que su dolor ni más líquido que sus lágrimas, consumida por la pena, entonando con su débil voz una tristísima y hermosísima melodía, semejante a la del cisne en su última hora, hasta que su voz y su cuerpo fueron disipándose en el silencio y en la suave brisa, y Canens desapareció para siempre de la faz de la tierra.
Qué conmovedora tragedia. Una vez más, la mitología como explicación del mundo y del origen de las cosas, en este caso de los pájaros carpinteros, pero con su innegable carga doctrinal, con su amarga lección moral: guárdate de provocar la ira de los dioses, porque tu condena será horrible y eterna.





Imagen: Manuel Estébanez

miércoles, 11 de diciembre de 2019

7 diciembre


la vida es búsqueda
¿más allá de la niebla
quién se aventura?


busca la encina
el cuerpo de la niebla
palpa silencios



lírica niebla
romántica inasible
canción en fuga

martes, 10 de diciembre de 2019

La cuerda (XXX)


A Edouard Manet
         Las ilusiones —me decía mi amigo— son quizá tan numerosas como las relaciones de los hombres entre sí, o de los hombres con las cosas.  Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos el ser o el hecho tal como existen fuera de nosotros, experimentamos un raro sentimiento, complicado, mitad pesar por el fantasma desaparecido, mitad sorpresa agradable ante la novedad, ante el hecho real. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre parecido, y de tal naturaleza que sea imposible equivocarse, ese es el amor maternal. Es tan difícil suponer una madre sin amor materno como una luz sin calor; ¿no es, pues, perfectamente legítimo atribuir al amor maternal todas las acciones y palabras de una madre relativas a su hijo? Pues, sin embargo, escuchad esta breve historia en la que yo mismo he sido confundido por la ilusión más natural.
         Mi profesión de pintor me empuja a mirar atentamente las caras, las fisonomías, que se me ofrecen en el camino, y tú sabes cuánto goce sacamos de esta facultad que vuelve a nuestros ojos la vida más viva y más significativa que para el resto de los hombres. En el barrio apartado en que vivo, y donde grandes espacios de hierba separan unos edificios de otros, había observado a menudo a un niño cuya fisonomía ardiente y pícara, más que las otras, me sedujo enseguida. Posó más de una vez para mí, y lo transformé en gitanillo, luego en ángel, luego en Amor mitológico. Lo hice llevar un violín de vagabundo, la Corona de Espinas y los Clavos de la Pasión, y la Antorcha de Eros. Disfruté un placer tan vivo ante la gracia de aquel chico, que un día le pedí a sus padres, gente pobre, que lo dejaran conmigo, prometiéndoles vestirlo bien, darle algún dinero y no imponerle más obligaciones que limpiar mis pinceles y hacerme los recados. El niño, una vez lavado, era encantador, y la vida que llevaba en mi casa era un paraíso comparada con la que habría sufrido en el cuchitril de sus padres. Solamente debo decir que este hombrecito me sorprendió algunas veces con singulares crisis de tristeza precoz, y que manifestó muy pronto un gusto inmoderado por el azúcar y por los licores, de manera que un día en que constaté que había cometido una nueva trastada de ese tipo, lo amenacé con enviarlo de nuevo a casa de sus padres. Luego salí y mis asuntos me retuvieron largo tiempo fuera de casa.
         ¡Cuáles no serían mi horror y mi asombro cuando, al entrar a mi casa, lo primero que golpeó mis ojos fue mi pequeñín, el travieso compañero de mi vida, colgado del travesaño de ese armario! Sus pies casi tocaban el suelo; una silla, golpeada sin duda con el pie, estaba caída a su lado; su cabeza se inclinaba convulsa sobre un hombro; su rostro, hinchado, y sus ojos desmesuradamente abiertos con una fijeza aterradora, me produjeron primero la ilusión de la vida. Descolgarlo no era tan fácil como puedas creer. Estaba ya muy rígido y sentía un repugnancia inexplicable a hacerlo caer bruscamente sobre el suelo. Había que sostenerlo con un brazo y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero ahí no se acababa todo; el pequeño monstruo había usado un cordel muy fino que había entrado profundamente en la carne y era preciso, con unas pequeñas tijeras, buscar la cuerda entre los rebordes de la hinchazón para liberar el cuello.
         He olvidado decirte que había gritado pidiendo socorro, pero todos mis vecinos habían rehusado venir en mi ayuda, fieles en eso a las costumbres del hombre civilizado, que no quiere nunca, no sé por qué, verse mezclado en asunto de ahorcados. Al fin vino un médico que declaró que el niño llevaba muerto varias horas. Más tarde, cuando fuimos a desvestirlo para el entierro, la rigidez cadavérica era tal que, desistiendo de flexionar los miembros, tuvimos que rasgar y cortar las ropas para quitárselas.
         El comisario, a quien lógicamente hube de declarar el accidente, me miró de reojo y me dijo: ¡Esto es muy sospechoso!, movido sin duda por un deseo inveterado, por una costumbre profesional de infundir miedo, por si acaso, tanto a los inocentes como a los culpables.
         Una tarea suprema quedaba por hacer, y solo pensar en ella me provocaba una angustia terrible: había que avisar a los padres. Mis pies se negaban a llevarme. Al fin reuní el valor. Pero, para gran extrañeza mía, la madre se mostró impasible, ni una lágrima salió de sus ojos. Atribuí tal extrañeza al horror que ella debía sentir, y me acordé de la conocida sentencia: “Los dolores más terribles son los dolores mudos”. En cuanto al padre, se limitó a decir con aire medio idiota, medio soñador: “Después de todo, quizá sea lo mejor; de todas formas, habría acabado mal”.
         Mientras tanto, el cuerpo estaba tendido en mi sofá, y ayudado por una criada me ocupaba de los últimos preparativos cuando la madre entró en mi estudio. Quería, me dijo, ver el cadáver de su hijo. Yo no podía en verdad impedirle que se embriagara en su dolor ni negarle este supremo y sombrío consuelo. Enseguida me pidió que le mostrara el lugar en que su pequeño se había ahorcado. “¡Oh, no, señora, —le respondí— eso le hará a usted daño!” Y como involuntariamente mis ojos se volvieron hacia el fúnebre armario, vi, con un disgusto mezclado de horror y de cólera, que el clavo permanecía en el travesaño del armario, con un largo trozo de cuerda colgando. Me lancé vivamente para arrancar estos últimos vestigios de la desgracia, y como iba a tirarlos por la ventana abierta, la pobre mujer agarró mi brazo y me dijo con una voz irresistible: “¡Oh, señor, déjemelo! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!” Su desesperación la había, sin duda, eso me pareció, trastornado de tal modo que se llenaba de ternura ahora por lo que había servido de instrumento para la muerte de su hijo, y quería guardarlo como una horrible y querida reliquia. Y se apoderó del clavo y de la cuerda.
         Por fin, por fin pasó todo. Solo me quedaba volver al trabajo, con más intensidad aún que de costumbre, para que desapareciera poco a poco aquel pequeño cadáver que rondaba los pliegues de mi cerebro, y cuyo fantasma me fatigaba con sus grandes ojos fijos. Pero al día siguiente recibí un montón de cartas: unas, de inquilinos de mi edificio; otras, de las casas vecinas; una del primer piso, otra del segundo, otra del tercero, y así sucesivamente, unas en tono medio chistoso, como intentando disimular con una aparente broma la sinceridad de la demanda; otras, muy descaradas y con mala ortografía, pero todas con el mismo fin, es decir, obtener de mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había —tengo que decirlo— más mujeres que hombres; pero no todos, créeme, pertenecían a la clase ínfima y vulgar. He guardado esas cartas.
         Y entonces, de pronto, una luz se hizo en mi cerebro, y comprendí por qué la madre tanto insistía en quitarme la cuerda y con qué comercio se proponía ella consolarse.

Édouard ManetChico haciendo pompas de jabón (1867)

sábado, 30 de noviembre de 2019

Hace 18 años


   «Un paseo por las nubes» era el nombre de la sección del comarcal Los Pedroches información en que fueron apareciendo semanalmente los artículos que siguen, entre diciembre de 2001 y enero de 2003.
   Confieso que he tenido la tentación de seleccionar lo, a mi juicio, más granado de ellos, lo que mejor imagen pudiera dar de mí, pero habría traicionado así el espíritu, y la cronología, con que fueron escribiéndose. Un paseo por las nubes es un salto al pasado con todas sus consecuencias, un viaje al que uno era en los primeros años del siglo XXI. Un retrato de cuerpo entero. Así fue concebido y así vuelve ahora.
   Menester será también aclarar que sin Gabriel García de Consuegra el autor no hubiera dado este paseo: él fue quien me llamó por teléfono un día de primeros de diciembre de 2001 para pedirme que cubriera durante los días de Navidad la columna que él tenía en el periódico y quien abogó para que siguiera colaborando. Los tres magníficos, me decía, Juan Bosco, tú, y yo.
   Asumí el empeño con inquietud —nunca me había visto en el brete de un artículo por semana—, con el propósito de sinceridad, de no esconder mis opiniones, y con el compromiso de no despegarme de la realidad, de escribir sobre lo que ocurría en nuestro país, en mi vida, semana a semana, de manera que en lugar de un diario fui componiendo un semanario. Así puede leerse también este libro.
   Salud.

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lunes, 25 de noviembre de 2019

El jugador generoso (XXIX)



   Ayer, entre el gentío del bulevar, me sentí rozado por un Ser misterioso al que siempre había deseado conocer y que reconocí de inmediato aunque nunca lo hubiese visto. Habitaba en él, sin duda, el mismo deseo respecto a mí, pues al cruzarse conmigo me hizo un significativo guiño que me apresuré a obedecer. Lo seguí atentamente y pronto bajé tras él a una estancia subterránea, deslumbrante, donde brillaba un lujo del que ninguna de las habitaciones superiores de París podía servir de ejemplo aproximado. Me pareció sorprendente que hubiese podido pasar tan a menudo junto a ese prestigioso antro sin adivinar su entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, aunque embriagadora, que hacía olvidar casi al instante todos los fastidiosos horrores de la vida; se respiraba una beatitud sombría, como la que debieron experimentar los comedores de loto cuando al desembarcar en una isla encantada, iluminada por los destellos de un eterno mediodía, sintieron nacer en ellos, a los sones adormecedores de melodiosas cascadas, el deseo de no volver a ver sus hogares, a sus mujeres, a sus hijos, y de no volver a remontar las altas olas del mar.
         Había allí rostros extraños de hombres y mujeres marcados por una belleza fatal que me parecía haber visto en épocas y en países imposibles de recordar con exactitud, y que me inspiraban más bien una simpatía fraternal que ese rechazo que suele nacer a la vista de lo desconocido. Si quisiera tratar de definir en cierta manera la expresión singular de sus miradas, diría que jamás he visto ojos brillando más enérgicamente por horror al tedio y por el deseo inmortal de sentirse vivir.
         Cuando nos sentamos, mi anfitrión y yo éramos ya viejos y perfectos amigos. Comimos, bebimos sin mesura toda clase de vinos extraordinarios y, cosa no menos extraordinaria, después de varias horas yo no estaba más bebido que él. Sin embargo, el juego —ese placer sobrehumano— había interrumpido en varios intervalos nuestras frecuentes libaciones, y debo decir que yo me había jugado y perdido mi alma, mano a mano, con una despreocupación y una ligereza heroicas. El alma es algo tan impalpable, tan a menudo inútil, algunas veces tan molesta, que sentí, al perderla, un poco menos de emoción que si durante un paseo hubiera perdido mi tarjeta de visita.
         Fumamos lentamente algunos cigarros cuyo sabor y cuyo aroma incomparables procuraban al alma la nostalgia de países y de dichas desconocidas, y, embriagado con todas estas delicias, me atreví, en un acceso de familiaridad que no pareció disgustarle, a gritar, tomando una copa hasta el borde: «¡A tu inmortal salud, viejo Chivo!»
         Hablamos también del universo, de su creación y de su futura destrucción; de la gran idea del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibilidad, y, en general, de todas las formas de infatuación humana. Sobre este asunto, Su Alteza no cesaba en sus bromas ligeras e irrefutables, y se expresaba con una suavidad de dicción, y con una tranquilidad en las cosas más grotescas como no he encontrado en ninguno de los más célebres conversadores de la humanidad. Me explicó lo absurdo de las diferentes filosofías que hasta el presente han tomado posesión del cerebro humano, e incluso se dignó hacerme confidencias sobre algunos principios fundamentales cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con cualquiera. No se quejó de ninguna manera de la mala reputación de la que goza en todas las partes del mundo, me aseguró que era ella misma la persona más interesada en la destrucción de la superstición, y me confesó que solo una vez había tenido miedo por su propio poder, el día en que oyó a un predicador más sutil que sus compañeros gritar desde el púlpito: «¡Mis queridos hermanos, no olvidéis nunca, cuando oigáis alabar el progreso de las luces, que el más bello engaño del diablo es el de persuadiros de que no existe!»
         El recuerdo de este célebre orador nos condujo naturalmente al tema de las academias, y mi extraño comensal afirmó que no desdeñaba, en muchos casos, inspirar la pluma, la palabra y la conciencia de los pedagogos, y que él asistía casi siempre en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.
         Alentado por tantas bondades, le pedí noticias de Dios y si lo había visto recientemente. Me respondió con una despreocupación matizada de cierta tristeza: «Nos saludamos cuando nos encontramos, pero como dos viejos caballeros en los que una cortesía innata no supiera apagar del todo el recuerdo de antiguos rencores.”
         Es dudoso que Su Alteza haya dado alguna vez tan larga audiencia a un mortal, y yo temía abusar. Al fin, cuando el alba estremecida blanqueaba los cristales, este célebre personaje cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos que trabajaban para su gloria, sin saberlo, me dice: «Quiero que guardes de mí un buen recuerdo, y probarte que Yo, de quien tanto mal se dice, soy algunas veces buen diablo, por servirme de una de vuestras locuciones vulgares. Para compensar la pérdida irremediable que has tenido de tu alma, te concedo la apuesta que habrías ganado si hubieras tenido suerte, es decir, la posibilidad de aliviar y de vencer, durante toda tu vida, esa rara afección del Tedio, que es la fuente de todos tus males y de todos tus miserables progresos. Jamás formularás un deseo que yo no te ayude a realizar; reinarás sobre tus vulgares semejantes; se te facilitarán halagos e incluso adoraciones; el dinero, el oro, los diamantes, los palacios de hadas, vendrán a buscarte y te rogarán que los aceptes, sin que hayas hecho esfuerzo por ganarlos; cambiarás de patria y de lugar tan a menudo como tu fantasía te lo ordene; te embriagarás sin descanso de voluptuosidades en países donde siempre hace calor y las mujeres huelen como las flores, et caetera, et caetera…», añadió levantándose y despidiéndose con una generosa sonrisa.
         Si no hubiese sido por el temor a humillarme ante tan numerosa asamblea, de buena gana hubiera caído a los pies de aquel generoso jugador para agradecerle su inaudita generosidad. Pero poco a poco, después de haberlo dejado, volvió a mí la incurable desconfianza; no me atrevía a creer en tan prodigiosa dicha y al acostarme, rezando como siempre mi oración por un resto de costumbre imbécil, repetía medio dormido: «¡Dios mío! ¡Señor, Dios mío! ¡Haz que el diablo me mantenga su palabra!»

martes, 5 de noviembre de 2019

Bai to trapero (y 4)


Acertados o no, hirientes o elogiosos, los tópicos sobre los caracteres nacionales, sociales o profesionales, no han desaparecido en estos tiempos políticamente correctos y a cualquiera de nosotros, por el lugar de origen, oficio o edad, se nos estampa ya el marchamo generalista, se nos incluye en el molde fijo —el estereotipo— consagrado por la tradición, y se nos define con fórmulas reduccionistas aliñadas con los prejuicios del nacionalismo o del ombliguismo: los españoles son tal, los alemanes cual, los suecos tal y tal y tal; los políticos son esto, los funcionarios aquello, y los jóvenes lo de más allá.
No crean que estos tópicos son recientes y exclusivos de nuestro país: ¿por qué la palabra beocio, que nombra al individuo de una región de la Grecia clásica, sirve también para designar a alguien ignorante, tonto o estúpido? ¿Dónde nace la idea de que los pueblos del norte de Europa son poco inteligentes? ¿Quiénes consideraban a los holandeses como gente de entendimiento tardo? ¿Son los franceses codiciosos y fulleros los italianos? ¿Quién difundió la imagen de una España de la torería y la navaja en la liga? En todas partes, en todo tiempo, se cuecen habas.
Además de al carácter, a las costumbres o a la apariencia física, este considerar lo propio como lo mejor y ridiculizar lo diferente se ha aplicado también a la forma de hablar. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con el teatro de los hermanos Álvarez Quintero, que caracterizaba como distinguido el seseo de la capital sevillana frente al palurdo ceceo pueblerino. O el tópico, por no salir de la misma región, que considera que los andaluces hablamos mal castellano.
En nuestra historia de la literatura encontramos sobrados ejemplos de este chanceo y búsqueda de la risa fácil a propósito de la manera de hablar de un personaje de determinado origen geográfico, como el sayagués y el vizcaíno. El primero es una figura cómica frecuente en el teatro del siglo XV al siglo XVII: el sayagués, que vivía aislado en esa región fronteriza con Portugal, entre Salamanca y Zamora, era un personaje torpe y grosero que se expresaba con dificultad fuera de su hábitat provinciano. El mismo efecto cómico se buscaba con la figura del vizcaíno —sinónimo de vasco— denominado Perucho, presente ya en la Tinelaria (1517) de Torres Naharro, en la Tercera parte de la tragicomedia de Celestina (1536), de Gaspar Gómez de Toledo, o en la Rosabella (1550), de Martín de Santander.
Esa tradición del vizcaíno que habla “en mala lengua española y peor vizcaína” la encontramos en el entremés cervantino El vizcaíno fingido y en Sancho de Azpeitia, a quien don Quijote deja turulato de un espadazo en el capítulo IX de la primera parte de la novela, aunque es verdad que Cervantes, cuando Sancho ejerce como gobernador de la ínsula Barataria, redime en parte su burla al presentarnos a un vizcaíno de buen entender y hablar:
“—¿Quién es aquí mi secretario?
Y uno de los que presentes estaban respondió:
—Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.
—Con esa añadidura —dijo Sancho— bien podéis ser secretario del mismo emperador.”
La paremiología también ha recogido este prejuicio lingüístico sobre los vascos en el refrán En nao o en castillo, no más de un vizcaíno, que unos achacan al ánimo brioso de estas gentes norteñas, otros a que son caprichosos y se aúnan[1], y aquellos porque con su manera enrevesada de hablar castellano los vizcaínos dificultan las tareas colectivas.
Un remanente de ese tópico pasó a los diccionarios, de manera que la palabra vizcainada sirve para referirse a una serie de palabras mal concertadas[2], a una expresión mal construida gramaticalmente, como leemos en María Moliner[3], el sintagma a la vizcaína remite, según la RAE, no a una forma de preparar el bacalao sino al modo en que hablan o escriben el español los vizcaínos, y concordancia vizcaína señala una frase gramaticalmente defectuosa o incorrecta.
Y llegados a este punto, menester será que prestemos atención al título general de estas cuatro glosas vascuences, Bai to trapero, e indaguemos su significado. Oímos con nitidez esta frase en Gernika, uno de los últimos días del septiembre pasado, en boca de un adolescente. Se celebraba una carrera ciclista contrarreloj. Estábamos en la parte alta del pueblo, en el monte casi, en un puente sobre una calle empinada por la que pasó uno de los corredores, precedido de uno de esos coches multicolores forrados de pegatinas de marcas comerciales, con tres o cuatro bicicletas en la baca y unos altavoces que derramaban música reguetón por todo el valle. Bai to trapero, comentó con una sonrisa el adolescente a sus amigos. Al principio pensamos que era una frase en euskera, pero el trapero no nos encajaba. Le dimos vueltas por si era una frase bilingüe, pero tampoco cuadraba: bai significa «sí» en euskera: ¿Sí to trapero? ¿Eso quiso decir el muchacho? ¿Cómo había que interpretar ese to? Hasta que caímos: el «trapero» tenía que ver con «trapo», concretamente con la locución «a todo trapo», es decir, a todo meter, referida a un tiempo al volumen de la música, a la velocidad del coche y especialmente al ritmo del pedaleo del ciclista, que subía la cuesta como alma que lleva el diablo: Va ahí a todo trapo. Eso era lo que tenía en mente el chaval, la estructura profunda, que diría un chomskiano, pero entre el betacismo característico del euskera, la sinalefa entre la vocal del verbo y la vocal inicial del adverbio, más la traslación acentual —áhi en lugar de ahí; no es lo mismo andar por áhi, por cualquier lugar, que hacerlo por ahí, por un sitio determinado—, sumada a la pérdida de la consonante sonora intervocálica en última sílaba de palabra y a la reducción del hiato resultante, o sea, la conversión de «todo» en too y finalmente en to, que no funciona aquí como pronombre indefinido, sino que ha cambiado de naturaleza morfológica por un proceso de adverbialización, equivalente al ponderativo muy, a lo que se añade el tropo metafórico de naturaleza derivativa, con su dosis de creatividad —la frase hecha ir a todo trapo se ha innovado ir todo trapero, como ir a toda leche podría haberse transformado en ir todo lechero— al muchacho gernikarra le salió espontáneamente aquel Bai to trapero que llamó nuestra atención.
¿Todo, pues, aclarado? ¿Alguna duda sobre el castellano de los vizcaínos? Espero que no. Agur.



[1] Gonzalo Correas, Vocabulario de refranes (1627).
[2] Diccionario manual e ilustrado de la lengua española. Espasa-Calpe, Madrid, 1980.
[3] María Moliner, Diccionario de uso del español. Gredos, Madrid, 1983.

lunes, 28 de octubre de 2019

Bai to trapero (3)


Foto: Pérez Zarco

El origen de la lengua vasca se pierde en la noche prehistórica. Contemporáneos quizá de los tartesios, antes de que los celtas colonizaran el noroeste y los iberos la zona del Levante, antes de que los navegantes fenicios, griegos y cartagineses establecieran colonias en la costa mediterránea, mucho antes de que las tropas de Publio Cornelio Escipión configuraran los primeros asentamientos romanos de la península ibérica, los vascos ya estaban aquí. Con su idiosincrasia. Con su lengua.
            Las palabras más viejas de nuestro castellano actual, las matusalenes de nuestro diccionario, son precisamente palabras de origen euskaldún, y no piensen en rarezas léxicas, sino en vocablos tan cotidianos, tan en nuestros labios pedrocheños como ascua, cencerro, socarrar o chaparro. ¿No es admirable esta huella léxica? ¿No halláis  algo maravilloso, mágico casi, en estas palabras que llevan diciéndose, escuchándose, miles de años? ¿Os imagináis un viaje en el tiempo, y oír en boca de hombres y mujeres de hace tres mil años, el mismo nombre que nosotros le damos a la materia incandescente, a la esquila, al hecho de poner la carne al fuego, al árbol símbolo de nuestra comarca? Busque el lector en la Historia de la lengua española, de Rafael Lapesa, o en la wiki, ejemplos de vasquismos históricos y se sorprenderá. Y si no, piense en palabras y expresiones en vasco que se han hecho familiares a través de los medios de comunicación: lehendakari, Donostia, bildu, abertzale, kale borroka, pelotari, aurresku, aizkolari, ikastola, kokotxas, patxaran, ikurriña…
La huella euskalduna en la lengua castellana va más allá de unas cuantas palabras, está en el origen mismo de algunos fenómenos fonéticos que diferencian el romance castellano de los otros romances de la península —catalán, gallego, navarro-aragonés— y de fuera (francés, italiano, sardo, romanche y rumano). Para los especialistas en gramática histórica, es un hecho evidente la pervivencia del Rh vasco en la genética del idioma castellano: al sustrato vasco se deben, entre otros fenómenos, la transformación de la F- inicial latina en h- aspirada y posteriormente en h- muda (FACERE > hacer > acer); el sistema vocálico de cinco fonemas con tres grados de abertura (vocales abiertas, cerradas, medias); y el betacismo o ausencia de una v labiodental, que desapareció en la época medieval.
Por motivos sociales, políticos, económicos y culturales que no voy a pormenorizar, pero que todos conocemos o intuimos, el «sustrato vasco» no es solo cuestión del pasado, es más que unas pocas palabras antiguas o que unos hábitos fonéticos que influyeron decisivamente en nuestro idioma nacional. La presencia de lo vasco actual en los diversos aspectos de la vida nacional, es un hecho innegable —mucho mayor, por ejemplo, que la presencia de lo extremeño, lo asturiano o lo valenciano—, y a la herencia lingüística hay que añadir las trazas que en nuestros días la literatura, el cine, la pintura y la escultura, el deporte, la política, la gastronomía o el humor, y el amor, de aquellas gentes del Norte han dejado en cada uno de nosotros.

***
Mi memoria personal de lo vasco arranca en Esparragal, una aldea de Priego a la que mi padre fue destinado a finales del 59. De los varios recuerdos, más o menos vagos, más o menos precisos, de los primeros meses en aquella aldea serrana, el más nítido, el más completo, el más alegre además, tiene que ver con un Norte que yo no sabía dónde estaba, porque no lo había visto aún en ningún mapa, y porque era pequeño para que me lo explicaran en la escuela, pero recuerdo los nombres: Guipúzcoa, Escoriaza, Zumárraga, Orbegozo, Uribe-Echevarría, que era el apellido de la tía Mari Nieves, casada con Rafael, hermano de mi madre. Recuerdo esperar el resplandor: estábamos a principios del verano, el tío Rafalín, que venía en coche desde el Norte, pasaría por Córdoba para recoger al abuelo Anselmo, y llegarían a Esparragal a primera hora de la noche. Mi madre, impaciente por la alegría de encontrarse con su padre y con su hermano, me dio la mano a última hora de la tarde y fuimos andando hasta las afueras de la aldea, a la carretera de Zagrilla, y nos sentamos en unas piedras esperando ver de un momento a otro el resplandor de los faros del coche tras una curva. A la alegre espera del primer rato sucedió la oscuridad de la noche cerrada y luego el silencio, y finalmente la preocupación, porque ninguna luz asomó por la carretera y era ya muy tarde: ¿les habrá pasado algo? Nos fuimos a casa. El siguiente recuerdo es de unas horas después, de noche aún, vestido yo de pantalón corto y camisa de manga corta, mi madre con una camisa de flores y una falda plisada beis que había ganado en un concurso telefónico de radio Priego, en la parte de atrás de un coche, mi abuelo delante y mi tío Rafalín conduciendo hacia Granada. Quizá fuese la primera vez que oía el nombre de esa ciudad. Fue mi primer viaje de turista. Mi primera vez de la luz limpia de Granada, de las murallas, del bosque, de los salones y del agua de la Alhambra, de los estanques y las flores del Generalife. Mi primera comida en un restaurante. Mis primeras fotos de niño con mi madre, con mi abuelo y con mi tío Rafalín. Cómo no iba a ser un niño feliz aquel día de junio del 60.
Mi tío Rafael marchó al País Vasco muy joven, no quiso ser guardia civil, como su hermano, como su padre, como sus tíos, como su abuelo, y pronto empezó a trabajar y a ascender en la empresa Orbegozo. Y aquí entra mi segundo recuerdo del Norte, este sí, más impreciso, porque se compone de las muchas veces en que mi madre nos habló de su primer viaje al País Vasco. Lo hizo con su padre, soltera aún. Siempre contaba las mismas historias: los paseos y los baños en La Concha, el funicular del monte Igueldo, la isla de Santa Clara, la familia de la tía Mari Nieves, el Cantábrico, los pueblecitos de costa, el partido de fútbol entre la Real y el Barcelona, y las piernas del rubio Kubala, al que ella animaba con entusiasmo, que marcó tres goles a los donostiarras. En aquel viaje vio por primera vez una televisión. En las fotos se la ve alegre, risueña siempre, guapísima como era, con poses de estrella de cine que veía en las revistas. Creo que fue la época más feliz de su vida.
Ligados a esos recuerdos que mi madre nos contaba vienen los de mis primos del Norte. Solían viajar a Córdoba una vez al año. Después de saludarnos, andábamos un rato callados, mirándonos, sabiéndonos distintos, sin el más remoto parecido de familia, pálida, blanca de leche su piel, traslúcida casi, morena, tostada por el sol la nuestra, distinta la manera de hablar, sus eses, sus tonos, sus pues, nuestras aspiraciones, nuestras vocales abiertas, nuestros seseos, hasta que poco a poco nos aunábamos jugando a la pelota o dando un paseo.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Vencieron, pero no convencieron



    La violenta naturaleza del general Millán Astray, el glorioso mutilado, su histrionismo, su esperpéntica muñequización; la beatería, que no le beatitud, de Carmen Polo, calculadora, vacío su pecho para los afectos, para el amor, clasista, sin piedad para los distintos, pese los rosarios, las misas y los santigüeos; los silencios del general Franco Bahamonde —Franquito, el cuquito, siempre a lo suyito—, no de inteligencia, sino de nada que decir, de verlas venir, a lo gallego, con la crueldad suficiente, la sangre fría, de iniciar y alargar una guerra para lograr el poder; la pura, viva, contradicción, la controversia, la fama y la intimidad familiar, la defensa y la ofensa, las ideas y los hechos, la cobardía, el valor, la lucha —la agonía— y la pasividad, la consciencia y la inopia, la encorvada vejez y la juventud pujante, la coherencia y la incoherencia, la piedra y la sensibilidad, la papiroflexia y el corazón. La burguesía. El pueblo llano. Los militares. Los intelectuales. Fascismo. Democracia. Las palabras y las balas. Las banderas. Las patrias. La monarquía corrupta. La república en revolución. La feroz dictadura. 
      Historias de España.

domingo, 13 de octubre de 2019

Euskera


Una lengua remota,
vieja como el bosque,
viva como los ríos.
O como las nieblas
que se abrazan al tronco
de los viejos robles.

miércoles, 9 de octubre de 2019

Bai to trapero (1)

          A cualquier edad y en cualquier circunstancia —mujeres setentonas que van a tomar el aperitivo después de la misa del domingo, amigos recién jubilados que han envejecido en la misma cuadrilla y se conocen al dedillo, madres o padres que reprenden al pequeño por haber arrojado al suelo el envoltorio de una chuchería, jóvenes que caminan abrazados por un parque umbrío al atardecer, viejos que toman el sol de la mañana en un banco, escolares en algarabía que van de excursión—, en cualquier lugar —en la estación de ferrocarril, en el supermercado, en las barras y terrazas de los bares, en la recepción de los museos, en las tiendas de conservas, en las panaderías, en las aceras, en Bilbao, en San Sebastián, pero sobre todo en los pueblos, en Bermeo, en Ondarroa, en Berriz y en Bolívar, en Mundaka, en Gernika—, para hablar de cualquier cosa —el último partido del Athletic de Bilbao, para consolar al niño que se ha hecho una magulladura al caerse del patinete, para señalar la habilidad de los surfistas que esperan la ola perfecta, para pedir un chacolí, para animar y celebrar un tanto en un partido de cesta punta, para pedir el acercamiento a casa de los presos y los exiliados políticos, para celebrar El Peine del Viento en el rincón de la playa de Ondarreta, para contar historias de lamias y mamarros—, se oye en esta tierra la lengua más antigua de la Península, el misterioso euskera —¿caucásico? ¿bereber?—, una lengua vieja como las hayas que se alzan en el bosque en niebla del amanecer, árbol-lengua de recio espíritu, resistente al paso de los siglos como el corazón del roble y de la piedra.
            Ha de recurrir uno a la mnemotecnia y ensayar previamente para pronunciar determinados nombres —Gaztelugatxe, hurrengo geltokia, helmusa—, pero al final se atranca al leer en voz alta el indicador, y le admira, como filólogo y como escritor, la naturalidad y la rapidez con que las oye en estas bocas euskaldunas, y siente eso que se llama envidia sana, o sano deseo, de ser una persona bilingüe al menos, que pasa de una lengua a otra como quien respira.
           He ahí el bilingüismo, explicaba en mis clases, no lo confundáis con la diglosia, que es cuestión de poder, de imposición, de imperialismo. De sometimiento.

Fotografía: Pérez Zarco



lunes, 16 de septiembre de 2019

84, Charing Cross Road


   El día 5 de octubre de 1949, Helene Hanff, una “escritora pobre amante de los libros antiguos”, afincada en Nueva York, después de ver un anuncio en una revista literaria, escribe una carta a la librería de viejo londinense Marks & Co., ubicada en el 84 de Charing Cross Road, adjuntándole una lista de libros que no encuentra en las librerías de su ciudad y que, si los encuentra, o son carísimos, o están mugrientos y “llenos de anotaciones escolares”.
      Así comienza la historia de una relación epistolar que se cierra 20 años después. El grueso de esa correspondencia —48 cartas—, abarca los años 1949 a 1952. El resto se reparte de manera desigual —tres cartas al año, dos, una, o ninguna— durante diecisiete años, hasta octubre de 1969. El libro se cierra con una última carta de Sheila Doel a Helene Hanff y un post scriptum del editor Thomas Simonnet, y deja una sensación agridulce en nuestro ánimo, mezcla del goce de haber leído una hermosa y emotiva historia, y de melancolía por comprobar cómo el paso del tiempo acaba con las personas y las cosas queridas.
      Cuando leemos la primera carta del libro, no imaginamos que esa relación comercial entre cliente y vendedor crezca de la manera que lo hace. De familia de inmigrantes judíos, nacida en Filadelfia en 1916, Helene Hanff es en realidad una escritora inédita y desconocida, que no ha conseguido colocar, en los diez años que lleva en Nueva York, un solo texto teatral en las carteleras de Broadway. A sus treinta años, sus prioridades son lograr un trabajo estable relacionado con la escritura y completar una buena formación lectora que no pudo adquirir antes por no haber pasado por la Universidad. En este aspecto, su objetivo es familiarizarse con el canon literario anglosajón: Stevenson, Geofrey Keynes, Samuel Pepys, Lawrence Sterne, Alexis Tocqueville, Richard Burton, Samuel Johnson, Geoffrey Chaucer, John Donne, G. B. Shaw… En cuanto a sus trabajos literarios, vamos viendo cómo la escritora comienza a levantar cabeza con guiones para series de televisión, encargos de ensayos históricos, libros infantiles, cuentos, una autobiografía, hasta que le llega el éxito, a los 54 años, con el libro que nos ocupa, del que se hicieron adaptaciones teatrales, un telefilme producido por la BBC y una película protagonizada por Anne Bancroft y Anthony Hopkins. Tal como se muestra en sus cartas, es una mujer de vida algo bohemia y desordenada en casa, su aspecto, confiesa, “es tan elegante como el de una mendiga de Broadway. Visto jerséis apolillados y pantalones de lana, porque donde vivo —14 East 95 th Street— no encienden la calefacción durante el día” (25), fumadora, bebedora de ginebra, con sentido del humor y de la ironía, que enseguida se hace cercana, tanto al lector como a sus corresponsales del otro lado del Atlántico, jamás compra un libro que no haya leído antes, es amante de la literatura histórica —ensayos, biografías, diarios, memorias, libros de viajes…—, y no frecuenta el género novelesco, excepción hecha de Jane Austen, pues no siente interés por “cosas que sé que jamás les ocurrieron a personas que no existieron” (63).
      En cuanto a la otra parte, a los corresponsales londinenses, enseguida nos sorprende también empezar a conocer sus vidas y su carácter. Las primeras cartas de la librería Marks & Co. van firmadas con unas simples iniciales, FPD, hasta la del 20 de diciembre de 1949, en que aparece el nombre de uno de los empleados de la librería, Frank Doel, un excelente profesional, respetado en el gremio, hombre sereno y equilibrado, que gasta la mejor flema inglesa, nunca le escribe una palabra mayúscula a la escritora, al contrario, siempre explica serenamente las razones de sus tardanzas o de sus errores, y no se inmuta ante los enfados y gritos, más fingidos que reales, de Helene Hanff cuando recibe un libro mal traducido: “¿QUÉ PORQUERÍA DE BIBLIA PROTESTANTE ES ESTA?”, las mayúsculas son suyas (14); cuando el libro está expurgado: “¿Y A ESTO LO LLAMA USTED UN DIARIO DE PEPYS” (50); o cuando tardan en enviarle alguno de sus pedidos: “Querido Relámpago: Me aturde usted enviándome a semejante velocidad vertiginosa el Leigh Hunt y la Vulgata. Probablemente no se da usted cuenta de que apenas hace poco más de dos años que se los pedí. Si sigue manteniendo este ritmo, va a sufrir un ataque cardíaco… (53).
      Pero no es Frank Doel el único en escribir a la amiga americana. Para agradecerle el envío de algunas provisiones —conservas de pescado, carne, huevos, galletas…—, que les hagan más llevadero el fuerte racionamiento establecido en Inglaterra desde el final de la II Guerra Mundial hasta finales del verano de 1953, pronto se incorporan al epistolario otros empleados de la librería: Cecily Farr, casada con un piloto de la RAF destinado en un emirato árabe; Megan Wells, que piensa irse a Suráfrica; Bill Humpries, catalogador de la librería; Mary Boulton, la vecina octogenaria de los Doel, que le ha enviado a Helene un mantel bordado a mano; la propia señora Doel, Nora, que le cuenta de sus hijas Sheila y Mary, maestra una y bibliotecaria la otra, que se han comprado un coche, que le envía la receta del pudin de Yorkshire o que la invita unos días de vacaciones.
   De todas estas menudencias privadas, y de otras que dejamos al lector, nos vamos enterando conforme avanzamos en este epistolario, que nunca deja de ser comercial, pues se habla de libros, de sus precios, de sus contenidos, de su aspecto exterior, aunque también tiene mucho de epistolario privado, sin que se omitan alusiones a acontecimientos históricos —aparte del duro racionamiento de posguerra—, como el milagro alemán o la rápida modernización de Japón, las elecciones inglesas de 1951, tras las que Winston Churchill volvió a ser elegido, la muerte del rey Jorge VI y la coronación de Isabel II, retransmitida por la radio y la televisión, la liga de béisbol estadounidense —Helene Hanff era seguidora de los Dodgers de Brooklyn; Frank Doel, de los Spurs de Totenham—, los Beatles, el turismo de masas en Londres y los jóvenes mods y hippies que invadían Carnaby Street. La historia contemporánea colándose en este simple intercambio de cartas entre una librería londinense y una clienta neoyorquina.
      84, Charing Cross Road es un buen libro que se ha escrito sin querer, sin premeditación, siguiendo el hilo de la vida de los corresponsales, con la naturalidad propia de quien ni por asomo piensa que sus cartas tengan interés para alguien ajeno, o que vayan a ser publicadas. No creo que en nuestro país, ni en otros de su entorno, pudiera darse hoy una relación como la que se desarrolla en este epistolario, porque supone un tipo de comunicación —la carta— que hemos desterrado de nuestras vidas, y ese es uno de los motivos de melancolía que nos revolotea cuando cerramos el libro.
      Este libro viene a demostrar una vez más que las sencillas novelas de la vida son con frecuencia mucho más atractivas y sorprendentes, de mayor calado emotivo, que las novelas de ficción: las mejores historias suelen estar en la vida, no en la imaginación de los escritores.

domingo, 8 de septiembre de 2019

La vida ante nosotros


Hace unas semanas, cuando pasábamos unos días de playa en Nerja —la de Chanquete, y la del Balcón de Europa, al que se asomó Alfonso XIII en fecha memorable, como atestigua su figura en bronce mirando hacia el África que no pudo conquistar—, reservamos parte de una tarde para ir a la librería de viejo de la calle Granada que ya conocíamos de otros años, Nerja Book Centre, que tiene sobre todo literatura inglesa, pero también secciones en otros idiomas. Yo encontré una biografía de Van Morrison y el volumen primero de las obras escogidas de Faulkner, editado por Aguilar en 1965. Paula nos sorprendió doblemente: un libro que seguía el rastro de los gatos en la historia de la literatura, y una novela, La vida ante sí, de un desconocido Émile Ajar, publicada en la colección «Reno» de Plaza & Janés, que ella había leído en francés y que nos recomendó vivamente, haciéndonos saber que el nombre del autor era el pseudónimo de un conocido novelista.
El buen doctor Katz, estimado por árabes y judíos del barrio. El señor Waloumba, de Camerún, barrendero, y tragafuegos en sus ratos libres en el bulevar Saint-Michel, comparte habitación con ocho compatriotas. El señor N’Da Amédée, nigeriano, proxeneta de las prostitutas que hacen la calle en los mejores 25 metros de Pigalle, viste pantalón, chaqueta, camisa y corbata de color rosa, igual que sus zapatos y las uñas de las manos, que lucen brillantes en cada uno de sus dedos; manda cartas a su familia en África haciéndoles creer que es empresario de obras públicas. Los hermanos Zaoum, cuatro forzudos con un negocio de mudanzas. La señora Lola, un senegalés de 35 años, campeón de boxeo en su juventud, travesti ahora que hace la noche en el Bosque de Bolonia. El señor Louis Charmette, francés, oficinista jubilado de los ferrocarriles, recibe una carta al mes de su hija. El señor Hamil, 85 años, antiguo vendedor de alfombras que peregrinó a La Meca, casi ciego y con serios problemas de memoria, apasionado lector de Víctor Hugo, maestro y consejero espiritual de Momo. Kadir Youssef, proxeneta, asesino de su protegida Aixa en un arrebato de locura, internado en una institución psiquiátrica durante 11 años; Kadir y Aixa son los padres de Momo. Estos son los personajes que entran y salen del sexto piso de un edificio de la calle Bisson, en el parisino barrio de Belleville. En ese piso, la señora Rosa, judía nacida en Polonia, superviviente de los campos de concentración, prostituta en tiempos, regenta un «clandé», una casa clandestina de acogida de ‘hijos de puta’ como Banania, Moisés, Momo y otros; la señora Rosa siente pánico por los nazis y por Adolf Hitler, por los hospitales y por el cáncer; a sus 65 años padece una demencia senil. De Momo, hipocorístico de Mohamed, ni él mismo conoce su nacionalidad —¿es marroquí o argelino?—, ni a sus progenitores, ni la edad que tiene, y solo cuando la historia va más que mediada aparece el único papel que da fe de su existencia.
El hilo conductor de la novela es la vida de la señora Rosa —los problemas de sus muchos achaques, de sus muchos años y de sus muchos kilos, de los muchos escalones que la separan de la calle, de la progresión de su enfermedad mental—, y el mutuo amor entre la vieja prostituta y el niño abandonado por sus padres.
Momo, a su corta edad, tiene ya una intensa experiencia de la vida, ha probado las drogas, de vez en cuando le sobrevienen accesos de violencia y comete pequeños hurtos. Tiene una visión descarnada del mundo, porque así lo ha visto desde que nació, pero no hay amargura en él, sino realismo, aceptación de las circunstancias: “Soy un hijo de puta y mi padre mató a mi madre y cuando se sabe eso ya se sabe todo y uno deja de ser un niño” (211).
La voz de Momo nos presenta un mundo aparte, autosuficiente, al margen de la buena sociedad francesa, un mundo clandestino, que sobrevive gracias a la solidaridad entre sus miembros. Creo que esa era la intención de Émile Ajar, que dejó atrás el lado amable de sus anteriores novelas para internarse en el mundo ingrato de la inmigración y la vida clandestina para descubrir en él la hermosa flor de la ternura, del amor filial, de la compasión, del respeto por los viejos, de la atención a los enfermos, del fuerte sentimiento de hermandad que une a todos los personajes.
La vida ante sí me parece una novela valiente, con un lenguaje directo, que plantea ya en 1975 cuestiones como la droga —“Para inyectarse hace falta tener ganas de ser feliz y esto solo puede ocurrírsele a un gilipollas como una casa…Y es que a mí la felicidad no me tira. Yo sigo prefiriendo la vida”(79)—, la eutanasia —“Ella no quería ni oír hablar del hospital, donde hacen morir hasta el final en vez de poner una inyección […] la gente es más buena con los perros que con los seres humanos, a los que no está permitido hacer morir sin que sufran” (102)—, la vejez y la soledad —“Los viejos valen lo mismo que cualquiera, aunque vayan de baja. Sienten igual que ustedes y que yo y a veces eso les hace sufrir más aún que a nosotros, porque ellos ya no pueden defenderse” (140)—, Dios —“un padre al que nadie conoce siquiera porque se esconde y que no está permitido representarlo porque tiene a toda una mafia para impedir que lo pesquen y esto es criminal” (212)—, el futuro del propio Momo: “Aún no sabía si entraría en la Policía o en los terroristas, ya lo veré cuando llegue el momento” (113). O el holocausto judío y el colaboracionismo francés: en varias ocasiones se hace referencia al Velódromo de Invierno —la Rafle du Vél' d’Hiv—, en el que las autoridades de Vichy internaron a varios miles de judíos franceses para enviarlos más tarde a los campos de concentración.
En 1977, cuando se publicó esta novela aquí, los españoles estábamos en pleno torbellino de la Transición —muerte y testamento del dictador, el puedo prometer y prometo, la matanza de Atocha, los discos de Bob Marley y de Pink Floyd, ETA, la ultraderecha, Curro Jiménez y Annie Hall, la peluca de Carrillo, el derecho a la huelga y el fin de la censura, La tía Julia y el escribidor, los primeros porros, Fraga Iribarne, Encuentros en la tercera fase, La guerra de las galaxias, el Nobel a Vicente Aleixandre, las novelas de Delibes, el penúltimo curso de Filología, las elecciones generales— y no veíamos, puesto que prácticamente no los había, el problema de la integración y la convivencia cotidiana con los inmigrantes africanos. Francia nos llevaba años de adelanto en ese terreno y en el de su tratamiento literario, pues hasta bien entrados los 90 no aparecen novelas centradas en la vida de los inmigrantes magrebíes y subsaharianos en nuestro país.
Un verdadero descubrimiento, que agradezco a mi hija, esta dramática historia de amor entre el niño y la mujer que lo acoge, aunque es también una novela coral. La vida ante sí, con sus momentos cómicos y con alguno de sus personajes instalado en la esperanza, o al menos en el optimismo, no deja de ser una obra desoladora y de una lucidez dolorosa, una trágica lección de vida.
Ha sido también una experiencia peculiar haber vuelto al cabo de los años a tener entre las manos un volumen de la colección «Reno» —creo que desapareció a finales de los 70—, en la que leí algunos cuentos de Hemingway, el Gog, de Giovanni Papini, Lola, espejo oscuro y Los nuevos curas, y una novela que juraría se titulaba La sirena del Mississippi pero que no es así, pues ese título corresponde a una película de F. Truffaut protagonizada por Catherine Deneuve y Jean-Paul Belmondo. El volumen de La vida ante sí, como todos los de esa colección, es un continente tosco, barato, con la caja de texto estrecha, sin márgenes apenas y con papel de mala calidad, un poco como el edificio en el que viven los protagonistas de la novela, pero guarda entre sus páginas, entre la sordidez y la marginalidad ambiental que los rodea, la luz de sus emociones y sentimientos más hermosos y desinteresados.