Toda la luz
de la mañana
en el almendro en flor.
Páginas de un escritor rural
La expresión «gente bien» se usa en español para referirse a las personas ricas o acomodadas. Remite, por tanto, a una clasificación socioeconómica, a un grupo privilegiado de personas que posee abundantes recursos materiales para su subsistencia, y que poco tiene que ver con la ciudadanía común o trabajadora, con la asendereada clase media, pluralizada en ocasiones como «clases populares». El pueblo llano, la clase trabajadora, no es gente bien.
Al insertar la preposición entre el sustantivo y el adverbio, la construcción cambia de sentido, de ámbito referencial, pues apunta a una categorización moral de las personas. Gente de bien es la gente honrada y de buen proceder. La expresión está emparentada con el galicismo «bonhomía» y con nuestro «hombría de bien», en los que, dicho sea de paso, rechina el sexismo machista, como si de las mujeres no se pudiera predicar su honradez y buenas costumbres.
Cuando el líder de la oposición conservadora pide al presidente Sánchez que deje de molestar a la gente de bien, incurre una vez más en la polarización ideológica, en el o conmigo o contra mí, o eres persona de bien o eres… una mala pécora, alguien deshonesto y de mal proceder, pues te parecen positivas, constructivas, las leyes y medidas ‒subida de las pensiones y del SMI, mayores impuestos a la riqueza, apuesta por la sanidad y la educación públicas, rebaja en los precios de carburantes y electricidad, ayudas a las personas más vulnerables, desbloqueo del CGPJ, ley contra la violación, ley Trans‒, propuestas por el Gobierno de coalición. Frente a la gente de bien ‒salvadora de España, defensora de la libertad‒, la gente antisistema, comunista, bolivariana, antipatriota, rompedora de España.
No entiende uno ese afán negativista y obstructor del conservadurismo, ni la búsqueda perversa de la provocación, el insulto y la crispación, ni su apolillada obcecación en la existencia de dos Españas irreconciliables.
Que en el pasado haya sido así, no nos condena a convertirlo en un presente continuo, sin futuro.
Verdadera delicia descubrirlos una mañana en el arriate verde de tréboles, bajo los rosales y la yerbaluisa: hasta una veintena de flores apiñadas en el tallo, del grosor de un meñique y de un jeme de largo, con sus seis hojas carnosas, azul violeta, y una fragancia dulce, fresca, que nos transporta a otros aromas puros de la infancia como el de las magnolias y los claveles, el de las azucenas.
Hablo de los jacintos. Los miro en los arriates, aspiro su exquisito perfume, observo sus pétalos, entreveo los estambres allá dentro en el santuario, y recuerdo siempre el mito, la metamorfosis, la funesta historia del bello muchacho espartano.
Dotados de una poderosa imaginación animista, los antiguos griegos explicaron el mundo con sus mitos. Flores, frutos y plantas, sentimientos y emociones, habilidades y sensibilidades humanas, el origen y conformación del universo, o las genealogías y jerarquías del Olimpo, tenían su mito, su relato fundacional, su leyenda ilustre recreada por los más grandes autores. He aquí la del guapo Jacinto.
Imaginad la escena. Acaba de empezar la primavera y cubre la tierra un mullido y fresco manto verde. En Esparta, a primera hora de la tarde, dos muchachos practican juegos atléticos en el estadio. El más joven ya ha terminado su formación en el gimnasio, pero aún no ha entrado en combate. Se llama Jacinto, y es un ciudadano libre, vástago de una familia con viejas raíces espartiatas. Su amigo, unos años mayor, es un misterioso extranjero de noble presencia llegado del norte. No es otro que el dios Apolo, señor de la luz, de la belleza y de la perfección, protector de las Musas y de las Artes. Solo el divino Orfeo sería capaz de expresar vivamente el profundo amor que el dios siente por Jacinto.
Los jóvenes han competido en carrera, se han probado con la jabalina, y se han entrelazado en la lucha cuerpo a cuerpo. Sus torsos bien torneados y sus ágiles piernas, bronceados por la intemperie, brillan al sol, deslumbran cual moneda recién acuñada. Comienzan ahora con el disco. Cada uno se sitúa en un extremo de la pista. Lanza primero Apolo, cuya pulida y redondeada piedra se eleva en el aire, hiende las nubes y cae el cabo en la dura tierra rebotando hacia donde Jacinto espera turno. Impaciente por hacer su lanzamiento, el muchacho corre hacia el disco lanzado por Apolo, precipitando así el funesto fin de la competición. En un violento rebote, el disco fue a dar con la fuerza de una coz en la cabeza del joven espartano. En vano el lamentar de Apolo, en vano taponarle la herida con sus manos o ponerle una cataplasma de hierbas curativas. Jacinto muere fulminado por el golpe, su cabeza cae hacia su pecho como una flor tronchada. Imaginad el dolor y el llanto de Apolo, el lamentar esa vida tan joven que se escapa entre sus brazos, el inconsolable pesar de ser el causante de tamaña desdicha, la pena y la desesperación. Pero en aquel mismo y doloroso trance el dios obra el portento, la metamorfosis, y de la sangre de su amado hace nacer una nueva flor en cuyos pétalos puede verse escrito el eterno lamento ‒AI‒ por el joven Jacinto. [No, no busque el lector las letras de esa queja en los pétalos de los jacintos de nuestros arriates, pues al parecer el relato antiguo remitía a una especie de lirio ‒el lirio martagón o lirio llorón‒, propio de bosque umbríos en zonas montañosas.]
¿Debemos aceptar que el funesto destino de Jacinto es simple consecuencia del azar, de un fatal accidente, de la mala suerte ‒el disco rebota y da en la cabeza del joven‒, o podemos considerarlo otro ejemplo más de personaje cuyo trágico final obedece al comportamiento cruel de los dioses? Esta última posibilidad tiene visos de ser cierta si tenemos en cuenta que en versiones antiguas de este mito se hacía a responsable de la tragedia unas veces al suave viento Céfiro de la primavera, que, despechado por el rechazo de Jacinto, levantó la ráfaga que hizo chocar violentamente el disco lanzado por Apolo en la cabeza del espartano. Otras veces, la súbita y malintencionada ráfaga se atribuye, por el mismo motivo de los celos y el despecho, al variable y violento Bóreas, el viento del norte.
La historia de Jacinto es triste, amarga, tanto si fue hija de la mala casualidad, como de la crueldad vengativa de los dioses. Breve vida humana la suya, aunque cada año, al acercarse la primavera, nos queda el consuelo de recrear su belleza, su lozanía y su juventud, la fragancia de su cuerpo, en los jacintos que llenan de vida nuestros arriates.
En silencio, con la última estrella apagándose en el cielo, se acerca el día.
De lo más profundo de la noche llega la luz.
Las sierras en malva.
La vieja torre de Pedroche asomando en la lejanía sobre el encinar.
Bandas de niebla en las vaguadas.
El sol pálido de invierno derritiendo la helada, formando miles y miles de diamantes relucientes entre los sembrados ya verdes.
Un milano se deja llevar en círculos allá arriba.
En lo más alto de una retama, la tarabilla ofrece su pecho rojizo al sol.
Sobre los tejados del pueblo el humo de algunas chimeneas se eleva sereno y acaba disolviéndose en el azul de la mañana.
La cálida sensación de un abrazo amigo trae paz a tu espíritu.
Qué hermoso este caer de la noche en melancólica sinfonía de azules y naranjas, de grises, blancos y morados en las nubes. De verdes en la tierra.
Conforme avanzo por la carretera ‒últimos trasiegos y cantos de los tordos en los altos alambres, de los gorriones en la fronda de los olivos‒, los colores van uniformándose rápidamente hacia el gris plomo, que termina fundido con el negro de la noche cuando llego a casa.
A la luz limpia de la mañana de enero, silba un tordo solitario en el caballete del tejado vecino. Pronto acuden a su llamada tenores y barítonos de la vecindad, maduras divas de huertos recoletos, esbeltos gorriones, que mezclan sus voces y llenan el momento con una improvisada y gozosa y bellísima sonata… Hasta que algo invisible enmudece sus gargantas, baten alas, alzan súbito el vuelo y se pierden en bandadas entre el azul frío.
Agradecimiento por esa armonía que amansa el corazón más asaeteado. Desconsuelo por el deleite ido. Y la vaga esperanza de que mañana vuelva a repetirse esa maravilla ‒la hora, la luz, los silbos‒ que hoy apenas te ha rozado.