jueves, 28 de julio de 2022

Velintonia, 3




Desde pequeño me recuerdo interesado por las vidas de escritores y artistas. Prueba de ello son las sumas y restas ‒a veces con errores‒ que echaba en las páginas de la enciclopedia Álvarez para averiguar los años de vida de un escritor, a qué edad había compuesto tal obra o cuántos años tendría de seguir vivo. Todavía sigo haciendo esos cálculos. E interesándome por las cartas que escribieron, por sus diarios, por sus memorias, por sus fotografías… Y por los paisajes que recrearon en sus páginas, por el lugar en que están enterrados, o por las casas en que vivieron.

No me considero un mitómano: no creo que me pase de la raya y mitifique a personas a las que admiro por su trabajo; tampoco un fetichista, aunque reconozco que me encantaría tener una de las estilográficas de Ramón Gómez de la Serna, la tabla sobre la que escribía Virginia Woolf o el pisapapeles de Karlsbad del que habla Franz Kafka en sus diarios, pero le sale a uno la vena cívica y concede que tales objetos estarían mejor en un museo, a la vista y disfrute de cualquiera interesado en la cotidianeidad de los artistas.

Estarían mejor en un museo, o fundación, si es que los herederos del artista ‒los sobrinos son la peor plaga al respecto, según Andrés Trapiello‒ y las distintas administraciones, desde el ministerio a los ayuntamientos, caen en la cuenta de que se trata de un bien común, de un legado de inapreciable valor, se ponen a trabajar seriamente y llegan a un acuerdo económico.

El pasado 14 de julio aparecía en El País otro artículo sobre el abandono en que sigue la casa número 3 de la calle Vicente Aleixandre, en el distrito madrileño de Chamberí, por parte de los herederos y las distintas administraciones públicas. Por si no lo saben, en esa casa vivió desde 1927 el poeta Vicente Aleixandre. En uno de los dormitorios ‒por su mala salud de hierro, el poeta solía trabajar en la cama‒ escribió buena parte de una obra personalísima que le valió el premio Nobel en 1977. Las paredes de esa casa, vacía ahora, abandonada a la soledad, al silencio y a las goteras, todavía guardan, aunque supongo que cada día más débil, el recuerdo de las voces sureñas de García Lorca y de Cernuda, el acento viril de Miguel Hernández, la ebriedad castellana de Claudio Rodríguez, el recio timbre de José Hierro, el deje gaditano de José Manuel Caballero Bonald o el vasco de Blas de Otero, la exquisitez de Luis Antonio de Villena y de Antonio Colinas. Si por prodigio cervantino sus paredes hablaran, tendríamos la más completa historia de la poesía española contemporánea, desde la Generación del 27 hasta los Novísimos y Postnovísimos. No se trata solamente de la casa donde ha vivido un poeta, sino de la casa a donde acudían los poetas, la Casa de la Poesía, como reivindica desde hace años la Asociación de Amigos de Vicente Aleixandre (AAVA).

Cuando murió Vicente Aleixandre (1984), y dos años más tarde su hermana, comenzó el problema: cinco herederos, que se repartieron el mobiliario y los objetos, a quienes correspondía la propiedad de la casa en estos términos: a Amaya Aleixandre, hija de una prima hermana del poeta, le correspondió el 60 por ciento de la propiedad; el otro cuarenta por ciento se repartía entre cuatro nietos de una prima hermana por parte de madre. La casa y parcela, con unos 750 metros cuadrados en total, aparece en una inmobiliaria con un valor de 4.700.000 €. Con la esperanza de que alguna de las administraciones públicas se haga cargo de ella y la habilite como merece, la AAVA ha solicitado en los medios a su alcance que no puje ningún particular, ninguno de esos fondos buitre, para que la casa no desaparezca o acabe convertida en una tasca, como teme el escritor Fernando Aramburu.

En lo tocante a la biblioteca y archivo personal del poeta, la cosa está clara: los depositarios legales del archivo del poeta son los descendientes de Carlos Bousoño, amigo y exégeta de Aleixandre, que después de un pleito a su favor están a la espera de depositar el legado del premio Nobel en el lugar conveniente. A ser posible, en la Casa de la Poesía, en Velintonia, 3, con el nombre españolizado que le dio el poeta a la primitiva calle Wellingtonia.

El legado de un poeta está en sus versos, quién lo dudará, y la mejor manera de conservar ese legado es volver de vez en cuando a ellos, releer algún poema de Sombra del paraíso, ojear los retratos de sus colegas en Los encuentros, sus maduros Diálogos del conocimiento o cualquiera de sus otros libros. No creo que la conversión de Velintonia, 3 en un espacio poético público, convenientemente dotado de contenido, aumente espectacularmente el número de lectores de Vicente Aleixandre, o de poesía en general, pero sí sería el principio de un lento goteo lírico, de acercamientos a la obra del poeta a raíz de visitar su casa y haberlo imaginado en su hábitat cotidiano, en la rutina de su trabajo, de sus hábitos y de sus ropas, inclinado sobre una cuartilla, leyendo en su sillón preferido, mirando el anochecer desde la ventana de su habitación, o soñando el paraíso.



domingo, 17 de julio de 2022

Más que erratas


















Acabo de leer en Solienses el texto «Fracaso colectivo» y coincido plenamente con el análisis y los argumentos manejados por Antonio Merino. No abundaré en lo que ahí se dice, y se sugiere, respecto al problema del agua y a la incapacidad de las distintas instancias políticas ‒regionales, provinciales, comarcales y municipales‒ para escucharse, entenderse, llegar a un acuerdo y poner en marcha un proyecto beneficioso para la colectividad, sino que abordaré el texto difundido por la Mancomunidad de Los Pedroches desde el punto de vista lingüístico.

Una sociedad que habla y escribe bien es una sociedad espiritualmente más sana, más sabia y más libre que la que se expresa con balbuceos, imprecisiones y errores lingüísticos de todo tipo: dime cómo hablas y te diré quién eres.

El «Comunicado urgente a la ciudadanía» es un ejemplo más de desinterés por la gramática, de pobreza idiomática y de chapuza expresiva, que refleja el talante del emisor, y no me refiero al emisor interpuesto, a la persona con funciones exclusivamente administrativas que escribe al dictado, sino al emisor real, a la autoridad o autoridades que han dado el visto bueno al texto.

En el párrafo que sirve de introducción encontramos tres perlas -toscas piedras más bien‒ que merecen comentario. El recurso a la pertinaz sequía es completamente prescindible, pues remite a la excusa franquista para justificar el hambre, la falta de planificación agrícola, el contubernio comunista y judeo-masónico de los elementos naturales, la maldición de las diez plagas de Egipto. Ese ejercicio de memoria histórica, no democrática, nos parece innecesario. Con referirse, por ejemplo, a la “actual” sequía se hubiera evitado la evocación de la dictadura.

La segunda piedra es la tediosa presencia de lo políticamente correcto, la discriminación de género, la visibilidad de la mujer, la incómoda alternancia alcaldes y alcaldesas, cuando bastaría con el englobador autoridades municipales. Prueba de que tal corrección política ‒el lenguaje inclusivo‒ no está en el fondo asimilada es que en la misma oración se habla solamente de los ciudadanos, no de las ciudadanas, exclusión que se habría evitado con los colectivos inclusivos ciudadanía o vecindario.

El tercer pedrusco tiene que ver con el sesquipedalismo, es decir, con lo perifrástico, con la tendencia a decir con varias palabras lo que se puede decir con menos, que es lo que ocurre en el comunicado mancomunado cuando se opta por esa superperífrasis verbal, quieren hacer saber, en lugar de los simples «comunican» o «informan».

En la segunda parte o nudo del comunicado tampoco faltan las construcciones agramaticales. En el punto 1 encontramos una frase sin verbo, que provoca una construcción errónea, falta de gramaticalidad: La reservas de agua en el pantano… en actualmente el 15,37 % de su capacidad. Se comete también una falta de concordancia de número entre el artículo femenino singular -La‒ y el sustantivo al que determina: reservas.

En el punto número 2 no se recurre a la coma, como es preceptivo, en la aposición explicativa, Aguas de Córdoba. Pero sí encontramos dos erratas, cometidas por la prisa, suponemos: Córdobaa, alos.

Vuelve a aparecer el par alcaldes / alcaldesas en el punto número 3, para el que, además, hace falta llenarse a tope los pulmones si se lee de un tirón ‒no aparece ninguna coma respirativa‒ la primera oración: Ante esta restricción en las reservas municipales de agua los alcaldes y alcaldesas vuelven a pedir la colaboración ciudadana para que siga haciendo un uso responsable del agua en los domicilios y además se adopten medidas de ahorro de aguaque compense esa reducción del 10%. Aparte la necesaria eficiencia pulmonar, anotemos la errata aguaque y la falta de concordancia apreciable entre el verbo compense y su sujeto, medidas de ahorro. En la semántica del párrafo algo chirría también: se hace referencia a una primera petición de colaboración ciudadana para el ahorro de agua ‒vuelven a pedir‒, y se da a entender que la ciudadanía se está comportando y cumpliendo la recomendación anterior: siga haciendo un uso responsable del agua en los domicilios. Si lo estamos haciendo bien, a qué insistir, felicítennos, en todo caso.

La última frase de este punto es una advertencia en la que apreciamos un extraño uso ortográfico de los dos puntos, que dan paso a varias recomendaciones para el ahorro de agua. Lo que pide el sentido lingüístico es punto y aparte después de De lo contrario, no se garantiza el suministro de agua durante las 24 horas del día.

Y el comienzo de nuevo párrafo con una frase como He aquí algunos consejos para ahorrar agua, o En consecuencia, rogamos, o Para evitar esta última medida, creemos necesario… En fin, una oración que justifique los consejos que vienen a continuación.

La redacción de estas orientaciones también tiene su conque, su batiburrillo sintáctico, pues se mezcla la construcción de gerundio (optimizando), con la de infinitivo (evitar) y con la nominal (cualquier otra medidas). En esta última, por cierto, advertimos otro error de concordancia de número entre el determinante indefinido y el sustantivo: otra medidas.

Finalmente, nada que objetar al epílogo, salvo la errata innecesarioshoy, justificada, como las anteriores, por el imperativo del ahorro.

Demasiados errores para considerarlos erratas. Demasiadas incorrecciones en un texto emanado de la autoridad. Manejo deficiente del idioma. Ignorancia de elementales usos formales, morfológicos y sintácticos. Prisa. Improvisación. Chapuza lingüística, en consonancia con la falta de rigor y de habilidad política de que habla el artículo de Solienses.

¿Por qué no exigimos de nuestras autoridades un uso racional y responsable de la lengua

viernes, 15 de julio de 2022

Modernismos (1)

 

Rue de l'Université

Jueves, 14 de julio, 2018

Tomamos el autobús temprano y nos bajamos en la explanada del Louvre. Cruzamos por el puente del Carrusel y antes de las ocho nos sentamos en la terraza del café Kult. Tomamos un delicioso café, atendidos por un joven camarero italiano que nos cree ingleses.

Estamos en el número 9 de la calle de la Universidad. A esta dirección llegaron los Joyce ‒el escritor, Nora Barnacle, y los dos hijos adolescentes, Giorgio y Lucía‒ otro jueves, 8 de julio de 1920. Venían de Trieste, a donde se habían trasladado después de pasar los años de la Primera Guerra Mundial en Zúrich. Iban camino de Inglaterra. O de Irlanda, ese extremo no estaba decidido aún. Dejaban el continente esperando salir de las estrecheces y la pobreza. En Trieste, los Joyce habían compartido piso con la hermana del escritor, Eileen, con su marido y sus dos hijos, y con su hermano pequeño, Stanislaus, nueve personas en total. Los derechos de autor de Dublineses eran muy escasos, y los pagos por la publicación en revista de los episodios de Ulises solo aliviaban puntualmente. Ni siquiera la aportación de Harriet Shaw Weaver, editora de la revista The Egoist, donde fueron apareciendo por entregas Retrato del artista adolescente y Ulises, sirvió para que la familia saliera de apuros. Joyce era pródigo de más con el dinero, bastante manirroto. La generosidad de Harriet S. Weaver –explica su biógrafo Ellmann1‒ «no hizo de Joyce un hombre rico; ninguna suma de dinero podría haberlo hecho; pero logró que fuera pobre solo debido a su decidida extravagancia». Prueba de esta inopia monetaria de la familia Joyce la encontramos en la carta que el novelista escribe a su amigo, protector y mecenas Ezra Pound, unas semanas antes de marchar a París, explicándole las razones de abandonar Triste: «La segunda razón es la ropa. No tengo ni puedo comprarme. El resto de mi familia tienen aún la ropa decente que compramos en Suiza. Yo llevo puestas las botas de mi hijo (que calza dos números más que yo), y su traje viejo, que es demasiado estrecho de hombros, mientras que las demás prendas pertenecen o pertenecieron a mi cuñado o a mi hermano»2. No debía ser muy galana la imagen de la familia Joyce cuando apareció por esta esquina aquel jueves 8 de julio de 1920.

El homenaje continúa en el número 8 de la calle Dupuytren, donde Sylvia Beach abrió la famosa librería Shakespeare and Company en noviembre de 1919. Se ha conservado una fotografía con Joyce y ella a la puerta de la librería, en la que aparece también un niño en la ventana de la primera planta mirando al fotógrafo anónimo que tomó la instantánea. Sylvia Beach, estadounidense de Baltimore, vivía en París desde 1916. Conoció a Joyce a los tres días de que este llegara con su familia en julio de 1920, en casa del poeta André Spire. En febrero de 1922, esta librera se convirtió en la primera editora de Ulises. El homenaje a Joyce lo es también a esta mujer independiente y decidida, que creyó desde el principio en la valía del irlandés. De Dupuytren a la calle del Odeón, al número 12, donde se trasladó la Shakespeare and Company en mayo de 1921, que permaneció abierta hasta la muerte de Sylvia Beach en 1962. En la placa conmemorativa se lee: «En 1922 / en esta casa / la señorita Sylvia Beach publicó / Ulises / de James Joyce».




Nos acercamos luego al 56 de la calle Monsieur Le Prince, al hotel Médicis. ¡Oh, el modernismo español! El París que se encontró Antonio Machado en su primer viaje. Esa breve evocación de la ciudad que tantas veces ha leído uno y explicado en sus clases, pues en ella se condensa el arte, la poesía, la historia social y la crítica modernas: «De Madrid a París a los veinticuatro años (1899). París era todavía la ciudad del affaire Dreyfus en política, del simbolismo en poesía, del impresionismo en pintura, del escepticismo elegante en crítica. Conocí personalmente a Oscar Wilde y a Jean Moréas. La gran figura literaria, el gran consagrado era Anatole France».

¡Quién puede olvidar su primera vez en París! Ah, ese París de los bulevares y de los cafés. De la bohemia hambrienta y luminosa.

Los modernistas, hecha excepción de Bécquer, los romances y otras canciones medievales, fueron los primeros poemas «modernos» que un adolescente de los sesenta aficionado a la lectura podía entender, como la «Sonatina», los cuentos en prosa de Azul, o los primeros versos de la «Marcha triunfal». Cuando leí a Antonio Machado ‒¡Ah, aquel volumen número 16 de la colección RTV!‒, y luego la antología de su hermano Manuel en la colección Austral, el mismo efecto de moderna cercanía en el lenguaje. A uno por andalucista, bohemio, culto y desengañado, al otro por existencial y comprometido, enseguida los hice míos y me interesé por sus vidas y por sus versos. Cierto que leí a Antonio antes que a Manuel, era la moda también, pero pronto los tuve juntos, al lado de un volumen del padre ‒la colección de cantes flamencos recogida por Demófilo‒, en los estantes de mi biblioteca y en mis preferencias de primeros de siglo.


1Richard Ellmann, James Joyce. Editorial Anagrama, Barcelona, 1982, p. 534.

2Idem, 530.