Días
atrás, con la compra de nuevas estanterías para nuestra biblioteca
doméstica, hube de mover y reubicar libros. En el trasiego
aparecieron los volúmenes de la enciclopedia Espasa abreviada, que
desde los primeros setenta se alineaban en el mueble bar del salón
de la casa de mis padres. Desde que me los traje de Córdoba, han
estado en el rincón más alto e inaccesible de los estantes, de
manera que solo podía alcanzarlos con una escalera. Les quitaba el
polvo de vez en cuando y abría un volumen al azar, como
acostumbrábamos mi hermana y yo desde que mi padre se presentó un
día con ellos: americanismos (sanaco),
traducción de palabras a otras lenguas (guérir,
sanare,
To heal,
Heilen),
sintéticas biografías de jurisconsultos, ingenieros, escritores y
polígrafos, mapas, ilustraciones de plantas (tamarindo),
batallas famosas, navegantes y fundadores, fotografías de lugares
remotos (valle de
Uspallata),
retratos de reyes, compositores, sabios, economistas, botánicos,
pintores y arquitectos, generales, santos, pedagogos, toreros,
cardenales y matemáticos, artículos y mapas de Venezuela, Suecia o
Turquía. En fin, un saber general, universal, sobre las más
diversas materias y ámbitos de la realidad: náutica, lingüística,
gramática latina, antropología, pesos y medidas, química, minería,
deportes, sociología, retórica, prehistoria, silvicultura… El
saber reunido, ordenado, al alcance de cualquiera que supiera leer,
mujer, hombre, adolescente o senescente.
El enciclopedismo, es decir, el hecho de ordenar y limpiar los
saberes desde una perspectiva racional, expurgada de teologías,
supercherías y falsas premisas supuso la democratización del saber,
el acceso universal al conocimiento objetivo, científico, de la
realidad. Además de en la escuela pública, yo me eduqué en la
asiduidad de las enciclopedias. A las dos debo buena parte de lo que
sé, de lo que soy. De lo que aspiro a ser.
Por
eso, desde hace unas semanas, cada vez que entro o salgo de mi
estudio y veo los volúmenes alineados de la Espasa, tres de ellos
con el lomo rígido y separado de la cubierta, me pregunto qué voy a
hacer con ellos. ¿Llevarlos al contenedor de papel y que después de
que el molino los haga pulpa acaben convertidos en un paquete de
folios, en un cuaderno, en una resma dispuesta para la imprenta? No
estaría mal esta reencarnación papelera, esta especie de
metempsícosis o transmigración literaria, pero como no puede uno
controlar el proceso de reciclaje, bien podrá ser que la Espasa
acabe de forma menos gloriosa, transformada en una caja de cartón,
en bolsas para el pan, en cartulina para manualidades o en prácticos
pañuelos de papel…
Mientras
escribía estas líneas llamó por teléfono un amigo que levanta
casa y se traslada a Asturias, para preguntarme qué podía hacer con
una porción de sus libros ‒novelas y estudios históricos‒ que
no llevará al norte. [La biblioteca municipal sólo acepta
donaciones de dos libros por persona: las estanterías de la sala de
lectura apenas pueden acoger más ejemplares, igual que un almacén
que se habilitó hace cuatro años como depósito de enciclopedias,
manuales de informática, colecciones de historia y publicaciones
antiguas que nadie ha consultado nunca.] Dije a mi amigo que yo mismo
tenía ese problema. Le di tres alternativas: el contenedor;
venderlos al peso, práctica imposible en el pueblo por falta de
compradores de libros, como los de Madrid, que luego los llevan al
Rastro; dejarlos expuestos en un lugar público para que la gente
interesada se lleve a casa los que quiera. Sí, en algunas casas, en
algunos casos, los libros se convierten en un problema por la falta
de espacio.
A ello se une el asunto afectivo, sentimental, la relación que uno
ha tenido con esos libros, las muchas veces que ha abierto esos
volúmenes por puro gusto, o para preparar trabajos escolares, con
ese compacto, ciclópeo muro azul, negro y dorado que conformaban los
volúmenes en el estante del mueble bar, un muro tras el que nos
aguardaba el conocimiento de la realidad en su maravillosa y
sorprendente diversidad, un muro de papel y palabras con el que
aprender y soñar mientras observábamos el mapa de China, la
reproducción de un cuadro de Zuloaga, la estructura de una dinamo,
el busto de Nefertiti o una preciosa colección de mariposas. Un muro
tan fácil de superar como alargar la mano, abrir un volumen y
comenzar a leer, a mirar, a conocer.
Cuatro
semanas lleva la Espasa sobre la cómoda esperando sentencia cuando
he caído en la cuenta de la relación familiar entre tres palabras
aparecidas en estas líneas: ciclópeo,
reciclaje,
enciclopedia.
La etimología nos depara con frecuencia interesantes descubrimientos
de consanguinidad léxica, sorprendentes nexos biológicos entre
palabras que nunca se nos ha ocurrido emparentar. La raíz de
‘ciclópeo’ es la palabra ‘cíclope’, ese ser gigantesco de
la mitología griega, que “de un solo ojo ilustra el orbe de su
frente”, como gongorizó don Luis, siendo, a su vez, raíz de
‘cíclope’ el sustantivo
kúklos,
que en griego designaba una rueda, un círculo, por lo que ‘cíclope’
vendría a significar ‘con un ojo circular’. El de la Espasa, aun
siendo la versión abreviada ‒la no abreviada constaba de 70
volúmenes más los apéndices‒, era un conocimiento gigantesco,
por lo inaprensible que resultaba para una persona todo el saber
contenido en la enciclopedia, aportaba una vastísima información, y
por ahí viene el sentido metafórico de ciclópeo: gigantesco,
excesivo o muy sobresaliente.
El
concepto circulatorio, de proceso que vuelve sobre sí mismo, como
pescadilla que se muerde la cola o uróboros,
es el que aparece en el concepto, y en la palabra ‘reciclaje’: lo
usado, después de un proceso, vuelve a usarse; el ciclo del agua. La
noción de redondez, de circularidad, se sigue manteniendo, los ojos
redondos de los cíclopes están presentes en todos los procesos de
reciclaje. Y vayamos finalmente a nuestra tercera palabra,
‘enciclopedia’, cuyo elemento central ‒ciclo‒,
apunta a lo redondo, a lo cíclico, es decir, a lo que se repite cada
cierto tiempo; junto a la preposición en-
y el sustantivo paideía (educación
de los niños), se refería primero a la colección de libros
necesarios para la educación general ‒redonda, colectiva, para
todos ellos‒ de los niños y ya modernamente a la “obra en que se
recogen informaciones correspondientes a muy diversos campos del
saber y de las actividades humanas”.
Enciclopedia,
cíclope, reciclaje, trinidad léxica referida a un proceso, a un ser
fantástico y a un tipo de libros, con el hilo común de la
circularidad, y que en el caso de la enciclopedia se enriquece
emocionalmente, pues trae consigo memoria de mi adolescencia, de mis
padres todavía jóvenes, de mí y de mis hermanas en el salón de
casa, hojeando cualquier volumen de la enciclopedia mientras en el
pick up
sonaban canciones de Adamo o de Los Bravos. No creo que el recuerdo
de aquellas escenas desaparezca o pierda nitidez si no tengo a la
vista la enciclopedia, pero uno es un sentimental y, después de diez
años con ella en casa, siente cierta pesadumbre al imaginar la
escena: con nocturnidad y alevosía llegará al contenedor azul, y
uno a uno arrojará al interior los volúmenes, invocando a los
dioses que la pulpa de la Espasa abreviada alcance un destino digno
en su próxima vida reciclada.