jueves, 31 de agosto de 2017

jueves, 24 de agosto de 2017

Maestro del idioma y del cuento


Mis últimas lecturas de agosto han sido Un día en la vida de Iván Denisovich, de A. Solzhenitsin, que cuenta las miserias de un día cualquiera de un preso político en un gulag; Irene, de Pierre Lemaitre, una sangrienta y descabellada novela negra con un detective enano; El agente caído, del novelista sueco Christoffer Carlsson, que relata un crimen relacionado con grupos extremistas. Recomencé también Doctor Zhivago, uno de esos novelones que me gusta reservar para el verano. Las dos novelas negras las he leído en una habitación del hospital comarcal, donde me han llevado unos pertinaces dolores torácicos. Con el fin de explorar su origen y posible cura, fui trasladado a la capital y sometido a un cateterismo radial, con resultados alentadores. Durante mi estancia en el hospital Reina Sofía se presentó M. con un muestrario de ocho o nueve libros en las manos. No lo dudé:
         —Necesito leer a un escritor español —le dije, y elegí Los liberales, de Francisco García Pavón, cuya lectura, literalmente, me encantó desde la primera página, porque me trasladó al mundo, real y maravilloso, de la infancia y adolescencia del autor, a un Tomelloso que me recordaba la Galicia remota de Álvaro Cunqueiro y el mítico Macondo de García Márquez. Y porque manejaba una lengua, unos giros, un vocabulario que yo también sentía míos, no por patrioterismo, ni por exacerbado nacionalismo, sino porque no es lo mismo leer una traducción, por muy buena que sea, que una obra concebida y escrita en nuestra lengua materna: asociaciones sensoriales, emocionales, recuerdos, imágenes evocadas ...
            Ahora estoy en casa, convaleciente, recuperándome con otro maestro, con el rebelde y realista Ignacio Aldecoa, con sus cuentos. Para mí, Aldecoa está inevitablemente asociado al primer libro suyo que leí, al volumen 45 de la colección RTV de Salvat, La tierra de nadie y otros relatos, una colección que se merece todos los elogios de mi parte, pues puso a mi generación en contacto con la gran literatura española y extranjera. Todavía recuerdo algunos de aquellos relatos que debí leer por primera vez con 15 o 16 años: el boxeador Young Sánchez, la cuadrilla de segadores y el mal viento, Los pájaros de Baden-Baden, que luego vi en película, el chaval que andaba por los arrabales y estercoleros de la ciudad y cazaba gorriones, ranas y otros animalejos, hasta que un día cogió el tifus y murió. Con muy escasa experiencia aún como lector, aquellos cuentos tenían algo —los personajes, los ambientes, el lenguaje— que impelía a apurar un cuento tras otro, terminando el libro en una semana, el tiempo justo para acercarme al quiosco de Manolita y comprar el siguiente volumen de la colección.


            El libro en que leo estos días al autor vitoriano tiene también sus años (Alianza Editorial, 1985), y hasta ahora no me había fijado en que la cubierta de Daniel Gil es una imagen perfecta de los personajes de sus relatos, de alguna manera, por múltiples motivos, forzados a un destino uniformador, nada heroico: unas pobres vidas sin posibilidad de cambio, ancladas en el desamparo, en la soledad. Los personajes de Aldecoa no luchan contra el destino, lo cumplen a rajatabla, están abocados a una existencia anodina, frustrante, de míseras alegrías. Por lo general, en estos cuentos no sucede nada, y ese es el triste sino de sus protagonistas: están —viven y mueren— a la espera de algo que nunca llega, clavados a una existencia de rutinaria insatisfacción, a un porvenir que solo trae más de lo que ya conocen. La capacidad de hacer literatura de lo “escondido tras una apariencia anodina y vulgar, triste a ratos, a ratos ferozmente cruel”, como escribe su compañera de generación, Ana María Matute, es uno de los valores de Aldecoa.
         El narrador siente ternura por sus protagonistas —camioneros, escolares en un internado, boxeadores, ancianos matrimonios en soledad, famélicos padres de familia, hombres enfermos que buscan fortuna en la ciudad, viajeros de tren y de autobús, chabolistas, busconas de arrabal, inmigrantes negros, soldados y guardias civiles, toreros, flamencos, niños de la calle, oficinistas y subalternos, novios de barrio, profesores viejos y enfermos–, igual que el lector, pero no cae en la sensiblería, en el melodramatismo, y eso es de agradecer. Aldecoa tampoco es un ángel que viene a salvar de la mediocridad y la miseria a sus personajes. Lo cual es más de agradecer aún. Pese a la afinidad con sus protagonistas, pertenecientes al mundo marginal o a una clase media pobretona, los cuentos son coherentes con la realidad ambiente, tan implacables y objetivos como rigurosa y despiadada es la vida real con los más desfavorecidos, con quienes llevan tatuado como marca de nacimiento el desamparo, la miseria y el infortunio. Esa es la autenticidad que nos gusta de Aldecoa.
“La literatura es una actitud ante la vida, no un medio de vivir”, declaró el escritor en 1954, expresando así su compromiso con el realismo social (neorrealismo, objetivismo narrativo), su convencimiento ético y estético —y más en aquellos años de la larga noche franquista—, de la literatura como testimonio social. Esos personajes sobre los que sobrevuela en círculos de buitre un destino lamentable, esa amplia galería de seres desvalidos e infelices existían en la España de la posguerra inmediata y no tan inmediata. Esa España de los cuentos no era pura ficción literaria, estaba ahí. Bastaba viajar por el país, moverse por pueblos y ciudades para encontrarla. Aldecoa no pudo ignorarla.
La autenticidad del escritor también se aprecia en el uso de la lengua. Una lengua, un registro, siempre acorde con el ámbito laboral y social en que se desarrolla el cuento, sin que en ningún momento encontremos un idioma impostado, un prurito de exhibición lingüística del narrador, sino una lengua viva, con total sensación de realidad, con bellísimos fogonazos descriptivos, y camaleónica, acorde con los oficios, situaciones y caracteres que desfilan por estas páginas: rusiente, estaribel, teso, portegado, almádana, mirlarse, imbornal, sutás, livor, zanquear, son algunas de las palabras cuyo significado aparece apuntado de mi mano a lápiz en el margen inferior de las páginas.
      Personalmente, este volumen 1 de los Cuentos completos de Ignacio Aldecoa, ha sido un redescubrimiento vivificante: me ha transportado a mis primeros años, mis primeros goces, de lector; me ha reafirmado en la idea de que la literatura, o refleja sin imposturas la vida, o mejor dedicarse a la numismática; he disfrutado del manejo del idioma por uno de los grandes; y he vuelto a constatar que el cuento es un género mayor en manos de Aldecoa.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Los viejos viajeros


        Después de los viajes del verano, he aquí un atlas para viajar desde el sillón con la sola ayuda de la brújula y la rosa de los vientos de nuestras lecturas.



sábado, 19 de agosto de 2017

Conjunción astral


Anochecer de primeros de verano. Azul limpio en el cielo, con una franja más clara sobre la línea del horizonte. Sombría, grisácea ya la sierra a mi izquierda. Oscuras las siluetas de los olivos y de los almendros que trepan ladera arriba. Acabamos de salir de Zagrilla Baja, donde mi padre ha echado una partida de billar. Vamos en la Isso azul, despacio, por la carretera empedrada y estrecha que nos lleva a Esparragal. Voy en el asiento de atrás, agarrado a la correa del asiento, mirando los olivares y los montes que quedan a mi derecha.
La veo caer desde muy arriba, casi a la altura de nuestras cabezas. Una bola de fuego blanco con una larguísima cola chisporroteante. No es como otras estrellas fugaces. La que estoy viendo deja una estela blanca, fulgurante. No sé cuánto tiempo transcurre, pero la veo caer sin prisa, majestuosa, dibujando una suave curva hasta perderse por la parte de Las Angosturas. Absorto, la cabeza vuelta hacia aquel azul que se va oscureciendo por momentos, brillándome aún en los ojos abiertos del asombro el fulgor de la luz, no me doy cuenta de que mi padre ha parado la moto, se ha bajado de ella y me repite cada vez más nervioso una palabra que nunca he escuchado:
—¡Apéate! ¡Apéate!
Miro a mi padre, que no me da tiempo a preguntarle qué quiere decir, y a la tercera me grita ya sin contemplaciones, pero sigo sin entenderlo, y permanezco en el asiento, turbado aún por el inesperado y hermoso espectáculo que acabo de ver en el cielo.
—¡Que te bajes, coño!— me agarra del brazo y me zarandea, y entonces pongo los pies en tierra.
Completamente alborotado, mi padre equilibra la moto en el caballete y me advierte:
—¡Quédate aquí!— y cruza corriendo la carretera llevándose la mano a la cintura. Lo veo sacar la pistola de la funda mientras trepa corriendo por la falda pedregosa del monte.
—¡Alto! ¡Alto! ¡Guardia Civil!— y suenan secas, como de juguete, dos detonaciones.
Entre las sombras de los olivos, un hombre con gorra y chaquetilla campesina se vuelve hacia mi padre y levanta las manos a la altura de los hombros. Los veo hablar unos minutos. Mi padre acaba enfundando la pistola y bajando a la carretera, el hombre sigue su camino.
Cuando llega a donde estoy le pregunto: un preso se ha escapado y merodea por aquellos lugares, pero no es el hombre al que le ha dado el alto, lo conoce de Zagrilla Alta, iba a ver si le había parido una de las cabras que tiene en el aprisco, un poco más arriba. Mientras arranca la moto y nos ponemos en marcha, le explico lo que he visto, pero él iba mirando al otro lado, pendiente del hombre, que le pareció sospechoso a esas horas en mitad de la sierra.
El ronroneo del motor se pierde carretera adelante. Cuando llegamos a casa ya es noche cerrada.

Nunca, de niño o de mayor, volví a hablar con mi padre de aquella bola de fuego que surcó el cielo limpio del anochecer de junio. Quizá porque nunca acerté a explicar las emociones tan dispares que pude sentir en unos minutos: el desconcierto al oír el apéate, apéate de mi padre, al principio creí que estaba haciendo un chiste, una broma que no entendía; el miedo cuando llegó a los gritos; el embeleso, la fascinación, la magia de aquella luz que pareció lucir solo para mí; la alarma al ver a mi padre sacar la pistola, los disparos; la incertidumbre sobre aquel hombre que parecía esconderse; la confusión, en fin, de un niño que ve caer un meteorito —todavía no había aprendido esa palabra en la escuela—, que oye por primera vez una palabra —todavía no había hecho la asociación entre apearse y pie—, que ve a su padre correr tras un sospechoso, darle alto y pegar dos tiros al aire.

martes, 8 de agosto de 2017

Pendiente de un hilo



En  los rincones más inaccesibles de los techos, en los troncos de los árboles viejos, en los intersticios de las paredes de piedra, tendida entre los flexibles tallos de los juncos, en los setos de los jardines abandonados, entre unos cardos secos, en las cunetas del verano, disimulada entre la hojarasca, o bien visible, perlada por el rocío de la mañana, ella labora incansable su hilo de plata.
     Y mientras labra, recuerda nostálgica, dolida aún -por siempre lo estará, y eso añade más pesadumbre a su aflicción-, sus días de gloria y juventud, cuando la fama de su arte llegó a Éfeso, a Esmirna, a Mileto, y voló al otro lado del mar, hasta Atenas y Corinto, y las mujeres de los jerarcas, y las mismísimas ninfas del Pactolo, acudían a su taller para verla manejar el telar y crear bellísimas figuras con los mil matices de colores del arcoiris.
     ¿Egolatría? ¿Desatinado narcisismo? ¿Insensata soberbia? ¿El discípulo que supera al maestro? No, algo de ingenua arrogancia pudo haber en su conducta, pero los hechos probaron la verdad de sus palabras. ¿Arrepentida? Tampoco. Simplemente asumida con dolor infinito la injusta y desorbitada sentencia, resignada a la ejemplaridad de su caso.
     No fábula milesia, sino lamentable cuento doctrinal es la historia de esta mujer, dechado, modélico relato para la posteridad. Otra manera, en fin, de hablar de lo que somos: sueño y existencia, deseo y realidad.

***

     Huérfana de madre en la niñez, Aracne fue educada por su padre, Idmón, un tintorero de la ciudad de Colofón, que le enseñó todos los saberes del oficio. En la voz de su padre aprendió la joven a tratar con los marineros que transportaban los múrices vivos y frescos desde Tiro -distinguía los que daban la púrpura roja de los que la proporcionaban del color de los jacintos, la púrpura violácea, la más apreciada-, y a entenderse con los traficantes persas de hilos y sedas. Observando a los viejos trabajadores de la factoría adquirió su misma habilidad para separar la glándula purpúrea de los múrices, triturarla, disolverla en agua y cubrirla de sal durante tres días, antes de pasar la mezcla a los calderos para hervirla a fuego lento durante dos semanas; aprendió a lavar la lana con la hierba saponaria, que la desgrasaba y le desprendía el mal olor, a cardar los vellones y meter los paños en las piletas para entintarlos, ordenarlos, perfumarlos con espliego y conservarlos en los almacenes.
     Pero el de tintorero, por muy buena reputación que tuviera su padre, era oficio sucio y sospechoso, que acababa tiñendo la piel y el espíritu de quienes ejercían un arte de impíos y de falsarios, que se atrevían a desafiar a los dioses trastocando los verdaderos colores de las criaturas, como clamaba Basílides Fluareo, viejo y resabiado capataz de Idmón, cada vez que se emborrachaba en alguna de las tabernas del puerto. Y Aracne convenció a su padre, que le compró una espaciosa y soleada casa en la cercana Hipepa, en la falda del escarpado Templo, donde se estableció como tejedora y bordadora.
     Conocedora de las mil y una hilaturas existentes y de los tejidos más delicados, las prendas que salían del taller de Hipepa pronto alcanzaron fama en toda la costa mediterránea, y las esposas, hijas y amantes de los hombres ricos y poderosos iban para comprar vestidos, paños y bordados, y de paso admirar su trabajo en los telares -preparar las vedijas en la rueca y sacar los hilos con el huso, tensar la urdimbre, pasar la puntiaguda lanzadera por la trama, aplicar el peine-, ejecutado con tal rapidez, precisión y maestría, que parecía que Aracne tuviera ocho manos.
     La ignorancia, la envidia y la superchería comenzaron a difundir el rumor nada inocente: la inaudita calidad de los brocados de Aracne, la permanencia de los tintes en sus paños, la extraordinaria viveza de las figuras en sus tapices y bordados, la delicadísima transición de unos colores a otros, no parecían obra de una simple mortal. La imaginación popular añadió el resto: la joven Aracne se lo debía todo a Palas Atenea, la divina protectora del gremio de hilanderas y bordadoras. Aracne lo tomaba al principio como exagerado halago a sus trabajos, pero terminó molestándole que nadie creyera en lo innato de sus habilidades ni en las horas innúmeras de aprendizaje al lado de su padre, junto a los trabajadores de la tintorería, con las hilanderas de la factoría de Colofón, entre las que había dos hábiles esclavas persas compradas por Idmón a un mercader de la remota ciudad de Jotán. No entendía Aracne que todo lo extraordinario fuese obra de los inmortales, que todo lo que nos ocurría, bueno o malo, fuese divino premio o castigo, que los hilos de la vida estuviesen en manos de unos dioses movidos por las mismas pasiones que los hombres. No, no había nada mágico, sobrenatural, en su trabajo, solo horas, horas y horas de aprendizaje, de práctica, de pura técnica y cultivada sensibilidad.
     Por eso estalló el día en que la hija de un alto magistrado de Esmirna llegó a Hipepa a completar su ajuar. Mientras admiraba la finísima labor de un paño en que se había bordado la metamorfosis de Dafne en laurel, la joven casadera preguntó a Aracne si en verdad Atenea había sido su maestra y la había instruido en los arcanos del oficio. Aracne ya no pudo sufrirlo más y negó alterada que su habilidad fuese producto de la intercesión divina, y como la marea fue creciendo su enojo, y profería palabras ofensivas para la diosa, y en lo más crecido de su ira llegó a desafiarla y la retó a una competición en la que quedaría bien probado para siempre que la hija de Idmón la aventajaba con los hilos.
     No tardó Atenea en aparecer por el taller. Lo hizo en la forma de una anciana que le aconsejó a la joven respeto por el conocimiento que dan las canas, modestia para juzgarse a sí misma, que reconociera la superioridad de la diosa y que le pidiera perdón. Aracne insultó a la vieja y la despidió con cajas destempladas. En ese momento, y ante el pasmo de las presentes, la anciana dejó ver quién era en realidad y anunció con toda solemnidad que allí mismo y ya comenzaba la textil competición.

***

     La labor de Atenea presentaba agrupados en el centro del tapiz a los doce dioses mayores del Olimpo -Zeus, Hera, Poseidón, Afrodita, Ares, Hermes, Apolo, Artemisa, Necesito, Deméter, Bestia y la propia Atenea- en todo su esplendor y majestad. Las cuatro esquinas de la tela las reservó la diosa para hilar otras tantas historias de humanos que pretendieron igualarse a los dioses: allí estaban los fatuos Ródope y Hemo, reyes de Tracia, que se hicieron adorar por sus súbditos con los nombres de Hera y Zeus, y por ello fueron transformados en montañas; allí estaba Gerana, reina de los pigmeos, cuyo engreimiento la llevó a proclamarse más hermosa que Afrodita y acabó convertida en grulla; allí la presumida Antígona, no la famosa madre de Edipo, sino la hermana de Príamo, rey de Troya, la cual decía que su larga cabellera aventajaba en hermosura a la de Hera, que no tuvo otra reacción que convertirle los cabellos en vivas culebras; y allí también las desgraciadas hijas de Cíniras, legendario rey de Chipre: las tres de su primer matrimonio -Orsédice, Laógora y Bresia-, convertidas en prostitutas que se ofrecían a los extranjeros que arribaban a la isla; Esmirna, la de su segunda esposa, hechizada para que sintiera irrefrenable pasión incestuosa por su propio padre, al que una noche emborrachó y metió en el lecho, llegando a consumar el nefando acto, y todo porque esta segunda esposa de Cíniras, la arrogante Cencreide, afirmaba que su hija Esmirna era más bella que la bella Afrodita. Ah, terribles castigos de los dioses.


***

     La vivacidad y delicadeza de las figuras, la riquísima gama de colores, la pulcritud de la labor y la oportunidad de las ejemplares historias labradas por Atenea parecían imposibles de igualar, pero la bellísima labor de Aracne superaba con creces la de la diosa. Consciente de que no solo estaba en juego su prestigio como tejedora, la hija de Idmón tejió en su tela a Zeus convertido en toro para poseer a Europa, en águila para lograr a Asterie, en cisne para seducir a Leda, en sátiro para penetrar a Antíope, en lluvia de oro para adentrarse en Dánae; representó también a Poseidón transformado en novillo para montar a la doncella Arne, en carnero para fecundar a Teófane, en caballo para preñar a Medusa, en delfín para tomar a Melanto. Y así hasta 22 escenas que eran cargos contra los dioses, en opinión de Ovidio, pues recurrían los inmortales al engaño y a la trampa y aparecían en situaciones escandalosas. 
     Ninguna de las mujeres que ha asistido a la competición tiene dudas. Ni siquiera Atenea, que reacciona iracunda, cuelga los telares, rasga con una daga la labor de Aracne en pequeños retales y golpea a la muchacha varias veces en la cabeza con la lanzadera. Desolada, humillada, aterrada por tal violencia, Aracne corre hacia la habitación más interior de la casa, donde se almacenaban protegidos de la luz los paños y las madejas, toma un grueso cordón de seda blanca trenzado con miles de hilos de seda y hace una lazada. Ata el otro extremo a un clavo de la pared, pasa el cordón sobre una viga de madera que cruza de parte a parte la habitación, se sube a un arca donde guardaba las madejas de hilo de oro y de plata, ajusta la lazada a su cuello y salta hacia abajo para acabar con su vida. En ese instante la encuentra Atenea.
     -No te lamentes, Aracne. No morirás aún. Tú y toda tu estirpe colgaréis de por vida de un hilo de seda. Tú arrogancia ha sido tu perdición.
     Y diciendo estas palabras roció el cordón con unas gotas de acónito y en un parpadeo quedó Aracne en araña y desde entonces a acá, y colorín colorado este ovillo se ha ovillado.

jueves, 3 de agosto de 2017