viernes, 15 de enero de 2010

Amnesia


Córdoba. Mañana del 18 de julio de 1.936. Corrillos por las Tendillas, en el Labradores y en el Mercantil. El alcalde ha mandado instalar una radio en el Ayuntamiento. Los comunistas celebran asamblea. Preocupación en los concejales del Frente Popular, más cuando a mediodía la radio informa del levantamiento en Marruecos. A las dos de la tarde, Queipo de Llano telefonea al coronel Ciriaco Cascajo:
—Se prohíben los grupos por las calles; que todo el mundo entregue las armas en un plazo de cuatro días. Incáutese usted de telégrafos, teléfonos, radio, etc. En fin, lo de siempre.
—A la orden de vuecencia, mi general.
Una hora más tarde, el coronel llama al gobernador civil, le informa de la declaración del estado de guerra y de su intención de hacerse cargo del gobierno de la provincia desde ese mismo instante. El gobernador titubea. La noticia corre como la pólvora que ya había en el ambiente. Acuden al edificio de Gran Capitán el alcalde y los frentepopulares, diputados nacionales y provinciales, el fiscal de la ciudad y otras personalidades: se oponen a la sublevación militar y piden armas para defender la República. Asoma una pistola encañonando al gobernador, que se niega a elegir bando y a entregar armas. Los concejales del Frente Popular corren hacia los barrios y dan la voz de alarma, en las Casas del Pueblo se llama a la huelga general y a la lucha obrera contra el fascismo.
A las cinco de la tarde, en el patio de armas del cuartel de Artillería de Medina Azahara se ha leído el bando de declaración del estado de guerra en Marruecos firmado por don Francisco Franco Bahamonde, General de División, Jefe Superior de las Fuerzas Militares de Marruecos y Alto Comisario: “Una vez más el Ejército, unido a las demás fuerzas de la Nación, se ha visto obligado a recoger el anhelo de la gran mayoría de los españoles que veían con amargura infinita desaparecer lo que a todos puede unirnos en un ideal común: España...” Más de ciento cincuenta civiles, terratenientes y burgueses, falangistas, requetés y jóvenes derechistas se apresuran hacia el cuartel, dispuestos a armarse y organizar patrullas callejeras. La siesta estaba caliente de más.
Leída la declaración, el coronel Cascajo da la orden y la tropa sale a la calle en dirección a la plaza de toros, a tiro de la sede del Gobierno Civil, con el apoyo de tres cañones. Poco después de las siete, fuego cruzado entre sitiadores y sitiados, que tardan poco en sacar bandera blanca. Pero no hay rendición. Una hora después se oye el primer cañonazo.
En la finca “San Pedro y San Benito”, junto a las Ermitas, un joven poeta pasa el día con su amigo Varo, el hijo del dueño. Después de la siesta, se han bañado en la alberca. El poeta ha buscado la sombra de la higuera y se echa al suelo con un libro en la mano, las cartas de madame de Sévigné, que acaba de comprar en la librería Luque. Nacido en Puente Genil veinte años atrás, nuestro joven vivía en la capital desde 1.925. Era buen estudiante, su nombre había aparecido ya en el periódico por ser uno de los alumnos libres de la Academia Espinar que pasó con provecho las pruebas para el título de bachillerato elemental; luego acabó el superior en el instituto, en cuya revista vio publicados un artículo y una poesía. Después empezó a dar clases particulares y se matriculó en la Facultad de Filosofía y Letras de Sevilla para estudiar Historia y Geografía. Tiene amigos del instituto y de la biblioteca. Como siempre lleva un libro bajo el brazo, lo llaman con humor “El sobaco ilustrado”. Nuestro poeta mantiene además una buena relación discipular con algunos de sus profesores del instituto, que le aconsejan y le prestan libros, le recomiendan piezas musicales, rincones de la ciudad, excursiones por la sierra y la campiña, o le comentan y corrigen las composiciones que les presenta.
Cuando retumbaron los primeros, el poeta y su amigo suben hasta la azotea de la casa para ver qué parte de la ciudad, qué edificio batían los cañones. A la mañana siguiente, baja hasta su casa en Emilio Castelar 74. El bando franquista ha tomado el poder e instaurado su régimen del terror. Más de 150 fusilados en menos de un mes.
Poco nos dice en su diario de esos días: semana solitaria, un baño en el Guadalquivir, unos cuantos versos escritos, bombardeos cercanos, por la calle Badanas. El 12 de agosto, nuestro universitario se dirige al cuartel de Lepanto y se alista en el batallón de voluntarios, donde permanece tres meses. Luego, dos años en el frente de Peñarroya-Pueblonuevo. De todo ese tiempo en guerra, el escritor en cierne deja unas lacónicas, telegráficas, anotaciones en el diario. En una de ellas dice estar releyendo un libro que ya conocemos, aquel de la Sévigné. Entre convoyes de amunicionamiento, la marcha sobre Espejo, la defensa del convento del Calasancio, la vigilancia del depósito de aguas de Cercadilla y alguna que otra refriega y detención, el estudiante hace nuevos amigos –Cordobita, Thomas, El Negro-, se baña en el río, lee, escribe, y sueña con erigirse en «fuerza tutelar» protectora del grupo de compañeros. Cosas de poeta.
Las cartas de madame de Sévigné se las había conseguido –una edición preciosa en francés- el librero Luque, un hombre de talante liberal al que había visto más de una vez en la tertulia de La Perla, unas veces hablando en esperanto con un par de eruditos, otras de naturismo con algún médico, o de literatura con los poetas Juan Rejano y José María Alvariño. Rogelio Luque, además de librero e impresor, era experto bibliófilo y editor de la revista Popular y de una moderna guía de la ciudad. De los estantes de su librería salían aires frescos y renovadores para la conservadora ciudad provinciana. ¿Qué lector o estudioso cordobés no ha pasado ratos entre sus estanterías, sacado este o aquel libro, hojeándolos, ojeándolos, leyendo algunas páginas, y se ha encontrado de pronto, casi codo con codo, con un escritor de la ciudad, con un abogado, con un médico, con un profesor, de reconocidos prestigios; o con otro lector, e intercambiado breves opiniones y recomendaciones?
Rogelio Luque debió de ser hombre de la ILE, o muy cercano a ella, quizá un krausista convencido de la necesidad de regeneración moral del país, un librepensador culto y sensible que creía en el arte, en los libros y en la vida natural. Y quizá eso le valió la denuncia de un mal vecino, o de un clérigo ruin. La tarde del 10 de agosto de 1.936, el librero va a dar el pésame a la viuda de don Modoaldo Garrido, maestro nacional y socialista militante, fusilado con saña esa misma mañana en la Cuesta de los Visos. Al día siguiente, con el visto bueno del brutal don Bruno, terrible mano ejecutora del bando insurrecto, el librero es detenido, fusilado tres días después por el cargo de vender literatura marxista, y quemados unos cuantos de miles de sus libros.
Acabada la guerra, la viuda de Luque reabrió las puertas del negocio, lo regentó más tarde el hijo mayor, Rogelio, y ahora lo hacen el menor y un nieto, que son los que aparecen en la fotografía del periódico, con un fondo de estantes repletos en la nueva sede de la librería.
La imagen del hijo y del nieto de don Rogelio ilustra un reportaje que acabo de leer en El País, «Historia del librero Luque», y me ha traído en espontánea asociación otras imágenes tomadas en la sede de Gondomar, unas fotografías de nuestro joven poeta, Ricardo Molina, con otros colegas, amigos, compañeros y conocidos del grupo Cántico, en la presentación del libro de alguno de ellos. Son fotos–finales de los cincuenta, primeros sesenta- que vi en los periódicos cuando preparaba un trabajo sobre el escritor de Puente Genil.
Me pregunté enseguida por qué la historia del librero Luque había abierto el “archivo RM” de mi memoria RAM. Pronto lo supe: cuando traté de imaginar qué se le pasaría por la cabeza, y por el corazón, a Ricardo Molina la primera vez que, franqueado el umbral –mármol negro con letras doradas-, entró en la librería y se encontró, enlutada ya de por vida, a Pilar Sarasola, viuda de Luque. ¿Recordaría aquella tarde de julio del 36, cuando don Rogelio salió de la trastienda con la edición francesa de las cartas de madame de Sévigné? ¿Cómo se lleva de por vida saber que luchaste en el bando de los que fusilaron a tu hombre, a tu librero; pegar tiros a los paisanos mientras soñabas con Walt Whitman; saber que la vida se paga por tener un libro en tu casa? ¿Cómo olvidar? ¿Cómo no recordar al ver a doña Pilar y a los huérfanos? ¿Cómo se convive aceptando dádivas del alcalde Cruz Conde y viendo casi a diario, en la entrada de la librería, el busto de Rogelio Luque, obra de El Fenómeno, su amigo escultor Enrique Moreno, fusilado también en las mismas fechas? ¿Siguió siempre RM convencido de que había que acabar con los libreros naturistas y librepensadores? ¿Hablaría del asunto con Juan Bernier, que luchó en el bando republicano? ¿Se acordaría, alguna noche, después de unos medios en la taberna, volviendo a su casa de la calle Coronel Cascajo..., sí, de aquel mismo, del que firmó la condena a muerte del librero y mandó quemar sus libros?
Esa es la historia que se me vino esta mañana, el cuento que soñé después de leer el periódico. No sé si lo escribiré algún día.
Ahí está el corte para quien tenga ánimos.

martes, 5 de enero de 2010

Un trago de vodka


Mi primera lectura rusa fue una antología de cuentos, no sé si del mismo o de varios autores. La segunda, aquí ando más seguro, fue La muerte de Iván Ilich. Después, Dostoievski, más Tólstoi, Chéjov, páginas de Turgueniev, la novela de Lérmontov. También leí a Maiakovski, que no era lo que uno andaba buscando en poesía, y a Boris Pasternak, y visité los gulags de Solzhenitsyn; incluso rodaron un tiempo por mis estantes dos o tres volúmenes con los escritos de Bakunin, pero a las pocas páginas hube de admitir que la teoría política del anarquismo no era lo mío. Entre los poetas, dos mujeres: Martina Tsvetáieva y Anna Ajmátova.

Ha venido este chupito de autobiografía lectora a propósito de una palabra que he reencontrado en los cuentos de Chéjov y que me ha hecho pensar desde cuándo la conozco. Es una de esas palabras -rublo, cópec, versta, isba, mújic- que sólo se leen en las historias rusas. Supongo que la aprendí en la antología referida en las primeras líneas... con quince o dieciséis años... quizá en unas vacaciones de verano... cuando abres por primera vez el libro de un escritor ruso y penetras en ese mundo de funcionarios, nobles y militares que hacen vida social y hablan francés en los salones de San Petersburgo, y conoces también a los campesinos que arrastran sus chanclos por el barro de las aldeas.

Un mundo difícil de olvidar, como esa palabra que designa el utensilio cotidiano, la tetera con infernillo, el ruso samovar.