Desde que nací en 1956, cuando se libró en poco más de una semana
la guerra del Sinaí, hasta hoy mismo, 19 de abril de 2022, en que se
cumplen casi dos meses de guerra en Ucrania, no creo que haya habido
un solo día de mi vida en que una guerra no asolara este o aquel
rincón del planeta. El espíritu belicoso está inserto en la doble
hélice de la especie humana, que pronto pasó de formar grupos para
cazar animales con que alimentarse, a organizar una verdadera tropa
para ocupar el territorio de sus vecinos, acabar con ellos o
convertirlos en esclavos y quedarse con sus riquezas. Innato
‒insano‒ afán de poder y dominación, enfermiza animadversión
por una etnia, por una religión, por un grupo social, codicia de la
riqueza ajena, aberración ideológica llevada al extremo, la guerra
es una forma persistente de relación entre los pueblos.
La
palabra ‘guerra’ está documentada por primera vez en nuestro
idioma hacia el año 1140, en el Cantar de mío Çid,
pero no nos llegó por
vía de evolución fonética a partir del latín vulgar, ni como
préstamo directo de los pueblos germánicos que entraron en la
península a partir del siglo IV d. C., sino por
la desaparecida lengua fráncica, que en el siglo VII
tomó en préstamo la raíz germánica wuerra,
‘pelea, discordia’, madre
también del inglés war,
del alemán wirren y
del guerre francés.
En el diccionario de la RAE, el término ‘guerra’ aparece con
seis acepciones ‒desavenencia y rompimiento de la paz, lucha
armada, pugna, combate, oposición, grito de ánimo para entrar en
combate‒, seguidas de 56 locuciones, que van desde guerra a
muerte o guerra sin cuartel, hasta guerra sucia y
guerra fría, pasando por guerra biológica, guerra
civil o hacer la guerra por su cuenta ‒por su
cuento‒, como está haciendo Putin en Ucrania.
Por su parte, en el diccionario de María Moliner pueden contarse
más de 270 términos afines y relacionados con el concepto ‘guerra’.
Cuantitativamente, desde el punto de vista léxico, como afirma el
romanista e hispanista alemán Bodo Müller, la guerra «resulta
mucho más interesante que la paz». Prueba de esa riqueza léxica en
ese campo es la variedad de procedimientos para la creación de
nuevas palabras, un despliegue de recursos que nos recuerda la
imagen de los desfiles militares en las fiestas patrias, con la
exhibición de las más modernas herramientas bélicas.
La invasión rusa de Ucrania está dejando un importante rastro
léxico en nuestra lengua. Si nos fijamos en el casus belli,
es decir, en los motivos alegados por Rusia para invadir y arrasar
Ucrania, nos encontramos con el expansionismo
imperialista, y
con unas intenciones supuestamente altruistas, pero en
absoluto injustificadas:
desmilitarización
y desnazificación,
como si Vladimir
Putin fuese el gran liberador de los pueblos oprimidos, el azote de
las dictaduras, el campeón de la democracia. Junto
a estos derivados
podemos ubicar, en grupo especial, los formados con una preposición
y un sustantivo: contramedidas,
antitanque,
antibuque
y las terribles minas antipersonas
sembradas a diestro y
siniestro por los soldados rusos.
En
el procedimiento de composición de palabras, aparecen las tres
modalidades reconocidas: compuestos propios, sintagmáticos y
locuciones nominales. Compuestos propiamente dichos,
también llamados univerbales,
son lanzacohetes,
lanzallamas,
cazabombardero. Los
compuestos sintagmáticos,
llamados también sinapsias,
no presentan unidad acentual ni ortográfica, aunque sí
tienen un referente único. Son expresiones fijas, cristalizadas o
lexicalizadas, con un significado unitario. En este grupo podemos
distinguir las formaciones
clásicas, más antiguas, como campo
de batalla, reglas
de juego, guerra
de desgaste, avión
de combate, prisionero
de guerra, o más
recientes, como los
misiles de crucero, las
mortíferas bombas
de racimo, lanzadas
vilmente por
la aviación rusa sobre objetivos civiles, o las bombas
de vacío, disparadas
desde vehículos terrestres,
de efectos
igualmente devastadores e
indiscriminados, pues
sus
explosiones producen temperaturas de entre 2.500 y 3.000 grados y su
onda expansiva incendia todo lo que encuentran a su paso: edificios,
vehículos, bosques, personas. Es precisamente el uso de estas
bombas, prohibidas por las convenciones internacionales, el argumento
que maneja la UE para llevar a Putin, y a los subordinados
responsables, ante la Corte Penal Internacional bajo la acusación de
criminal de guerra o
autor de crímenes de
lesa humanidad. Esa
enorme mortandad de personas ‒más de 20.000 en Mariúpol‒ es
otra de las razones por las que el presidente Zelenski
insiste en que Ucrania sea
declarada
zona de exclusión aérea,
lo que pondría al resto de Europa, y del mundo, en grave riesgo de
guerra.
El
tercer tipo de composición incluye locuciones nominales
como el inmediato alto el
fuego, necesario
por parte del ejército
ruso, que en su acercamiento, o en su retirada, de algunas ciudades
ucranianas está aplicando la estrategia
del talco,
o sea, machacando un
objetivo con todos los
medios a su alcance, reduciéndolo todo a ceniza, o, por usar una
locución más conocida, igual de genocida, siguiendo la táctica
de tierra quemada, que
implica la destrucción total del territorio por el que se pasa.
Junto a estas locuciones
nominales, equivalentes a un sustantivo, cabe distinguir las
formadas por un sustantivo más adjetivo,
como las clásicas ruleta
rusa, los
erizos checos con
que la resistencia trata de frenar el avance de los tanques rusos, la
guerra relámpago
que imaginaba Putin sería la ocupación de Ucrania, aplaudida
por la extrema derecha de
otros países europeos, y la
guerra sucia que
está practicando, bombardeando los corredores
humanitarios utilizados
por la población civil para huir de Ucrania, evitando
así caer y ser amontonada en una espeluznante fosa
común.
No faltan en esta guerra las
palabras formadas por componentes griegos y latinos,
como la geoestrategia
‒geo,
‘tierra’
+ strategia,
‘arte de dirigir ejércitos’‒, que
ha llevado a Putin a querer expandirse por el este de Ucrania para
tener acceso pleno al mar Negro; como
los obuses autopropulsados
‒autos,
‘de o por sí mismo’‒; como
los misiles hipersónicos
‒prefijo
latino hiper,
tomado del griego uper,
‘exceso, grado
superior al normal’ +
sonitu,
‘sonido’‒, capaces
de volar a 12.000 km/h y de alcanzar objetivos situados a 2.000
kilómetros; como las bombas
termobáricas ‒θερμos,
‘calor’
+ baros,
‘pero, presión’‒,conocidas
también por sus sinónimos bombas
de vacío,
bombas
de fuel,
bombas
de combustible,
explosivos
de aire combustible
o armas
de calor y presión.
Un
procedimiento gramatical de uso frecuente en estos menesteres bélicos
es la aposición, o modificación de un sustantivo por medio
de otro sustantivo. Las dos primeras aposiciones que apunté en el
cuaderno de notas fueron Grupo Wagner y Organización
SWIFT, puestas en circulación al comienzo de la invasión. El
Grupo Wagner es una organización paramilitar rusa, no se sabe
si al mando del Kremlin o privada, que oficialmente no existe, aunque
se conoce su campo de entrenamiento en las cercanías de Krasnodar.
Parece clara la intervención de este pequeño y temible ejército
secreto en la guerra del Donbás, en la de Siria, en la de Sudán y,
más que posiblemente, en la invasión de Ucrania. Fundado por el
teniente coronel Dimitri Valeriévich Utkin, que mantiene estrechas
relaciones con organizaciones nazis y xenófobas, el Grupo Wagner
es propiedad del oligarca Yevgeny Prigozhin ‒«el chef de
Putin»‒, dueño de empresas de catering y de restaurantes de lujo
frecuentados por el presidente ruso. La segunda aposición, que
coincide con el apellido del satírico inglés Jonathan Swift, es la
sigla correspondiente a Society for Worldwide Interbank Financial
Telecommunication, una red internacional para transacciones
financieras, de la que fueron expulsados algunos bancos rusos en los
primeros días de guerra.
Habituales
son también las aposiciones con epónimos ‒nombres de
persona con que se denominan conceptos, accidentes geográficos,
ciudades, máquinas, enfermedades, como el internacional cóctel
molotov que la resistencia ucraniana lanza contra las fuerzas
ocupantes, nombre fraguado en Finlandia durante la Guerra de Invierno
de 1939, aunque el uso de estas bombas incendiarias está documentado
ya entre las tropas franquistas que asediaban Madrid en 1936, durante
la guerra civil española. El epónimo apuesto era el apellido de un
comisario político ruso de Asuntos Exteriores, Vyacheslav Mólotov,
el cual aseguraba a los finlandeses que en realidad lo que los
aviones rusos lanzaban eran canastas de pan… Idéntico el cinismo
con que hoy asegura el ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov,
que los heridos y muertos en los bombardeos de las ciudades ucranias
son actores maquillados con gran realismo.
Tan
internacional como el cóctel molotov es el AK-47, nombre técnico
del popular y eficiente fusil de asalto kalashnikov, creado
por el militar ruso Mijaíl Kaláshnikov en 1947. Aparecen también
epónimos en aeronaves, drones y misiles: el avión de transporte
Ilyushin ‒diseñado por el ingeniero aeronáutico Serguéi
Ilyushin‒, un cuatrimotor para transporte de camiones y
contenedores; el caza ‒un acortamiento por apócope
de cazabombardero‒ Mikoyan, apellido de uno de sus
diseñadores, Artion Mikoyan, cuya inicial vuelve a aparecer en la
subdenominación, los famosos cazas MIG, acortamiento resultante de
las iniciales de apellidos los dos creadores del avión unidos por la
copulativa «y» en ruso: Mikoyan y Gurevich > MIG;
los helicópteros Mil y los Kamov, que conservan el
apellido de sus creadores, los ingenieros aeroespaciales
(compuesto univerbal) Mijail Mil y Nicolai Kamov; por cierto,
la palabra helicóptero es un término procedente de muy
distintos ámbitos del saber, la tecnología y la zoología: hélicos,
‘espiral, vuelta, hélice’ + pteros, ‘ala, pluma’.
Mencionaremos finalmente el epónimo con que se conoce el misil
balístico Iskander, de fabricación turca, adaptación del
nombre griego de Alejandro (Magno), que en turco viene a significar
‘el protector, el defensor de la humanidad’, una verdadera
muestra más de cinismo, pues se trata de unos misiles capaces de
portar cabezas nucleares. Otro ejemplo perverso de cinismo
lingüístico es el de llamar “mariposa” a unas minas
antipersonas tan diabólicamente diseñadas que parecen juguetes por
su forma y sus colores llamativos, para atraer a los niños, y que se
pueden programas para que estallen a la altura de los ojos, del
cuello o de la entrepierna de las personas. Sus siglas,
además, semejan la onomatopeya de una explosión: POM-3.
La
denominación de las armas recurre también con frecuencia a usar un
nombre común, alusivo a los efectos causados por las mismas.
Así, no resulta difícil imaginar hasta que punto penetran en
territorio enemigo el misil Kinzhal (‘daga’, en ruso),
lanzado desde un caza, que viaja a velocidad supersónica, o los
antitanques Javelin (‘Jabalina’), Solntsepiok (‘Sol
ardiente’), Uragan (‘Huracán’), Grad
(‘Granizo’).
Como
hemos podido comprobar, a la variedad de las armas usadas en las
guerras de nuestros días, caracterizadas por el aumento de su
capacidad mortífera, corresponde una rica diversidad de
procedimientos lingüísticos para denominarlas.
Parece
claro también que la especie humana es belicosa por naturaleza, que
después de tantos siglos en este planeta, la guerra no desaparecerá
de un día para otro, y
que Filippo Tommaso Marinetti parecía
tener
razón cuando
glorificaba
la violencia en su Manifiesto
futurista (1909) y afirmaba que
las guerras son la higiene del mundo: de vez en cuando el mundo tiene
que sangrar, para purificarse y empezar de nuevo. Las empresas de
armamento estarán de acuerdo con él: hay que fomentar las guerras
para probar las nuevas armas. Eso
mismo debe pensar
V. Putin, que se apoya en el
etnólogo Lev Goumilev para justificar la invasión ‒las
invasiones‒ de Ucrania, al afirmar que las
guerras responden a un
“impulso biocósmico de carácter cíclico en
todos los pueblos”, es
decir, que toda nación, y de modo cíclico, tiene la necesidad de un
enfrentamiento armado.
La
de Ucrania es meridiano ejemplo de guerra injustificable y desigual
en cuanto a fuerzas en combate, la
versión moderna de Goliat y
David, que ganará militarmente Rusia, y moralmente Ucrania; un
Goliat implacable que está viendo cuestionado, sancionado,
su liderazgo
mundial y
no duda en aplicar una
estrategia de tierra
quemada, que va dejando a su
paso lo que llamaremos tetralogía
del terror civil:
ciudades arrasadas, miembros amputados, mujeres violadas, niños
asesinados. La barbarie debe acabar de inmediato. El lenguaje
beligerante, con su carga devastadora, debe desaparecer y dar paso a
la lengua de los afectos, de las ideas constructivas , de la vida en
paz.