Recuerdo el asombro con que recibimos las
explicaciones de la profesora de Literatura después de que un compañero leyera
en voz alta las primeras estrofas de la Fábula de Polifemo y Galatea, y
ninguno de nosotros supiese explicar sobre qué versaba aquella maraña de
palabras que reconocíamos como del español, pero dispuestas de tal manera que
el sentido de los versos se nos hacía impenetrable. Estábamos en sexto curso de
bachillerato y el latín que habíamos estudiado los dos años anteriores
—hipérbatos, cultismos, mitología—, junto con la paráfrasis de la profesora, nos
ayudó a ver cierta claridad en aquella tiniebla poética.
En esos mismos meses, absolutamente,
dramáticamente —porque de la más alta dicha, caía uno en la desolación y
abatimiento más profundos—, platónicamente enamorado, había empezado a leer las
rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, alguna de las cuales hice mías, pues recogían
cabalmente, y líricamente, mi vivencia amorosa:
Hoy la tierra
y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto…, la he visto y me ha mirado…,
¡hoy creo en Dios!
Sin disgustarme los juegos gongorinos, a los que todavía acudo, prefería
los versos becquerianos, que también sigo leyendo desde entonces. Los primeros
exigen erudición, paciencia y lucidez mental en el momento de afrontarlos. Los
segundos, en cambio, se asimilan con la mediación de emociones y sentimientos.
Independientemente de la
época histórica, los versos culteranos de don Luis de Góngora y los románticos
de Bécquer representan dos modos divergentes de expresión poética y, por tanto,
dos empeños con distinto norte: la poesía entendida como reflejo de la realidad
exterior mediante la complejidad y la perfección formal, frente a la poesía
entendida como efusión de la afectividad del yo.
Siempre ha habido poéticas de la artificiosidad y poéticas
de la naturalidad, búsqueda consciente de las tinieblas y búsqueda de la luz,
códigos restringidos y códigos abiertos. Unas veces, tales poéticas se separan,
parecen antagónicas, y otras veces el sincretismo las une en una misma
tendencia, como ocurre con Góngora y Bécquer: corriendo el tiempo, ambos
coincidieron —influyeron— en corrientes poéticas modernas como el parnasianismo
y el simbolismo, o en la de los modernistas hispanos, que a su vez habían
asimilado ambas estéticas en París. Así perdura la tradición.
Valga como ilustración de esta pervivencia literaria
—cultismo, hipérbaton, realidad exterior, vagaroso e intangible símbolo
becqueriano— el caso de un soneto escrito por el poeta francés Stéphane
Mallarmé, considerado el maestro y el superador del simbolismo, quien afirmaba
que el poema no tenía que pintar la realidad, sino descubrir el efecto de esa
realidad, no el objeto, sino el estado de ánimo que ese objeto produce. Difícil
empeño en que el poeta naufraga sin remedio.
Reconozco que hay cierto tipo de poesía que no alcanzo
a sentir. No digo entender palabra por palabra o verso a verso, sino hacerla
emocionalmente mía. Es lo que me ocurre ante este famoso «soneto en ix» de
Mallarmé. Va primero en su lengua original y luego en una traducción bastante
literal. Elija el lector a su gusto, lea, acuda al diccionario de griego
clásico, al de francés y al de español, consulte un manual de mitología, ordene
y relacione adecuadamente las palabras, averigüe a qué septeto alude el último
verso, y déjese llevar finalmente por la imaginación …
Ses purs ongles très haut dédiant leur onyx,
L’Angoisse, ce minuit, soutient, lampadophore,
Maint rêve vespéral brûlé par le Phénix
Que ne recueille pas de cinéraire amphore
Sur les crédences, au salon vide: nul ptyx,
Aboli bibelot d’inanité sonore,
(Car le Maître est allé puiser des pleurs au Styx
Avec ce seul objet dont le Néant s’honore.)
Mais proche la croisée au nord vacante, un or
Agonise selon peut-être le décor
Des licornes ruant du feu contre une nixe,
Elle, défunte nue en le miroir, encor
Que, dans l’oubli fermé par le cadre, se fixe
De scintillations sitôt le septuor.
***
Sus puras uñas muy alto ofreciendo
su ónice,
La Angustia, esta medianoche,
sostiene, lampadófora,
Mucho sueño vesperal quemado por
el Fénix
Que no recoge la cineraria ánfora.
Sobre las credencias, en el salón
vacío: ninguna ptix,
Abolida figura de inanidad sonora,
(Pues el Dueño ha ido a beber
llantos a la Estigia
Con este solo objeto cuya Nada se
honra.)
Mas cerca la ventana al norte
vacante, un oro
Agoniza según quizá el decorado
De los unicornios arrojando fuego
contra una ondina,
Ella, difunta desnuda en el
espejo, por más
Que, en el olvido cerrado por el
cuadro, se fije
De centelleos pronto el septeto.