Siempre que paso ante uno de ellos me acuerdo de aquella corriente
surgida en la Italia de finales de los años sesenta, el arte
povera, que utilizaba materiales
sin pedigrí, artísticamente innobles: trozos
de madera y de cuerda, piedras, hojas secas, trapos, plumas de
pájaros, ramas y troncos de árboles, cereales, desechos orgánicos…
Materiales frágiles, efímeros, que se iban deteriorando con el
tiempo, transformando así la obra artística y cuestionando el
concepto de invariabilidad, de inmutabilidad de la misma. Toda una
protesta formal, ética y estética, contra la industrialización y
la mercantilización, contra el arte convencional y elitista,
mediante la reivindicación y el protagonismo de los elementos más
cotidianos y humildes, que resultan así reutilizados, recreados, en
una nueva vida, con nuevas funciones y nuevos significados.
Creo sinceramente que no somos
conscientes todavía del potencial artístico que atesoran nuestros
pueblos. No me refiero al patrimonio religioso y civil inventariado,
conocido y publicitado en guías y páginas webs, sino a lo que
modernamente vienen llamándose instalaciones o intervenciones
artísticas. En mis andanzas por los caminos de los alrededores de
Torrecampo he encontrado verdaderas joyas de aquel arte
povera (arte pobre) de los
italianos, instalaciones en que la obra se integra en el paisaje,
contribuyendo así a la coherencia de los elementos y a la fertilidad
del mensaje, potenciando la interactuación y la experiencia visual
del espectador.
Hablo de aquellas estructuras o
bastidores de madera o de hierro, con una tela metálica elástica, o
con una red de flejes y muelles en los extremos, cuyo nombre tomamos
de los franceses. Hablo del humilde y cotidiano somier que
sustenta y conoce todos nuestros sueños. Y de las instalaciones con
que los propietarios, auténticos artisti poveri,
sorprenden al caminante.
En la breve selección que sigue
podrá intuir el lector la creatividad y fuerza de estas
intervenciones. Las hay barrocas, con profusión de alambres y rafia
forrajera en caprichosos trenzados; aparecen combinadas otras con
maderas de palés, con chapas, hierros y piedras; y las encontramos
también sobrias, desnudas, solitarias, como dejadas caer al albur
por una mano misteriosa. Alguna, aislada en un breve espacio
descampado, se nos representa imagen valiente de la resistencia al
tiempo, enarbolando la bandera de su óxido entre el verdor de la
hierba y las encinas. Otras, asediadas por la niebla, muestran el
deterioro íntimo, los zarpazos que la vida nos depara, el desgarro
existencial de tantas almas atribuladas que buscan su sitio en este
siglo XXI de grandes migraciones. Decrépitas y cubiertas por la
herrumbre, algunas se esfuerzan por mantener su verticalidad,
agarrándose a barras de hierro, a trozos de alambre de púas y de
cuerdas de plástico en un dramático ejercicio de supervivencia. Las
hay taxativas, de espíritu prohibitivo e inabordables, que delimitan
territorios, e imponen frustrantes fronteras, lindes absurdas.
Provocan otras dolorosas sensaciones de angustia, como si fueran
máquinas de tortura ideadas por Franz Kafka, que argumentan lo
constreñido del vivir, la imposibilidad de escapar de ese metafórico
amasijo de hierros, púas, chapas, maderas y cuerdas creado por el
feroz capitalismo consumista. Hay somieres deformados por la tensión
existencial, contrahechos por el trabajo, como olvidados sobre un
montón de piedras, como viejos encorvados en su soledad, piezas que
ilustran al mismo tiempo la decadencia del mundo rural, la paulatina
e imparable degradación de la dehesa.
Solitarios, en dúos o en tríos
solidarios, en composiciones híbridas o monomatéricas,
estableciendo profundos vínculos con la tierra, apuntando siempre a
nuestra mente y a nuestro corazón, conceptuales o figurativos,
vanguardistas y provocadores, oníricos, metafísicos, los somieres
de los caminos proponen, cuando menos, la meditación, la reflexión
sobre el ser de la dehesa, sobre su pasado, su presente y su futuro.
Los somieres representan el sueño de esta tierra. También la
realidad más impactante. E inquietante.
¿Hacia dónde queremos llevar el
mundo rural? ¿En un somier desvencijado y comido por el orín queda
todo? ¿Por qué no aventurarnos por la ruta de la contemporaneidad?
¿Por los caminos de lo conceptual? ¿Del arte del ready
made? ¿O del land
art? ¿Por qué no apostar
por una «Ruta del somier», comisariada por expertos en el arte más
rabiosamente contemporáneo, con guías especializados que sepan
explicar al público los conceptos y matices, la simbología, el
alcance étiológico y ecológico que atesora un somier de muelles
oxidado?
Al aire lo digo.