De los amigos, Joaquín era el más disfrutón con la lectura. Solía descubrirnos libros y autores: sagas nórdicas, novelas del ciclo artúrico, Álvaro Cunqueiro, las Cartas desde mi molino, de Alphonse Daudet… Uno de ellos fue Las ninfas, de Francisco Umbral. Lo leí en la colección Áncora y Delfín de la editorial Destino. Un ejemplar en esa misma colección es el que buscaba el fin de semana pasado en el Rastro madrileño. No fue fácil encontrarlo. Se ve que Umbral no es autor revisitado por los lectores ni revisado por la crítica.
El ejemplar que compré por 1,95 euros tenía amarillento lo blanco de la cubierta y algo estropeados los bordes superiores; le faltaba un trocito en el lomo, justo donde iba impreso el dibujo del ancla y el delfín, y presentaba un doblez de por vida en una de las primeras hojas. Por lo demás, el libro tiene buen aspecto a sus 49 años, aseado, compacto, sin más heridas. Fue el único Umbral que vi en los puestos callejeros.
En febrero de 1976, cuando aparecieron las dos primeras ediciones de la novela, yo cumplía 20 años. Vivíamos aún en la calle Altillo, en el Campo de la Verdad. Llevaba el pelo largo, gafas de lágrima, pantalones vaqueros y camisas de cuadros. Así aparezco en algunas fotos borrosas de aquel cumpleaños junto a mis hermanas y Joaquín.
Todavía de luto el país, con Franco recién muerto. Gestándose ya la Transición. ETA. Los GRAPO. El Frente Polisario y la Marcha Verde. El Concorde. Pinochet en Chile. Los montoneros en Argentina. Bobby Fisher y Anatoli Karpov. Las canciones de Bob Dylan. El Born to run de Bruce Springsteen que me regaló Fátima. Las primeras películas de Woody Allen. El patio de Triana. Tiburón… Haciéndose uno. Adentrándose en su juventud. Aplicándome en los estudios de Filología. Enamorado y virgen. Escribiendo en secreto mis primeros poemas.
Las ninfas fue lo primero que leí de Umbral. Luego vendrían sus columnas periodísticas –Iba yo a comprar el pan, Spleen de Madrid, Los placeres y los días–, donde descubrí el adjetivo “convulso” y me lo apropié, porque así me sentía yo por aquellos días.
La novela cuenta en primera persona la adolescencia del protagonista en una pequeña ciudad castellana. Es un Bildungsroman, una novela de iniciación y aprendizaje en la que el narrador, Francisco, acaba comprobando que el conocimiento de la realidad conduce a la decepción, que las ilusiones suelen ser pompas de jabón. Umbral acaba ofreciéndonos también el retrato de una sociedad provinciana, regida por el aparentar, por una moralina estricta, clasista y cruel, reprimida y represiva, dominada a su vez por un clero obsesionado con el temor al pecado: “La religión –escribe el narrador– era eso: un quitarle el peligro a la vida pretendiendo quitarle el pecado. Un quitar la vida, en realidad. La religión presentaba siempre el peligro como pecado y el pecado como peligro» (57).
Podría ahora tender la novela en la mesa de disección, abrirla en canal, analizar el paso del tiempo –la adolescencia del protagonista–, encomiar la valía del autor en el retrato de personajes y en la descripción de ambientes, sistematizar los núcleos temáticos de la novela –familia, sexo, religión, bohemia, la ciudad, el oficio literario–; reflexionar sobre ciertas claves simbólicas del libro, como los trenes que pasan de largo o la habitación azul donde fraguan las ensoñaciones del protagonista; divagar sobre el dandismo –la sublimidad– de Baudelaire y del narrador, con sus guantes amarillos; extenderme en la larga noche de la posguerra del país o pormenorizar el lirismo del lenguaje, apuntar la eficacia de los adjetivos y la oportunidad de las comparaciones, pero se lo evitaré al lector. Lo invito simplemente a que busque esta novela y la lea.
Prefiero contestarme a la pregunta que yo mismo hace unos días me hice –¿por qué me gustó aquella novela de Umbral?–, y que me acabo de hacer después de releerla. Razones estrictamente literarias aparte, no negaré que envidiaba las experiencias eróticas del protagonista, pero sobre todo su valentía al romper con la familia, con la ciudad, con su novia, con sus amigos; su visión crítica de los curas y frailes que aparecían en la novela, su desdén por la sociedad “bienpensante”, el desapego por aquella ciudad que se convertiría en cárcel de seguir en ella. Y más aún, admiraba su determinación de consagrarse al oficio literario.
Sí, compartía rasgos con el narrador, como el amor por la poesía –leía a Walt Whitman y Baudelaire, a la Generación del 98 y a Juan Ramón Jiménez, a los modernistas y a los poetas del 27, a los anónimos autores de las canciones y los romances medievales...–; compartía también el asistir a lecturas, presentaciones y conferencias de escritores locales, y fue así como acabé leyendo a Ricardo Molina, conociendo a Juan Bernier, o coleccionando varios números de la revista Kábila, y alguno de Zubia, a cuyos miembros fundadores y colaboradores conocía de vista, de cruzármelos en la calle o de encontrarlos en alguna taberna, en algún pub, en un evento literario, en un concierto al aire libre o en alguna plazoleta de la Judería. Eran para mí días extraños, convulsos –gracias Umbral–, porque para entonces, en tercero de carrera, tenía clara mi verdadera querencia: leer, escribir sobre lo que había leído y, de vez en cuando, un poema, clásico y moderno a un tiempo, vanguardista y antiguo, novedoso y tópico. En fin, un afán, la persecución de un sueño en el que ando todavía, aunque debo reconocer que en 1976 era un iluso inmaduro al que le faltaban las palabras porque le faltaban experiencias, viajes, amores, atrevimiento y seguridad en sí mismo.
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