Estos días en que el psicópata Vladimir Putin está arrasando Ucrania, hago de vez en cuando ejercicios de memoria y paso unos minutos recordando palabras rusas acogidas por nuestra lengua, al tiempo que procuro ubicarlas cronológica y afectivamente en mi biografía.
Creo
que la primera palabra de origen ruso que oímos las niñas y niños
de mi generación vino en días de lluvia, como éste en el que
escribo hoy, cuando le pedíamos a nuestros padres unas
botas katiuskas ‒yo
nunca tuve unas‒, para
poder cruzar los charcos sin mojarnos los pies;
el no va más eran las de caña alta, que llegaban hasta las
rodillas. Aquellas
botas de goma negra,
además de costar un dinero, que no sobraba en casa, sólo se usaban
unos pocos días al año y,
por otra parte, no teníamos necesidad ninguna de meternos en los
charcos, así que los padres
tenían la excusa perfecta para no ceder a nuestro antojo.
La segunda palabra
rusa más antigua que recuerdo la oí en boca de mi madre, cuando se
refirió al abrigo de
astracán ‒ella
nunca
tuvo uno‒
de alguna de las actrices,
princesas, reinas y «señoras de» habituales
en las revistas del corazón.
Sé que le pregunté y que al
cabo de los años vi
alguno de esos abrigos ‒los había también de falso astracán‒
en
mujeres
muy encopetadas de la ciudad.
En aquellos años de la niñez
‒hasta mediados de los 60‒
debió llegarme también la
palabra zar (de origen
romano, pues procede de la latina caesar),
que asocio con una
mujer que se presentaba en
revistas y periódicos como Anastasia Romanov, única superviviente
de la matanza en la casa
Ipatiev de Ekaterimburgo, en la madrugada del 17 de julio de 1918.
Seguramente,
en la misma sarta vino
el nombre del enigmático Rasputín, y
quizá el de la perra Laika
con el
de Yuri Gagarin.
De
los días hormonales, inseguros y cambiantes de la pubertad, recuerdo
a Georgie Dann cantando el
«Casatschok», en
cuya letra una tal Petrusca
tocaba la balalaica.
Luego empezaron a llegar palabras de
las novelas y cuentos de El jugador,
de La muerte de
Iván Ilich, de
Narraciones de Chejov:
la distancia de un lugar a
otro en verstas, los
rublos que ganaba un
funcionario y los kopeks
que costaba el pan o el vodka
de los pobres, el samovar
donde se calentaba
el agua para el té, la
fiereza de los cosacos,
la fe ortodoxa en los iconos
y en los popes.
Los
de mi adolescencia
fueron
también tiempos de guerra fría, cuando
radios, periódicos y noticiarios de televisión nos bombardeaban a
diario con el soviet
supremo, el
politburó, la
nomenklatura, la
intelligentsia o
las negativas de Andrei Gromico, conocido como míster Niet.
Durante esos
años finales del
bachillerato y primeros de
la Universidad, tampoco faltaron rusismos
como
el
fraternal tovarich
que
aprendieron nuestros republicanos comunistas, o
las terribles realidades ocultas
en los
acrónimos checa,
gulag, y
la barbarie que suponían
el sustantivo pogrom,
el adjetivo estalinista.
Para entonces, la
Rusia inmensa ‒desde
el mar de Barents hasta el estrecho de Bering‒, cuya geografía
recitábamos de memoria en la
escuela ‒los ríos Volga, Yeniséi, Dniéper, Dniéster, Obi, Ural;
los lagos Ladoga y Onega,
el mar Negro, el mar Caspio;
Moscú, Leningrado, Odesa,
Stalingrado, y
la helada Siberia, más allá de los montes Urales‒, para entonces,
digo, la mítica Rusia de Atila y Tarás Bulba, la rusia literaria
que habíamos conocido en
Tolstoi, en Dostoievski
y en Chejov,
se nos apareció con la mirada de Boris Pasternak, con
la de Alexander
Solzhenitsyn, y
comprendimos el sentido ‒el riesgo‒ de la palabra disidencia.
Y de la palabra purga. En
los años 80 ‒¡oh movida
juvenil!‒, cuando
nos llegó la mancha en la
cabeza de Gorbachov, la glasnot,
la troika, la
perestroika, el beluga
y la dacha de
Francisco Umbral en Majadahonda, muchos
jóvenes españoles ya
estábamos desencantados, y
nuestra única conexión rusa era fumarnos un sputnik
para viajar por unas horas más allá de Orión.
De
la mano del azote de Ucrania
‒Putin, el
desalmado que
bombardea hospitales y viviendas del pueblo; el criminal
que masacra a la población
civil en la cola del pan; el desequilibrado
que amenaza al
mundo con una guerra nuclear;
el tirano que
persigue la libertad de expresión; el demente
que tiene la llave del gas y
del petróleo de Europa; el majara
con delirios de grandeza que se cree el
nuevo gran timonel de la
nueva Rusia y pretende
restaurar la nefasta, por
autoritaria, asfixiante
y beligerante, unión
de repúblicas soviéticas; el
responsable del éxodo, hasta
hoy, de más tres
millones de personas‒, de
esa mano genocida
han llegado estos días de
2022 ‒mediada la sesentena de mis años‒ dos
palabras que toda democracia debe desterrar: oligarca
y silovik. Los
europeos occidentales reconocemos la
primera como nuestra, pues
los antiguos griegos ya la usaron para designar la degeneración en
el gobierno de sus ciudades-estado: lo que en un principio fue una
aristocracia («el gobierno de los mejores»; aristós,
‘mejor’ + arjía,
‘poder’), acabó convirtiéndose en una oligarquía
(oligós, ‘pocos’
+ arjía, ‘poder’),
en el gobierno de unos pocos, que solo miraban por sus propios
intereses políticos y económicos. Los
oligarcas rusos que hoy ven inmovilizados sus capitales y sus
fabulosos yates, controlan la
vida social, económica y política de
la federación rusa, son
multimillonarios, «nuevos
rusos» los llaman,
practicantes de la
«plutocracia» (el gobierno de los más ricos)
‒alguno de ellos relacionado con la mafia rusa‒, que
monopolizan la enorme riqueza
del país, dueños de redes sociales, bancos, empresas tecnológicas
y de armamento, petrolíferas, explotaciones mineras, fondos de
inversión, equipos de fútbol y
de la NBA, cadenas de restaurantes, taxis, plataformas de comercio
electrónico, que han
adquirido su riqueza con el
corrupto beneplácito
de Putin, aprovechando la
privatización de las empresas estatales de
la antigua URSS.
Junto
a los oligarcas, que
suelen tener
residencias fuera
de Rusia ‒uno de ellos, Abramovich, el dueño del Chelsea, tiene
nacionalidad rusa, israelí y portuguesa‒, están los siloviki,
los «hombres fuertes», los compañeros,
amigos
y colaboradores íntimos de Putin ‒generales, altos funcionarios,
políticos‒ absolutamente leales y obedientes, antiguos oficiales
del KGB o de otros cuerpos de seguridad del estado, «securócratas»,
que dirigen la invasión de Ucrania desde el Kremlin sin discutir las
órdenes del trastornado
timonel. En
palabras de la analista Tatyana Stanovaya, estos hombres «dominan la agenda, alimentan las ansiedades de Putin y provocan y aumentan la tensión».
Al ver estos días imágenes de la invasión y destrucción de Ucrania, del salvaje y trágico asedio de ciudades, del éxodo de la población, de la falta de alimentos, agua, luz, medicinas, no puede uno evitar el nudo de dolor, de impotencia, y de enojo contra el despiadado Vladimir Putin, que ‒jaleado por sus amigos oligarcas y siloviki‒, solo aporta miedo, corrupción y barbarie al pueblo ruso, al pueblo ucraniano y a la comunidad internacional.