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Góngora por Velázquez |
Según la exégesis de líneas atrás,
historia de marinero arrepentido tenemos, o de pastor que, tras la terrible experiencia
de un naufragio, regresa a la plácida vida campestre. Pero este relato en primera
persona resulta demasiado sencillo para don Luis de Góngora y Argote. ¿Cuatro lenguas
para esta simple historia de un pastor que reniega del mar? ¿Así —ahí— acaba la
historia?
Algo no cuadra: ¿De dónde le viene
al protagonista lírico ese profundo sentimiento de dolor que transmite con su música
y que trastoca el orden natural, provocando amargos sentimientos en las piedras
y en los animales, como cuentan del célebre Orfeo, como cantaba el pastor Salicio
—Con mi llorar las piedras enternecen su natural
dureza y la quebrantan, los árboles parece que se inclinan; las aves que me escuchan,
cuando cantan, con diferente voz se condolecen y mi morir cantando me adivinan— en la égloga I de Garcilaso de la Vega?
¿No tendría el protagonista que estar exultante, o agradecido al menos y con espíritu
positivo, tras haber salvado la vida entre las olas? ¿Por qué tan tristísimos sones
de su siringa?
Se me ocurren tres interpretaciones,
las tres posibles. Una de ellas entronca con otro viejo debate que nos viene de
los clásicos y que se reavivó en el siglo XVI con la obra de Antonio de Guevara,
Menosprecio de corte y alabanza de aldea:
mediante la imagen de una experiencia de navegación que acaba en naufragio y con
la intención de volver a una menos peligrosa vida en tierra, Góngora está expresando
la contraposición de dos conceptos —la aventura frente a lo conocido—, de dos oficios,
caracterizado uno por el riesgo, el otro por la apacibilidad de las jornadas, de
dos concepciones antagónicas de la vida, cada una con sus cohortes de pros y contras:
el retiro campestre y el trajín de la ciudad, la experiencia y la inacción, mundo
estable y mundo cambiante, libertad y determinismo, vida heroica y vida discreta,
lo natural y lo artificial, ruido y silencio, ambición y conformismo, el mar como
realidad inestable y gobernada por el azar, por la fortuna, frente a la tierra,
símbolo del acomodo y de lo perdurable. Desde esta perspectiva, el mar conocido
por el protagonista del soneto es símbolo de la ambición, de la persecución de bienes
materiales y de la insensata aspiración al poder, a la fama, a la adulación, como
leemos en la «Canción de la vida solitaria», de fray Luis de León:
Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio Moro, en jaspe sustentado!
No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.
La tierra,
en cambio, simboliza la humildad, la vida sencilla y estable, la búsqueda de la
discreción frente a la heroicidad del que se aventura en la mar, la conformidad
con el presente frente a la búsqueda y construcción de futuro que prima en quien
se aventura a navegar. Bien pudiera ser que con este pastor que decidió probar fortuna
en la mar océana, don Luis hubiese tomado partido en el debate entre el menosprecio de corte y la alabanza de aldea,
como hizo en su celebrada letrilla «Ándeme yo caliente».
Otra perspectiva posible es considerar
la navegación aludida en el soneto como una alegoría, imagen de una experiencia
amorosa fallida, de una travesía de amor
acabada en naufragio, en desastre, bien por ruptura, bien por la muerte de la amada.
Se justificaría así además la inmensa tristeza del protagonista.
La identificación de la experiencia
amorosa con una travesía marítima viene de lejos en nuestra tradición literaria:
está documentada en la poesía helenística y en la literatura romana de la época
de Augusto, en autores como Horacio
,
Propercio
,
Ovidio
,
y siglos más tarde en Petrarca
,
que transmite el tópico a los poetas renacentistas. Según Gómez Luque
et alii, el motivo de la
travesía
de amor (
navigium amoris)
tiene un doble origen: la relación de Afrodita
(Venus) con el mar y la consideración del amor como una actividad que entraña peligro,
similar a una guerra (
militia amoris)
o a una travesía por mar (
navigium amoris).
La relación de Afrodita-Venus con el mar viene explicada por el mito sobre su nacimiento:
Cronos, incitado por su madre, Gea, cortó a su propio padre, Urano, los testículos
con una hoz y los arrojó al mar, y de la espuma (
afrós, en griego) que se acumuló alrededor de ellos nació la hermosa
y sensual cipria, la irresistible diosa del amor y de la sexualidad, la que enamoraba
a un hombre con solo posar su mirada en él. No resulta, pues, descabellada la asociación
de Afrodita con el mar y con el amor. En esa consideración tópica del amor como
experiencia (travesía) llena de peligros, distinguen los autores del artículo citado
varios submotivos, algunos de ellos fácilmente identificables en nuestro
soneto: la identificación de la relación sexual con la navegación, la consideración
de la amada como una mujer voluble, cambiante como el mar, atractiva y peligrosa;
la simbolización de la ruptura amorosa con un naufragio o la imagen del amante como
un marinero que se retira de la navegación.
Una última perspectiva permite interpretar
el soneto como obra autobiográfica. Es una interpretación más forzada, pero asumible.
Para ello es preciso llegar a un soneto escrito en 1623
,
«Sople rabiosamente conjurado», dedicado a los hermanos Francisco y Félix
Paravicino, amigos y defensores poéticos de don Luis, en el que se recoge el
mismo asunto del barco naufragado y la ofrenda de restos a un templo, con la
particularidad de que la metáfora del navío combatido por airados vientos sirve
para describir las adversidades sufridas por el poeta como pretendiente de
cargos y prebendas. Leído el soneto en esa clave
,
el templo al que se ofrecen los restos del naufragio representa el palacio de
los dos hermanos Paravicino, aludidos aquí como las estrellas Cástor y Pólux, a
cuya protección se acoge el poeta; con el último verso —
derrotado seis lustros ha que nada—, alude Góngora a los treinta
años de su vida vanamente dedicados a medrar en la corte. He aquí el soneto:
Sople rabiosamente conjurado
contra mi leño el austro embravecido,
que me ha de hallar el último gemido,
en vez de tabla, al áncora abrazado.
¿Qué mucho si, del mármol desatado,
deidad no ingrata la Esperanza ha sido
en templo que de velas hoy vestido
se venera, de mástiles besado?
Los dos lucientes ya del cisne pollos,
de Leda hijos, adoptó: mi entena
lo testifique dellos ilustrada.
¿Qué fuera del cuitado, que entre escollos,
que entre montes, que cela el mar, de arena,
derrotado seis lustros ha que nada?
Los versos de «Las tablas del
bajel despedazadas» actuarían, por tanto, como augurio, y expresarían un
recoger velas, una temprana decepción en la intención gongorina de convertirse
en un personaje importante en la corte, protegido de algún grande de la nobleza
española, y un deseo de volver, a su pesar, a Córdoba con el zurrón vacío.
¿Qué
carta quedarnos? Ni nos lo jugamos todo a una, ni nos vamos a ir de una buena
carta. De transformismo hablábamos al comienzo de estas páginas, del triste
lamento de la hermosa virgen Siringe, convertida en caña para huir de las manos
lúbricas de Pan, y de versatilidad lo hacemos ahora, al contemplar la proteica
naturaleza del soneto de don Luis de Góngora. Y del profundo pesar con que vivió
el poeta sus últimos años en Madrid, agobiado por las deudas, comiendo poco y
mal, quedándose en casa por evitar a los acreedores, pero también por no
disponer de buenas —nuevas— ropas y calzado, muertos el duque de Lerma, el
duque de Béjar, el conde de Lemos, sin mecenas que lo protegiera, ferozmente
asaeteado por sus enemigos literarios. Desilusionado, rota definitivamente toda
esperanza de brillar en la corte, el caso de Luis de Góngora es ejemplar,
barroco en su contradicción: obra deslumbrante, de ideal claridad, vida deslucida,
mediatizada por lo material.