Creo que leí la primera referencia a esta novela a primeros de los
noventa, quizá en los diarios de Andrés Trapiello, que reivindicaba
su valor literario y advertía de la ideología del autor. Lo segundo
no es óbice para lo primero, venía a decir, disfrutemos del
escritor, obviemos al político, por encima del credo está el
estilo, la literatura, y en eso, el autor es un maestro indiscutible,
pero pasaron años sin que me
interesara por la novela, hasta que hace unos días, en la Cuesta de
Moyano, encontré un ejemplar cuya cubierta intacta y brillante al
tibio sol de invierno, destacaba entre las demás, con una viñeta en
que dos mujeres huyen de los bombardeos en plena ciudad. No lo dudé.
Lo saqué del expositor y ni siquiera pregunté el precio. Te ha
llegado el turno, es hora de leerte, le dije en voz baja al libro,
una vez en mis manos: Madrid de corte a checa,
de Agustín de Foxá, en la colección «Las mejores novelas en
castellano del siglo XX», auspiciada por el periódico El
Mundo.
III conde de Foxá y IV marqués de Armendáriz, Agustín de Foxá
(1906‒1959) fue poeta, novelista y dramaturgo, ejerció de
periodista y trabajó como diplomático en Bucarest, Roma, Helsinki,
Buenos Aires, La Habana y Manila. En Madrid frecuentaba el círculo
falangista ‒José Antonio Primo de Rivera, Rafael Sánchez Mazas,
Dionisio Ridruejo, José M.ª Alfaro, Pedro Laín Entralgo‒, al
tiempo que mantenía relación y amistad con Gómez de la Serna,
Edgar Neville, María Zambrano, Bergamín, M.ª Teresa León, Rafael
Alberti, Concha Méndez y Manuel Altolaguirre. En ambos ambientes
eran conocidas su afilada lengua, sus frases epatantes y su
conservadurismo elitista.
Madrid de corte a checa
es una novela histórica: transcurre principalmente en Madrid, entre
el triunfo republicano en las elecciones de 1931 y los primeros meses
de la guerra civil. Dividida en tres partes, la novela recoge tres
momentos capitales de ese periodo histórico: la desaparición de la
monarquía ante la indiferencia de una aristocracia inoperante,
nostálgica de los salones cortesanos, que lleva una vida social
improductiva al margen del resto de la sociedad («Flores de lis»);
la vida cotidiana con el nuevo gobierno republicano («Himno de
Riego»), integrado, en opinión de Foxá, por hombres carentes de
glamur cortesano y de nobles cualidades e intenciones; finalmente,
«La hoz y el martillo» refleja con sesgada crudeza los primeros
momentos de la revolución social tras las elecciones de febrero de
1936 y el golpe de estado rebelde. Sobre este trasfondo histórico,
la peripecia amorosa de José Félix, joven falangista, vástago de
militar monárquico, y Pilar, hija de un conde.
La novela, de innegable sabor valle-inclaniano, sobre todo en la
primera parte, está escrita desde una perspectiva de clase, la de
una aristocracia en decadencia, que desprecia, ridiculiza y demoniza
los valores republicanos, y a sus valedores, llegando en más de una
ocasión al racismo intolerable, a la expresión del asco, de la
repulsión física y moral ante el pueblo madrileño que sale a la
calle a celebrar la victoria republicana: «Pasaban masas ya
revueltas; mujerzuelas feas, jorobadas, con lazos rojos en las
greñas, niños anémicos y sucios, gitanos, cojos, negros de los
cabarets, rizosos estudiantes mal alimentados, obreros de mirada
estúpida, poceros, maestritos amargados y biliosos. Toda la hez de
los fracasos, los torpes, los enfermos, los feos; el mundo inferior y
terrible, removido por aquellas banderas siniestras» (p. 210).
Ese clasismo denigrante, esa
ultrajante soberbia es uno de los problemas de la novela de Foxá.
Tiene derecho todo autor a dejar impronta ideológica en su creación,
pero ha de asumir que la obra resultante sea juzgada y denigrada como
propaganda o panfleto, y que eso le reste interés y lectores. Tiene
su punto Madrid de corte a checa:
el retrato de las familias
monárquicas que no se pringan en defensa de la monarquía, y
adelantan sus vacaciones a Getaria, Biarritz, San Juan de Luz en
espera de acontecimientos ‒«Jugaban un poco a los desterrados.
Imitaban a los grandes duques rusos y fingían catástrofes» (p.
88)‒; la aparición de artistas e intelectuales, de políticos; la
descripción del ambiente en calles y cafés; el relato de la
creación del himno de Falange, la actuación de la Quinta
columna, la revolución
ideológica en el lenguaje ‒nadie se atrevía a decir Vete
con Dios... Si Dios
quiere… Virgen santa…, hasta
se cerraba el puño en las paradas de autobús para que no se
confundiera con el saludo fascista‒, pero sale uno con la certeza
de que ha leído una buena novela escrita por una mala persona cuando
lee ciertos fragmentos: «Las masas armadas invadían la ciudad.
Bramaban los camiones con mujeres vestidas con monos, desgreñadas,
chillonas, y obreros renegridos, con pantalones azules y alpargatas,
despechugados, con guerreras de oficiales, correajes manchados de
sangre y cascos. Iban con los despojos del Cuartel de la Montaña…
arrebatados, borrachos de sangre… En efecto, eran la autoridad los
limpiabotas, los que arreglan las letrinas, los mozos de estación y
los carboneros. Siglos y siglos de esclavitud acumulada latían en
ellos con una fuerza indomable… Era el día de la gran revancha, de
los débiles contra los fuertes, de los enfermos contra los sanos, de
los brutos contra los listos… En las checas triunfaban los
jorobados, los bizcos, los raquíticos y las mujerzuelas sin amor, de
pechos flácidos que jamás tuvieron la hermosura de un cuerpo joven
entre los brazos» (p. 22 y ss.).
Esa misma burla y aversión hacia
el pueblo madrileño, presentado como una masa de hombres y mujeres
deformes en lo físico y en lo moral, de seres inferiores y
embrutecidos, la encontramos cuando habla de institucionistas como
Giner de los Ríos:
«[Don Gumersindo] había sido gran amigo del maestro, “hermano de
la luz del alba”, como le había llamado un poeta ‒escribe Foxá
aludiendo con menosprecio, sin nombrarlo, a Antonio Machado‒. Desde
hacía años se iba con él todos los sábados al Guadarrama. Porque
la sierra era republicana. Allí acudían los hombres pulcros a
maldecir la España oficial. Allí extraían todas sus metáforas
para una patria joven, fresca, limpia y europea, la España del sol y
la alegría, en oposición al Madrid clerical y reaccionario… Y,
mientras tanto, el Estado enemigo les daba cargos, dietas, viajes de
estudios a Alemania. Pero ellos, incorruptibles, sentábanse bajo una
encina casta para meditar sobre España» (p. 142).
Y la volvemos a encontrar en el retrato de políticos e
intelectuales republicanos ‒«Hablaba florido, recargado, como un
retablo de Churriguera. Ceceaba: duresa de asero»
(p. 48), escribe de Niceto Alcalá Zamora. De José Bergamín afirma
que es «un católico marxista y, sobre todo, un pequeño
miserable»‒, entre los que destaca el de Azaña:
«Azaña estaba pálido. Tenía una
cara ancha, exangüe, con tres verrugas en el carrillo, y unos lentes
redondos, bajo las cejas alzadas. Vestía de oscuro. Hablaba frío,
despectivo, extenso. Construía la frase literariamente salpicándola
de cinismo, de ironía, de orgullo, porque quería epatar,
desconcertar, herir. Era árido y de metáforas apagadas. Se veía la
carga enorme de rencor y desilusión, que era su motor y su fuerza.
Era un lírico del odio, un polemista de la venganza… Allí estaban
de pie, detrás de él, sus largos años de humillación y de
silencio… Era el símbolo de los mediocres en la hora gloriosa de
la revancha. Un mundo gris y rencoroso de pedagogos y funcionarios de
correos, de abogadetes y y tertulianos mal vestidos, triunfaban con
su exaltación» (p. 115).
También se ocupa Foxá de las
anotaciones del diario de Azaña : «Apuntaba delicadamente sus
excursiones a Turégano y coca; un mirlo en una acequia, las
cursilerías de un gobernador; usaba frases despectivas. “Ese tonto
de Fernando de los Ríos” o “Mangada está loco”… Las
escribía pensando en la posteridad. Eran su mensaje y el motivo de
su aventura. En realidad, gobernaba para escribirlas» (p.125). Así
se crea uno enemigos de por vida, con la burla y con
la hipérbole, con el aguijón
epigramático, con el contar unos hechos y otros no, con el
maniqueísmo interesado, con la reducción simplista y deformante de
la historia.
Queda claro que Foxá miente por
omisión, por sesgo ideológico, por odio de clase. No deja
indiferente su novela, pues plantea abiertamente el viejo debate de
la conjunción de arte e ideología. Es indudable que en toda
creación asoma de alguna manera, y con diferentes grados, el yo del
autor, lo cual es sano y aconsejable, porque la obra completamente
aséptica, descontaminada de la humanidad del autor, acaba resultando
una estética vacía y desconectada de la realidad. El problema no
está en esa contaminación, sino en el grado en que la ideología
aparece en la obra, y en que esta ideología no sea propaganda de una
concepción antidemocrática, clasista, perpetuadora de privilegios y
desigualdades.