miércoles, 29 de marzo de 2017

3 cortos


A Rilke hay que visitarlo sin prisa. Es poeta de trato demorado y exige un lector perseverante. Sorbo a sorbo. Si no, si pretende uno apurarlo de un solo trago y decir “Ya lo he probado, ahora dadme a beber otro vino”, el poeta de Praga no sabe a nada. Nadie se asombre: si Rilke necesitó una docena de años para completar sus diez Elegías de Duino, no espere el espabilado de turno querer asimilarlo en tres o cuatro horas.

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Hay que ser experto orfebre para entender al Góngora gongorino. Y ese es un esfuerzo que el lector común no está dispuesto a hacer. El Góngora de la jerigonza culterana es poeta altivo, distante, que deshumanizó, desentimentalizó y desclarificó la poesía para hacerla pasto exclusivo de hispanistas voluntariosos.
         ¿Qué hace un tipo como yo con don Luis de Góngora y Argote? Disfrutar con su maestría y aprender. Queramos o no, la poesía española pasa por Góngora. No es el único de su siglo, pero sí uno de los imprescindibles, tanto para un lector como para un poeta.
         Góngora se obstinó en ser oscuro y lo consiguió: es impenetrable sin el bisturí de la erudición. Uno se pierde con facilidad entre sus versos y se desconcierta con su raro y sonoro decir. No comulgo, salvo por divertimiento, con la oscuridad buscada. Eso es coto para pocos y vedado para muchos, lo que atenta contra la comunicabilidad de la literatura. ¿Qué sentido tiene poetizar para eruditos? ¿Ese ha de ser el camino de la poesía?
         De Góngora hay que aprender a no caer en el exceso. Lo mismo que de Quevedo. Ese podría ser uno de los mandamientos del poeta de nuestros días.
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      Vidas de escritores las hay para cualquier gusto: asesinos y ladrones, oficinistas de banco o de seguros, cazadores, marineros, curas, soldados, periodistas, señoritos y marqueses, quinquilleros, sádicos, masoquistas, neurasténicos, panaderos, catedráticos de lenguas muertas y profesores de lenguas vivas, cobradores de impuestos, actores, reyes y bufones, científicos, vagabundos y bohemios, diplomáticos, dandis, revolucionarios y falangistas, pastores y agricultores, delegados políticos, directores del Instituto Cervantes o simples bibliotecarios, carteros, enfermos crónicos, impresores, burgueses, rentistas, aventureros, descubridores, ingenieros de caminos, médicos, abogados, celadores de hospital, guitarristas, ludópatas, locos, borrachines, honestos y deshonestos. Unos han conocido la gloria y/o el infierno. Otros llevan vidas discretas, o escandalizan o provocan. Los hay trepas y de sólida dignidad de roca, creyentes, comunistas y conversos, mentirosos y sinceros, egoístas, envidiosos y envidiados, con negro y sin negro, con plata y sin blanca.

domingo, 26 de marzo de 2017

XVI - El reloj

     Los chinos ven la hora en los ojos de los gatos.
    Un día, un misionero que paseaba por las afueras de Nankin se dio cuenta de que se había olvidado el reloj y le preguntó la hora a un muchacho.
   El muchacho del celeste Imperio vaciló primero; luego, recapacitando, respondió: “Se la diré”. Instantes después reapareció llevando en brazos un enorme gato, y mirando, como se dice, el blanco de los ojos, dijo sin dudar: “Falta poco para las doce en punto”. Lo cual era cierto.
    Si yo me inclino hacia la bella Felina, la bien nombrada, que es a la vez el honor de su sexo, el orgullo de mi corazón y el perfume de mi espíritu, de noche o de día, a plena luz o en la densa sombra, en el fondo de sus ojos adorables veo siempre la hora con claridad, siempre la misma, una hora inmensa, solemne, grande como el espacio, sin división en minutos ni segundos, una hora inmóvil que no está marcada en los relojes y, sin embargo, ligera como un suspiro, rápida como una ojeada.
    Y si algún inoportuno viniera a molestarme mientras mi mirada reposa en esta deliciosa esfera, si algún Genio deshonesto e intolerante, algún Demonio del contratiempo, viniera a decirme: “¿Qué miras con tanto interés? ¿Qué buscas en los ojos de esta criatura? ¿Y tú ves en ellos la hora, mortal pródigo y holgazán?”, respondería sin dudar: “Sí, veo la hora: ¡es la Eternidad!”
    ¿No es esto, señora, un madrigal tan meritorio y enfático como usted misma? La verdad es que he tenido tanto placer en bordar esta pretenciosa galantería, que nada pediré a cambio.

Fotografía: Ultrasónica


sábado, 11 de marzo de 2017

XV - El pastel


      Estaba de viaje. Me encontraba en medio de un paisaje de una grandeza y una majestuosidad irresistibles. Sin duda, algo de ellas penetró mi alma en ese momento. Mis pensamientos revoloteaban con una ligereza semejante a la de la atmósfera; las pasiones vulgares, como el odio y el amor profano, me parecían ahora tan lejanas como las nubes que desfilaban por fondo de los abismos, a mis pies; mi alma se me figuraba tan vasta y tan pura como la cúpula del cielo que me envolvía; el recuerdo de las cosas terrenales llegaba debilitado y disminuido a mi corazón, como el sonido de la esquila de los animales imperceptibles que pasaban lejos, muy lejos, por la vertiente de otra montaña. Sobre el pequeño lago inmóvil, negro de tanta profundidad, pasaba a veces la sombra de una nube como el reflejo de la capa de un gigante aéreo atravesando el cielo. Y recuerdo que esta sensación solemne y rara, causada por un gran movimiento perfectamente silencioso, me colmaba de alegría mezclada con miedo. En suma, me sentía, gracias a la arrebatadora belleza que me rodeaba, en perfecta paz conmigo mismo y con el universo; creo además que, en mi perfecta beatitud y en mi total olvido de todo el mal terrenal, había llegado a no encontrar ridículos los periódicos que pretenden que el hombre ha nacido bueno, cuando, al renovar sus exigencias la materia incurable, decidí reparar la fatiga y calmar el apetito causado por tan larga ascensión. Saqué de mi bolsa un buen trozo de pan, una taza de cuero y un tarro de cierto elixir que los boticarios vendían en aquel tiempo para mezclarlo, llegada la ocasión, con agua de nieve.
         Partía tranquilamente mi pan cuando un leve ruido me hizo levantar la mirada. Ante mí se hallaba una criaturilla desharrapada, sucia, desgreñada, cuyos ojos hundidos, feroces y suplicantes, devoraban el trozo de pan. Lo oí suspirar, con una voz baja y ronca, la palabra ¡pastel! No pude evitar reírme viendo el nombre con el que quería hacer honor a mi pan casi blanco, y corté para él una buena rebanada, que le ofrecí. Muy despacio, se acercó, sin quitar la vista del objeto de su codicia; luego, apretujando el pan con su mano, retrocedió vivamente, como si temiera que mi ofrecimiento no fuera sincero o que me hubiese arrepentido.
         Pero en ese mismo instante fue asaltado por otro pequeño salvaje, no sé de dónde salió, y tan perfectamente parecido al primero que se le podía tomar por su hermano gemelo. Rodaron juntos por el suelo, disputándose la preciosa presa, dispuesto sin duda cada uno a no sacrificar la mitad para el otro. El primero, enfurecido, agarró al otro por los pelos; éste le clavó los dientes en la oreja y escupió un trozo sangrante con un impresionante juramento en su dialecto campesino. El legítimo propietario del pastel trató de hundir sus pequeñas garras en los ojos del usurpador, que, a su vez, aplicó todas sus fuerzas para estrangular con una mano a su adversario, mientras con la otra trataba de meterse en el bolsillo el premio del combate. Pero, reavivado por la desesperación, el vencido se incorporó e hizo rodar por tierra al vencedor con un cabezazo en el estómago. ¿Para qué describir una lucha terrible que duró más de lo que las fuerzas de unos niños prometían? El pastel viajaba de mano en mano y cambiaba de bolsillo a cada instante; pero, claro, cambiaba también de tamaño; y cuando al fin, extenuados, jadeantes, ensangrentados, se detuvieron incapaces de continuar, ya no había en modo alguno motivo de batalla; el trozo de pan había desaparecido y estaba deshecho en migajas tan grandes como los granos de arena con los que se había mezclado.
         Este espectáculo me había ensombrecido el paisaje, y la calma alegría en que se recreaba mi alma antes de haber visto a estos hombrecillos había desaparecido por completo; permanecí entristecido largo rato, repitiéndome una y otra vez: ¡Así que hay un magnífico país en que al pan se le llama pastel, golosina tan rara que basta para engendrar una guerra perfectamente fratricida!

Goya, Duelo a garrotazos (1822)