lunes, 25 de noviembre de 2019

El jugador generoso (XXIX)



   Ayer, entre el gentío del bulevar, me sentí rozado por un Ser misterioso al que siempre había deseado conocer y que reconocí de inmediato aunque nunca lo hubiese visto. Habitaba en él, sin duda, el mismo deseo respecto a mí, pues al cruzarse conmigo me hizo un significativo guiño que me apresuré a obedecer. Lo seguí atentamente y pronto bajé tras él a una estancia subterránea, deslumbrante, donde brillaba un lujo del que ninguna de las habitaciones superiores de París podía servir de ejemplo aproximado. Me pareció sorprendente que hubiese podido pasar tan a menudo junto a ese prestigioso antro sin adivinar su entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, aunque embriagadora, que hacía olvidar casi al instante todos los fastidiosos horrores de la vida; se respiraba una beatitud sombría, como la que debieron experimentar los comedores de loto cuando al desembarcar en una isla encantada, iluminada por los destellos de un eterno mediodía, sintieron nacer en ellos, a los sones adormecedores de melodiosas cascadas, el deseo de no volver a ver sus hogares, a sus mujeres, a sus hijos, y de no volver a remontar las altas olas del mar.
         Había allí rostros extraños de hombres y mujeres marcados por una belleza fatal que me parecía haber visto en épocas y en países imposibles de recordar con exactitud, y que me inspiraban más bien una simpatía fraternal que ese rechazo que suele nacer a la vista de lo desconocido. Si quisiera tratar de definir en cierta manera la expresión singular de sus miradas, diría que jamás he visto ojos brillando más enérgicamente por horror al tedio y por el deseo inmortal de sentirse vivir.
         Cuando nos sentamos, mi anfitrión y yo éramos ya viejos y perfectos amigos. Comimos, bebimos sin mesura toda clase de vinos extraordinarios y, cosa no menos extraordinaria, después de varias horas yo no estaba más bebido que él. Sin embargo, el juego —ese placer sobrehumano— había interrumpido en varios intervalos nuestras frecuentes libaciones, y debo decir que yo me había jugado y perdido mi alma, mano a mano, con una despreocupación y una ligereza heroicas. El alma es algo tan impalpable, tan a menudo inútil, algunas veces tan molesta, que sentí, al perderla, un poco menos de emoción que si durante un paseo hubiera perdido mi tarjeta de visita.
         Fumamos lentamente algunos cigarros cuyo sabor y cuyo aroma incomparables procuraban al alma la nostalgia de países y de dichas desconocidas, y, embriagado con todas estas delicias, me atreví, en un acceso de familiaridad que no pareció disgustarle, a gritar, tomando una copa hasta el borde: «¡A tu inmortal salud, viejo Chivo!»
         Hablamos también del universo, de su creación y de su futura destrucción; de la gran idea del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibilidad, y, en general, de todas las formas de infatuación humana. Sobre este asunto, Su Alteza no cesaba en sus bromas ligeras e irrefutables, y se expresaba con una suavidad de dicción, y con una tranquilidad en las cosas más grotescas como no he encontrado en ninguno de los más célebres conversadores de la humanidad. Me explicó lo absurdo de las diferentes filosofías que hasta el presente han tomado posesión del cerebro humano, e incluso se dignó hacerme confidencias sobre algunos principios fundamentales cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con cualquiera. No se quejó de ninguna manera de la mala reputación de la que goza en todas las partes del mundo, me aseguró que era ella misma la persona más interesada en la destrucción de la superstición, y me confesó que solo una vez había tenido miedo por su propio poder, el día en que oyó a un predicador más sutil que sus compañeros gritar desde el púlpito: «¡Mis queridos hermanos, no olvidéis nunca, cuando oigáis alabar el progreso de las luces, que el más bello engaño del diablo es el de persuadiros de que no existe!»
         El recuerdo de este célebre orador nos condujo naturalmente al tema de las academias, y mi extraño comensal afirmó que no desdeñaba, en muchos casos, inspirar la pluma, la palabra y la conciencia de los pedagogos, y que él asistía casi siempre en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.
         Alentado por tantas bondades, le pedí noticias de Dios y si lo había visto recientemente. Me respondió con una despreocupación matizada de cierta tristeza: «Nos saludamos cuando nos encontramos, pero como dos viejos caballeros en los que una cortesía innata no supiera apagar del todo el recuerdo de antiguos rencores.”
         Es dudoso que Su Alteza haya dado alguna vez tan larga audiencia a un mortal, y yo temía abusar. Al fin, cuando el alba estremecida blanqueaba los cristales, este célebre personaje cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos que trabajaban para su gloria, sin saberlo, me dice: «Quiero que guardes de mí un buen recuerdo, y probarte que Yo, de quien tanto mal se dice, soy algunas veces buen diablo, por servirme de una de vuestras locuciones vulgares. Para compensar la pérdida irremediable que has tenido de tu alma, te concedo la apuesta que habrías ganado si hubieras tenido suerte, es decir, la posibilidad de aliviar y de vencer, durante toda tu vida, esa rara afección del Tedio, que es la fuente de todos tus males y de todos tus miserables progresos. Jamás formularás un deseo que yo no te ayude a realizar; reinarás sobre tus vulgares semejantes; se te facilitarán halagos e incluso adoraciones; el dinero, el oro, los diamantes, los palacios de hadas, vendrán a buscarte y te rogarán que los aceptes, sin que hayas hecho esfuerzo por ganarlos; cambiarás de patria y de lugar tan a menudo como tu fantasía te lo ordene; te embriagarás sin descanso de voluptuosidades en países donde siempre hace calor y las mujeres huelen como las flores, et caetera, et caetera…», añadió levantándose y despidiéndose con una generosa sonrisa.
         Si no hubiese sido por el temor a humillarme ante tan numerosa asamblea, de buena gana hubiera caído a los pies de aquel generoso jugador para agradecerle su inaudita generosidad. Pero poco a poco, después de haberlo dejado, volvió a mí la incurable desconfianza; no me atrevía a creer en tan prodigiosa dicha y al acostarme, rezando como siempre mi oración por un resto de costumbre imbécil, repetía medio dormido: «¡Dios mío! ¡Señor, Dios mío! ¡Haz que el diablo me mantenga su palabra!»

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