Hace unas semanas, cuando pasábamos unos días de playa en Nerja —la de Chanquete,
y la del Balcón de Europa, al que se asomó Alfonso XIII en fecha memorable,
como atestigua su figura en bronce mirando hacia el África que no pudo
conquistar—, reservamos parte de una tarde para ir a la librería de viejo de la
calle Granada que ya conocíamos de otros años, Nerja Book Centre, que tiene
sobre todo literatura inglesa, pero también secciones en otros idiomas. Yo
encontré una biografía de Van Morrison y el volumen primero de las obras
escogidas de Faulkner, editado por Aguilar en 1965. Paula nos sorprendió
doblemente: un libro que seguía el rastro de los gatos en la historia de la
literatura, y una novela, La vida ante sí,
de un desconocido Émile Ajar, publicada en la colección «Reno» de Plaza &
Janés, que ella había leído en francés y que nos recomendó vivamente,
haciéndonos saber que el nombre del autor era el pseudónimo de un conocido
novelista.
El buen doctor Katz, estimado por árabes y judíos del barrio. El señor
Waloumba, de Camerún, barrendero, y tragafuegos en sus ratos libres en el
bulevar Saint-Michel, comparte habitación con ocho compatriotas. El señor N’Da
Amédée, nigeriano, proxeneta de las prostitutas que hacen la calle en los
mejores 25 metros de Pigalle, viste pantalón, chaqueta, camisa y corbata de
color rosa, igual que sus zapatos y las uñas de las manos, que lucen brillantes
en cada uno de sus dedos; manda cartas a su familia en África
haciéndoles creer que es empresario de obras públicas. Los hermanos Zaoum,
cuatro forzudos con un negocio de mudanzas. La señora Lola, un senegalés de 35
años, campeón de boxeo en su juventud, travesti ahora que hace la noche en el Bosque
de Bolonia. El señor Louis Charmette, francés, oficinista jubilado de los
ferrocarriles, recibe una carta al mes de su hija. El señor Hamil, 85 años,
antiguo vendedor de alfombras que peregrinó a La Meca, casi ciego y con serios
problemas de memoria, apasionado lector de Víctor Hugo, maestro y consejero
espiritual de Momo. Kadir Youssef, proxeneta, asesino de su protegida Aixa en
un arrebato de locura, internado en una institución psiquiátrica durante 11
años; Kadir y Aixa son los padres de Momo. Estos son los personajes que entran
y salen del sexto piso de un edificio de la calle Bisson, en el parisino barrio
de Belleville. En ese piso, la señora Rosa, judía nacida en Polonia,
superviviente de los campos de concentración, prostituta en tiempos, regenta un
«clandé», una casa clandestina de acogida de ‘hijos de puta’ como Banania,
Moisés, Momo y otros; la señora Rosa siente pánico por los nazis y por Adolf
Hitler, por los hospitales y por el cáncer; a sus 65 años padece una demencia senil.
De Momo, hipocorístico de Mohamed, ni él mismo conoce su nacionalidad —¿es
marroquí o argelino?—, ni a sus progenitores, ni la edad que tiene, y solo
cuando la historia va más que mediada aparece el único papel que da fe de su
existencia.
El hilo conductor de la novela es la vida de la señora Rosa —los
problemas de sus muchos achaques, de sus muchos años y de sus muchos kilos, de
los muchos escalones que la separan de la calle, de la progresión de su
enfermedad mental—, y el mutuo amor entre la vieja prostituta y el niño
abandonado por sus padres.
Momo, a su corta edad, tiene ya una intensa experiencia de la vida, ha
probado las drogas, de vez en cuando le sobrevienen accesos de violencia y
comete pequeños hurtos. Tiene una visión descarnada del mundo, porque así lo ha
visto desde que nació, pero no hay amargura en él, sino realismo, aceptación de
las circunstancias: “Soy un hijo de puta y mi padre mató a mi madre y cuando se
sabe eso ya se sabe todo y uno deja de ser un niño” (211).
La voz de Momo nos presenta un mundo aparte, autosuficiente, al margen
de la buena sociedad francesa, un mundo clandestino, que sobrevive gracias a la
solidaridad entre sus miembros. Creo que esa era la intención de Émile Ajar,
que dejó atrás el lado amable de sus anteriores novelas para internarse en el
mundo ingrato de la inmigración y la vida clandestina para descubrir en él la
hermosa flor de la ternura, del amor filial, de la compasión, del respeto por los
viejos, de la atención a los enfermos, del fuerte sentimiento de hermandad que
une a todos los personajes.
La vida ante sí me parece una
novela valiente, con un lenguaje directo, que plantea ya en 1975 cuestiones
como la droga —“Para inyectarse hace falta tener ganas de ser feliz y esto solo
puede ocurrírsele a un gilipollas como una casa…Y es que a mí la felicidad no
me tira. Yo sigo prefiriendo la vida”(79)—, la eutanasia —“Ella no quería ni
oír hablar del hospital, donde hacen morir hasta el final en vez de poner una
inyección […] la gente es más buena con los perros que con los seres humanos, a
los que no está permitido hacer morir sin que sufran” (102)—, la vejez y la
soledad —“Los viejos valen lo mismo que cualquiera, aunque vayan de baja.
Sienten igual que ustedes y que yo y a veces eso les hace sufrir más aún que a
nosotros, porque ellos ya no pueden defenderse” (140)—, Dios —“un padre al que
nadie conoce siquiera porque se esconde y que no está permitido representarlo
porque tiene a toda una mafia para impedir que lo pesquen y esto es criminal”
(212)—, el futuro del propio Momo: “Aún no sabía si entraría en la Policía o en
los terroristas, ya lo veré cuando llegue el momento” (113). O el holocausto
judío y el colaboracionismo francés: en varias ocasiones se hace referencia al
Velódromo de Invierno —la Rafle du Vél'
d’Hiv—, en el que las autoridades de Vichy internaron a varios miles de
judíos franceses para enviarlos más tarde a los campos de concentración.
En 1977, cuando se publicó esta novela aquí, los españoles estábamos en
pleno torbellino de la Transición —muerte y testamento del dictador, el puedo
prometer y prometo, la matanza de Atocha, los discos de Bob Marley y de Pink
Floyd, ETA, la ultraderecha, Curro
Jiménez y Annie Hall, la peluca
de Carrillo, el derecho a la huelga y el fin de la censura, La tía Julia y el escribidor, los
primeros porros, Fraga Iribarne, Encuentros
en la tercera fase, La guerra de las galaxias, el Nobel a Vicente
Aleixandre, las novelas de Delibes, el penúltimo curso de Filología, las
elecciones generales— y no veíamos, puesto que prácticamente no los había, el
problema de la integración y la convivencia cotidiana con los inmigrantes
africanos. Francia nos llevaba años de adelanto en ese terreno y en el de su
tratamiento literario, pues hasta bien entrados los 90 no aparecen novelas centradas
en la vida de los inmigrantes magrebíes y subsaharianos en nuestro país.
Un verdadero descubrimiento, que agradezco a mi hija, esta dramática historia
de amor entre el niño y la mujer que lo acoge, aunque es también una novela
coral. La vida ante sí, con sus
momentos cómicos y con alguno de sus personajes instalado en la esperanza, o al
menos en el optimismo, no deja de ser una obra desoladora y de una lucidez dolorosa,
una trágica lección de vida.
Ha sido también una experiencia peculiar haber vuelto al cabo de los
años a tener entre las manos un volumen de la colección «Reno» —creo que
desapareció a finales de los 70—, en la que leí algunos cuentos de Hemingway,
el Gog, de Giovanni Papini, Lola, espejo oscuro y Los nuevos curas, y una novela que
juraría se titulaba La sirena del
Mississippi pero que no es así, pues ese título corresponde a una película
de F. Truffaut protagonizada por Catherine Deneuve y Jean-Paul Belmondo. El
volumen de La vida ante sí, como
todos los de esa colección, es un continente tosco, barato, con la caja de
texto estrecha, sin márgenes apenas y con papel de mala calidad, un poco como
el edificio en el que viven los protagonistas de la novela, pero guarda entre
sus páginas, entre la sordidez y la marginalidad ambiental que los rodea, la
luz de sus emociones y sentimientos más hermosos y desinteresados.
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