Tarde en calma:
aprender el secreto de los árboles,
su mágico florecer.
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La luz de la mañana llega al corazón de las encinas. Tierra húmeda, roja, mullida.
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Lavanderas de enero. Avefrías en las calles. Viento y silbos de tordos. Algaradas de niños en la escuela.
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Trae brumas de mar el viento del oeste. A mi paso revolotean las bandadas: trigueros, verdecillos, jilgueros, tarabillas...
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El verde recién nacido. Transparencia. Nitidez. Olivos. Y el colirrojo en la chumbera.
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Incendio a poniente: desmelenada en llamas la cabellera del sol.
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El bosque en calma,
en silencio,
al sol de otoño.
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El aire se serena
y viste de hermosura
y luz no usada. Estoy arriba, donde la leyenda señala la aparición. Abajo, la ermita con su cerco de árboles, la casa del santero, la casa de hermandad, el altar para las misas de campaña, los urinarios, casetas de obra, el edificio –adefesio- para la observación de la naturaleza, mesas y bancos rústicos de merendero, una barca bajo los eucaliptos varada allí por un caprichoso devoto... Mejor no seguir por ahí, dejemos la fiebre institucional por el cemento y el ladrillo –es la fe de mis alcaldes- y la construcción arbitraria e interesada en los espacios naturales públicos.A los pies del risco, el Guadamora baja a pagar con fatiga, con hilos de agua, su tributo al Guadalmez. En los remansos, el agua refleja las adelfas y las hiniestas de la ribera, donde trasiegan urracas y rabilargos.
Aquellos, los montes de La Mancha.
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Rumor de olas el viento en las retamas.
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La pureza en todo, en lo azul, en la luz, en el brillo de las jaras y en la fragancia del tomillo, en la estela blanca de los aviones.
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Guarda memoria la tierra
de lo blanco
y florece en los almendros.
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