El teniente Gamboa, el esclavo — el chivato— Arana, que acaba muerto, El Jaguar, el internado en Lima, una muerte misteriosa, la brutalidad militar, el descubrimiento del español americano... Poco más recuerdo de la primera novela de Vargas Llosa que leí en los primeros setenta: días del sexto y del cou en el instituto Averroes de Córdoba, del primer curso en la Facultad, de libros y discos que rulaban entre amigos y compañeros; tiempos adolescentes, de arrebatados amores e inconsolables soledades, de masturbaciones y arrepentimientos, de empezar a descubrir y a fundar, de despertar a la realidad del país, de la primera compañera de pupitre, de los primeros cigarrillos, de cantar a coro en las tabernas coplas, tangos, boleros y canciones folk—Serrat, Víctor Jara, Nuestro Pequeño Mundo, Aguaviva, Pablo Guerrero, Brassens, Moustaki, Joan Báez—; tiempos agónicos de la dictadura, de manifestaciones y altercados con la policía; de barbas, trenkas y pelos largos; de primeras borracheras, de primeras exposiciones de pinturas, de primeras obras de teatro, de primeros versos, de primeros besos, viajes, bailes... Tiempos, sueños, amigos que ya pasaron; unos para mal, otros para bien. La vida, como dijo el sabio, es ir dejando atrás.
Guardo un grato recuerdo de los primeros libros de aquellos sudamericanos del bum y del realismo mágico —aquel árbol genealógico, por ejemplo, que el buen Joaquín hizo de la familia Buendía de Macondo—; de los primeros cuentos de Borges, de Hijo de hombre, del primer Cortázar.
De Vargas Llosa vinieron después los cuentos de Los jefes y Los cachorros, Conversación en La Catedral y el sorprendente culebrón de La tía Julia y el escribidor. De Pantaleón y las visitadoras me queda una experiencia agridulce en lo personal, no porque me disgustara el libro, sino por desafortunadas circunstancias familiares. En enero del 75, a mi padre le diagnosticaron un síndrome de depresión esquizoide por el que hubo de pasar una temporada de reposo en el hospital militar de Sevilla. Excusaré aquí los hechos que condujeron a aquel diagnóstico, así como el sobrecogedor panorama de aquel hospital, la terrible impresión que nos causó la vista de muchos de sus pacientes. Yo tenía entonces diecinueve años, acababa de leer Pantaleón y las visitadoras, con el que me había divertido de lo lindo, y no tuve mejor ocurrencia que llevarle el libro a mi padre con el ánimo de sacarle una sonrisa y de que leyera algo distinto a las novelas del oeste que devoraba. Albergaba también la esperanza de que reaccionara y reconociera el sinsentido de la vida militar a la que él mismo se había consagrado desde los dieciocho años. Recuerdo la escena: a mediodía, mi padre en la cama de aquella habitación llena del sol de la primavera, su sedada indiferencia ante el ejemplar que le había llevado desde Córdoba, mis palabras de aliento para que leyera aquella delirante historia. Y recuerdo también mi decepción al domingo siguiente, a la misma hora, cuando comprobé que seguía intacta sobre la mesilla. Cómo olvidar aquella novela, aquellos días tristes y confusos.
Luego vino el absurdo: el servicio militar: días de alcohol y de hachís, de absurdos, inútiles, recuentos de hombres, armas, municiones y uniformes, cada mañana, cada tarde, cada noche, durante catorce meses y medio; días de frío y de soledades en Plasencia: la desconexión. Fue entonces cuando leí su ensayo sobre Flaubert y madame Bovary, cuando descubrí la pasión de la escritura y decidí enfrascarme yo mismo en la búsqueda de las palabras. Cómo olvidar tu libro, Varguitas.
En los ochenta, La señorita de Tacna, Historia de Mayta y ¿Quién mató a Palomino Molero? Después, unos años de premeditado olvido —aquel antojo suyo de meterse a político, aquellos artículos que me rebotaban—, hasta que vino la reconciliación de manos de La fiesta del Chivo y, sobre todo, de El paraíso en la otra esquina. El buen escribidor seguía en la brecha. Lo último que le he leído es un artículo conmovedor sobre la escritora judía Irene Nèmirovsky.
No soy un lector voraz, compulsivo, un adicto que necesita su dosis diaria, cada vez más elevada, de palabras impresas; ni siquiera lo que ahora se llama un consumidor de literatura: gasto, a mi pesar, poco dinero en libros; tampoco puedo presumir de una gran biblioteca doméstica, en la que hay menos libros de Vargas Llosa de los que le he leído —¿en qué mudanza desapareció La casa verde? ¿a quién le presté La guerra del fin del mundo? ¿dónde habrá acabado aquel ejemplar de la Historia de un deicidio? Ahora, con la concesión del Nobel, espero hacerme con alguna obra suya pendiente de lectura—; pero aseguro, y no es hueca declaración, que las novelas de Vargas Llosa están en el meollo de mi educación lectora y, por ello, de mi biografía personal.
Hubo unos años, lo dije más arriba, en que renegué del escritor peruano, en que me indignaba su veleidad de gobernante salvapatrias, y lo retraté como un generalazo, de los que tanto había renegado, con toda la pechera llena de premios y condecoraciones. Estoy seguro de que si VLL hubiera seguido por ese camino, no habría vuelto a abrir uno de sus libros, y de que pasaría por alto las hojas del periódico con sus artículos, pero, gracias a la literatura, el escritor volvió a lo que mejor sabía hacer.
Un escritor no está para salvar a este perro mundo de la injusticia social, de la intolerancia cultural y religiosa, de las guerras, las dictaduras militares o la salvaje explotación capitalista de los recursos humanos y naturales, esa es tarea de los gobernantes, pero sí puede -debe- crear conciencia de esos males al tiempo que nos hace disfrutar de la buena literatura. Y en eso, Varguitas, eres un maestro. Uno de los grandes de nuestro tiempo.
Salud.
Con tus memorias, recupero la mía, que la voy perdiendo, atareada un día y otro. Así que gracias por evocar aquellos años de juventud, que eran los de mi niñez y admiraba a mis hermanos mayores, tan aventureros, creía yo. Tus palabras huelen a aquellos años y se hacen fuertes imágenes en mi imaginación.
ResponderEliminarMuchas gracias por entretener mis hora.
Esther Cortés Bueno