Después de leer los correos del
día (un informe sobre la empresa sanitaria del marido de la señora Cospedal, un
artículo censurado sobre la inocente infanta Cristina y el descarado
Urdangarín, una muy didáctica presentación sobre las consecuencias y los
paganos de la amnistía fiscal a los grandes delincuentes, un chiste sobre el
rey y los elefantes, otra copia de Hay
alternativas, una propuesta popular para la reforma del régimen económico y
fiscal de diputados—diputadas nacionales), y para descansar de mis últimas lecturas
—el segundo tomo de La guerra civil,
de Hugh Thomas, los diarios de Victor Kemplerer—, anoche leí Prometeo encadenado, atribuida al poeta
trágico Esquilo.
Preside la escena de principio a
fin Prometeo, encadenado a una roca en el Cáucaso por haber robado unas ascuas
de la candela olímpica para entregárselas a los hombres. El castigo impuesto
por Zeus incluye también un águila que a diario hunde su pico en las entrañas
del héroe y se le come el hígado, que por las noche vuelve a regenerársele para
que al día siguiente el pajarraco siga con su festín, y así por siempre.
Terrible castigo, inmenso dolor y sufrimiento para este benefactor de la
humanidad que tenía a los olímpicos más que cabreados.
Pero Prometeo no es solo el
ladrón del fuego divino, además del calor y de la luz que llevó a la oscuridad
de las cavernas en que vivían como animales, enseñó a los hombres el arte de la
fabricación de herramientas y utensilios, la técnica de la construcción de
casas, la ciencia de los números y de las letras, la práctica de la
agricultura, de la construcción de barcos y de la adivinación de los sueños.
Sí, el olímpico Prometeo era el benefactor de la raza humana, y lo era porque
él mismo la había creado insuflando aliento vital a una pella de arcilla que
había modelado con sus manos. El dios no se olvidó de su creación y proporcionó
a los hombres la luz de la razón y del progreso. Delito imperdonable para los impíos
olímpicos, que no dudaron en su atroz condena y contemplaban impasibles desde
su celeste morada el diario martirio del héroe, convertido así en el “justo
doliente”, en símbolo de la rebeldía contra el tirano.
La imagen de Prometeo encadenado
y picoteado por el águila me ha recordado a nosotros mismos, a los españoles —también
a los griegos de nuestros días, y a los portugueses—, sometidos por el todopoderoso
dios de los ricos podridos —los olímpicos de nuestros días— a todo tipo de recortes
y vejaciones en derechos sociales y laborales, sufriendo en nuestras carnes la
despiadada actuación de unos avarientos mercachifles que solo atienden al superávit
de los menos mediante el saqueo, el empobrecimiento y la ruina de los demás.
En la tragedia de Esquilo, el
héroe torturado resiste porque conoce el secreto que acabará con la tiranía que
lo ha condenado, lo mantiene la seguridad de su liberación. Nosotros, en cambio, resistimos con la
esperanza de que el dios se apiade de nosotros y un día, por las buenas, suavice
su opresión. Ilusos.
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