jueves, 28 de abril de 2016

El mal cristalero

         Hay naturalezas puramente contemplativas y por completo negadas para la acción que, sin embargo, por un impulso misterioso y desconocido actúan a veces con una rapidez de la que ellos mismos se hubieran creído incapaces.
         El que, temiendo encontrarse en la portería una noticia desagradable, ronda cobardemente ante la puerta durante una hora sin atreverse a entrar; el que guarda quince días una carta sin abrir, o el que al cabo de seis meses se decide a hacer una gestión retrasada desde hace un año, se sienten a veces bruscamente precipitados a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco. El moralista y el médico, que pretenden saberlo todo, no pueden explicar de dónde viene tan súbita y tan tremenda energía a estas almas perezosas y voluptuosas, ni como, incapaces de enfrentarse a las cosas más simples y necesarias, encuentran en un determinado instante un ánimo de lujo para ejecutar los actos más absurdos y aun lo más peligrosos.
         Uno de mis amigos, el más inofensivo soñador que jamás haya existido, metió una vez fuego a un bosque para ver, decía él, si el fuego prendía con tanta facilidad como se suele decir. En diez ocasiones el experimento falló; pero a la undécima, tuvo éxito.
         Otro encenderá un puro junto a un barril de pólvora, para ver, para saber, para tentar al destino, para obligarse a sí mismo a probar su energía, por puro juego, para conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho, porque no tiene nada mejor que hacer.
         Es una especie de energía que nace del aburrimiento y de la ensoñación; y aquellos en los que se manifiesta tan inopinadamente son, en general, como ya dije, los seres más indolentes y soñadores.
         Otro, tan tímido que baja los ojos incluso ante la mirada de otros hombres, hasta el punto de que ha de hacer acopio de toda su pobre voluntad para entrar en un café o pasar ante la taquilla de un teatro, donde los acomodadores le parecen investidos de la majestad de Minos, de Eaco y de Ramadanto, saltará bruscamente al cuello de un viejo que pasa a su lado y lo abrazará con entusiasmo ante el asombro de la gente.
         ¿Por qué? ¿Porque ... porque esa fisonomía le era irresistiblemente simpática? Puede ser; pero es más lógico pensar que ni él mismo sabe por qué.
         Yo mismo he sido víctima más de una vez de estas crisis y de estos arrebatos que nos autorizan a creer que unos demonios maliciosos se nos meten dentro y nos mandan hacer, sin que nos demos cuenta, sus más absurdas voluntades.
         Una mañana me había levantado desapacible, triste, cansado de no hacer nada, y empujado, me pareció, a hacer algo grande, un acto brillante; y abrí la ventana, ¡ay de mí!
         (Tened en cuenta, os ruego, que el espíritu de mistificación que, en algunas personas, no es el resultado de un esfuerzo o de una combinación, sino de una inspiración fortuita, participa mucho, aunque no sea nada más que por el ardor del deseo, de este humor, histérico según los médicos, satánico según quienes piensan algo mejor que los médicos, que nos empuja sin resistencia a muchos actos peligrosos o inconvenientes.)
         La primera persona que vi en la calle era un cristalero cuyo pregón penetrante, discordante, subió hasta mí a través de la pesada y sucia atmósfera parisina. Me resultaría imposible decir por qué a la vista de este pobre hombre fui presa de un odio tan repentino como despótico.
         «—¡Eh! ¡Eh!», y le gritaba que subiera. Mientras tanto pensaba, no sin cierto júbilo, que al estar la habitación en el sexto piso y ser la escalera muy estrecha, al hombre le costaría trabajo subir y mantener a salvo las esquinas de su frágil mercancía.
         Finalmente apareció: examiné con curiosidad todos los cristales y le dije: «¿Cómo? ¿No tiene usted cristales de colores? ¿Cristales rosas, rojos, azules, cristales mágicos, cristales de paraíso? ¡No tiene usted vergüenza! ¡Se atreve usted a andar por estos barrios pobres y ni siquiera tiene cristales que hagan ver la vida en bello! Y le empujé vivamente hacia la escalera, donde tropezó gruñendo.
         Me acerqué al balcón y cogí una maceta pequeña, y cuando el hombre reapareció tras la puerta, dejé caer perpendicularmente mi ingenio de guerra sobre la parte de atrás de sus ganchos; y el choque le hizo caer y acabó de romper bajo su espalda su pobre fortuna ambulante que hizo el ruido estridente de un palacio de cristal destrozado por el rayo.
         Y, embriagado de mi locura, le gritaba furiosamente: «¡La vida en bello! ¡La vida en bello!»

         Estas bromas nerviosas no carecen de peligro, y a menudo se pagan caras. Pero, ¡qué importa la eternidad de la condena a quien ha encontrado en un segundo lo infinito del goce.


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